Mar 26.03.2013
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La bandera de Miguel

› Por Eduardo Fabregat

Lo mejor hubiera sido celebrar su cumpleaños número 67 el jueves pasado, pero no. Miguel Angel Peralta se fue mucho antes de lo que debería, hace hoy 25 años, y los aniversarios redondos suelen resultar más atractivos a la hora del homenaje. La conclusión es la misma: sea por su aniversario de nacimiento o por su aniversario de muerte, lo que está claro es que a Miguel Abuelo se lo extraña. Se lo extraña como se extraña a otras dos figuras esenciales del rock argentino que se fueron antes y después que él, una sucesión en solo un año que fue un nocaut para la patria rockera. En la Navidad de 1987, Luca Prodan; en diciembre de 1988, Federico Moura. La serie, de tan negra, resultaba inexplicable.

Y sin embargo, vaya de nuevo el lugar común: las canciones de Miguel Abuelo tienen vida eterna. El espíritu inquieto llevó a Miguel a dar vueltas por todos lados sin echar raíces en ninguna parte; ese mismo espíritu inquieto se tradujo en formas musicales absolutamente atípicas para la época, algunas de las cuales siguen sonando modernas aún hoy. Basta escuchar “Diana divaga”, grabada por Los Abuelos de la Nada en 1968, para encontrarse con algo que bien podría haber sonado en los mismos antros en los que tocaba Pink Floyd. Alcanza con poner el primer disco de la segunda formación para sentir el mismo soplo fresco que significó para la escena rockera de 1982, todavía colgada del hippismo protestante de los ’70. Un disco de tapa gris, que era cualquier cosa menos gris.

A Miguel todo eso le costó caro. Cuando Los Abuelos de la Nada tocaron en Prima Rock y La Falda sonaron silbidos y estentóreos gritos de “¡¡putos!!”, y volaron monedas, botellas, naranjas, choclos, cachos de barro. El tipo que cantaba “Libertad, socia de los peregrinos / Libertad, arte de los decididos” chocaba todo el tiempo con el corsé estilístico que imperaba en el rock argentino. Triste paradoja: el mismo público que, asfixiado por los aires represivos de la dictadura, soñaba con la libertad, no tenía empacho en reprimir a piedrazos a los artistas que se le antojaban “comerciales” o “plásticos” o directamente no entendía. Abuelo se plantó en el escenario y sacó pecho, no le esquivó el bulto a la pendencia y terminó ganándose el respeto. Una de sus postales más célebres lo muestra en el caótico Festival Rock and Pop de 1985, con una lágrima de sangre cortesía del tolerante público argento y aun así entregado al territorio del cantar. Cantar y decir, y recitar, y poetizar sobre una forma de entender el rol del artista y una filosofía de vida. Sus queridos pasares y sus amados venires.

Tras la errante aventura europea que intensificó sus vivencias, y que terminó el día que la policía francesa lo descubrió indocumentado, Miguel Abuelo cruzó de nuevo el océano para cambiar de una vez y para siempre el panorama de la música argentina. En sólo cinco años, de 1982 a 1987, Miguel y los Abuelos marcaron sus canciones de manera indeleble en la generación post Malvinas. El cantante encabezaba una verdadera selección, que Charly García llegó a contratar como banda de apoyo: Andrés Calamaro, Cachorro López, Gustavo Bazterrica, Polo Corbella y Daniel Melingo fueron intérpretes y ejecutores de un sonido que no se parecía a nada de lo que sonaba entonces. Por eso dolieron tantos aquellas partidas que, en más de un sentido, cerraron la década del ’80: Luca, Miguel y Federico fueron renovadores, fueron tipos que, en contacto con lo que sucedía fuera de la Argentina, ensayaron una mixtura con lo argentino que encendió una mecha, produjo una marcha imparable. Fueron frontmen de grupos cuyos nombres son hoy contraseña que atraviesa los tiempos. Ante todo, fueron tipos que ni siquiera se planteaban qué era y por qué era que hacían lo que estaban haciendo. Salían al ruedo, y toreaban al toro sin medir las consecuencias. Componían y cantaban sus canciones, y había tanta vida en esas canciones que, cada vez que suenan, cuesta creer que ellos ya no estén.

La vida es un libro útil para aquel que puede comprender, cantó Miguel. Voy cantando, voy amando, voy jugando, voy a más, apostó, e invitó a apostar a miles más que lo acompañamos en el viaje y recibimos la recompensa de las sensaciones que dispara cantar su poesía. Con el brillo inextinguible de un duende que eligió hacer de la libertad una bandera. Y nos impulsó a seguir levantándola.

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