› Por Judith Gociol *
La producción de García Ferré me produjo siempre una sensación ambivalente. Por un lado tiene, en mí, la resonancia nostálgica que adquieren las lecturas de infancia con el paso del tiempo (la Anteojito que me compraban cuando estaba enferma, los dibujitos animados, el “Larguirucho blá más fuerte que no te escucho”). Por el otro, la constatación –también avanzados los años y las lecturas– de que la creatividad gráfica de García Ferré y su función precursora en la industria de las viñetas y la animación fue diluyéndose en la medida en que, como toda producción en serie, los personajes se estandarizaron. El hecho de que, a la vez, la arquitectura de esas aventuras fuera una ideología conservadora y moralista, con una intencionada bajada didáctica (los próceres, las fechas patrias, la nula alusión a contextos políticos y sociales nacionales en función de valores entendidos como universales y eternos) hace que, al volver ahora la mirada sobre mi niñez en tiempos de dictadura, se me torne difícil poder disfrutar de esas historietas iniciáticas.
* Co-coordinadora del Archivo Nacional de Historietas y Humor Gráfico de la Biblioteca Nacional.
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