Sábado, 24 de agosto de 2013 | Hoy
OPINIóN
Por Daniel Dalmaroni *
Domingo a la noche, uno enciende el televisor. Mira la pantalla. Una persona aparece vestida con un traje de llamativos colores, lleva una corbata que nos recuerda a la de los payasos de circo y algo que suponemos es una panza postiza. La cámara jamás toma sus pies o lo hace de manera tan rápida que no logramos ver si lleva zapatones. No tiene la nariz colorada, pero sí los ojos vidriosos y enrojecidos. Habla frente a un micrófono. Ingresan otros personajes que interactúan con él pretendiendo hacernos reír. Luego el del traje colorinche hace abrir el gran telón y empieza a contarnos una historia y nos pasa una película en donde varios actores que hacen de periodistas recorren distintas oficinas de distintos países del mundo y entrevistan a gente que les dice que allí no hay lo que buscan. El conflicto está planteado: un grupo de periodistas busca datos sobre una empresa y encuentra obstáculos para obtenerlos. Entonces, de golpe, como olvidándose del desarrollo de la obra, el primer actor, el del traje de colores, nos dice que si bien los que hacían de periodistas en el primer acto no encontraron los datos que buscaban, él nos los va a contar. Entre el primero y segundo acto, aparece él mismo, sin el traje a cuadros, pero con la panza postiza en la publicidad que auspicia la obra. Se trata de unas vacaciones en unas playas de Asia. Vemos las playas, lo vemos a él mostrándolas desde lo que parece la ventana de un hotel y volvemos a la obra. En el segundo acto nos dice que la presidenta de un país (reconozco que para la obrita, me hubiera gustado más que fuera una reina) sale con unas bolsas de dinero rumbo a otro país en un avión de línea privada, que baja en ese país y toma otro avión privado hacia otro país (siempre trasladando los bolsos con dinero sin que nadie la controle), que luego se queda unos días en ese segundo país y sale de regreso al suyo, pero antes, pasa por un banco que hay en una isla y deposita el dinero que traía en los bolsos. Según el payaso –no vimos los zapatones ni la nariz colorada, pero ya todos nos dimos cuenta de que es un payaso– los bolsos contenían, además, dinero que la reina se había robado en su país. A esta altura uno se da cuenta de que si el libreto hubiera sido escrito por un guionista algo más talentoso, es probable que los periodistas hubieran encontrado los datos que buscaban, que hubiera imágenes de la reina cargando los bolsos con dinero y entrando al banco e incluso que todo el relato tuviera el humor que el traje colorido, la panza postiza y los ojos coloraditos presagiaban. Porque uno no le reclama verdad al cuento. Ya todos sabemos que lo que estamos viendo es una ficción y toda buena ficción es una gran mentira. Pero lo que no puede faltarle es verosimilitud. El humor tarda en llegar, pero llega. Esto no reemplaza el desastroso argumento, la paupérrima estructura dramática, la lamentable puesta en escena y la pésima actuación del payaso. Pero el humor llega. Es al final de la obra, cuando el payasote (1) se despide hasta la semana que viene y nos dice que esto fue: “Periodismo para todos”. Allí, por suerte, uno hace saltar ya no la risa, sino la carcajada franca, abierta, sincera, agradecida por tanto humor contenido.
(1)
* Dramaturgo y director teatral. Escribió, entre otras piezas, El secuestro de Isabelita, Maté a un tipo y New York.
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