Jueves, 3 de agosto de 2006 | Hoy
EL ESCRITOR Y PERIODISTA MIGUEL BRASCO HABLA DE LA MODA DEL VINO
En la semana del estreno del documental Mondovino y con su nuevo libro de crónicas, Pasarla bien, recién editado, Brascó explica por qué el vino desplazó a las bebidas blancas y se ubicó en el centro de la escena mediática. Y dictamina: “El 90 por ciento de lo que se escribe sobre vino es macaneo”.
Por Julián Gorodischer
“A preguntas isiotíticas, respuestas peripatéticas”, dice Miguel Brascó en referencia al so-mmelier argentino promedio (al que describe cáusticamente y con habilidad para el uso del neologismo). Pero siempre se corre el riesgo de que uno mismo encaje en la definición, por ese tonito pedagógico que maneja en las crónicas y en la vida. Brascó, primer y más original crítico y cronista de vinos que hay en la Argentina, es convocado por Página/12 para interpretar el nuevo protagonismo del vino post Entre copas (Alexander Payne, 2004) que incluye desde la proliferación de manuales, guías (como el best seller agotado Anuario 2006, también de Brascó junto con Fabricio Portelli), camadas de aspirantes a sommelier y, cual contracara del fenómeno, el documental Mondovino que se estrena hoy (ver aparte). Así como el documental quiebra con una tradición de postales edulcoradas, cándidos tratados sobre el buen vivir, Brascó también irrumpió para cambiar el panorama de reseñas armadas como abstracts técnicos con una narración sobre vinos que está más cerca de la aguafuerte o la mitología barthesiana que de la guía turística.
Pero hasta ahí llegan los parecidos entre Miguel Brascó y Mondovino porque Nossiter fue calificado de “extremista de derecha e izquierda” luego de molestar a las oligarquías productoras y a la izquierda exquisita que vio manchado su objeto de deseo (el vino). Y en cambio Brascó presume poder escribir “en una revista de centroizquierda y en el diario La Nación” sin que le toquen una coma. Al popular crítico/cronista no le gusta demasiado Mondovino. “Me dio la impresión de que está hecha con mala leche”, dice tan bajito que casi no lo registra el grabador. “Por ejemplo, el hecho de que hayan entrevistado a Arnaldo Etchart, en la Argentina, es de mala intención, porque está con Alzheimer y dice cualquier cosa. ¿Por qué no lo agarraron a Nicolás Catena que es un príncipe?”
La consulta a Brascó se vuelve oportuna dada la abrupta popularidad de las catas, los programas de radio y TV (el último es Notas de cata, de Marina Beltrame en Gourmet.com) y películas que producen un boom de consumo de variedades poco difundidas como el Pinot Noir post Entre copas. A la expansión de una liturgia para principiantes, al nacimiento del bobeta (sic Brascó en Pasarla bien) argentino promedio que mete la nariz, escatológico, hasta el fondo de la copa, se opone ahora el documental de Jonathan Nossiter, un mapa del mundo de vino que cuestiona la unificación del gusto (al modo estadounidense, de la mano de la extinción del terroir) y los vicios privados y asociaciones turbias de las familias del vino, sus críticos y Michael Rolland, su más popular asesor globalizante. ¿En qué posición se ubica Brascó? Ni muy muy ni tan tan, allí donde caen en su prosa las faunas de snobs e improvisados pero apenas con una ironía que hasta les podría caer simpática a los aludidos. Caen suavemente, en sus textos, el sommelier metiche, el catador snob, todos nosotros que “debemos iniciar la marcha atrás de un paladar genético que hemos heredado de la mishiadura” y, por supuesto, él mismo, devenido en personaje favorito de sus crónicas: con algo de dandy en falso, fijos el moñito, los tiradores y la panza de antihéroe “viejo, gordo y feo” –escribe en Pasarla bien–, cómico de tan anglófilo y (contra el mandato de los diarios) apto sólo para minorías por el barroquismo y esa jerga que puede hacerse críptica sin culpa y en la extensión ilimitada de una frase. Su manual Anuario Brascó 2006 agotó los ocho mil ejemplares; las editoriales se disputan sus aguafuertes sobre el vino... ¿La culpa la tiene el cine?
–Todas las películas, sistemáticamente, presentaban a la mujer yendo a la mesita baja y volviendo con el dry Martini. La seducción se hacía tomando Martini o whisky. Pero ahora el muchacho entra a la cocina y vuelve a salir con dos copas de vino. Los tipos no traen más bebidas blancas. Si hay una escena de tomar vino tinto, nunca agarran la copa por el cáliz, sino por el tallo. Y en la vida, eso no pasa. Debe haber un tipo, en el rodaje, que les dice: “Agarrá bien esa copa, pelotudo”.
–¿Cambió el consumo?
–En marzo fui a dar una charla a San Nicolás contratado por una vinería luego de reseñar 1200 vinos para el Anuario. Y al 90 por ciento de los vinos de allí yo no los conocía. Pero si querés aprender, podés tomar ocho vinos por día, y al poco tiempo los tenés identificados. Cosa que no pasa con las comidas: el argentino no come carnes crudas pero come sashimi porque está de moda.
Su derrotero por las revistas Tía Vicenta, Claudia, Status, Cuisine et Vins y Ego lo hizo acreedor del mejor marketing de interlocutor para una elite que compra vinos caros, fuma habanos, viaja por el mundo y visita restaurantes finos. Se fue haciendo especialista en definir el target y el estilo de una publicación; se desmarca ahora del auge actual de revistas para hombres. En cuatro décadas cambió todo: junto con la aparición de Narda Lepes, la sofisticación de Freddo, Aroma & Co., la irrupción del canal Gourmet.com y la palermización de un 30 por ciento de Buenos Aires, se masificó el interés (no así el consumo) por el producto de luxe. En cualquier caso, su melancolía será siempre textual. ¿Cuándo perdió la letra impresa su batalla por el impacto? ¿Y a quién le habla Brascó en la época del nuevo lujo masificado? Algunos cambios no lo convencen del todo. “La revista Gabo era Ego. Pero Ego era una revista intelectual, y Gabo es una revista de culos. El erotismo es mucho más seductor, eficaz, en textos que en fotos. Calienta más escribir que mostrar. ¿Qué más se puede mostrar? ¿El pene que entra en la vagina? Ya no te calienta. Leés al Marqués de Sade o a Henry Miller y te agarrás unas calenturas impresionantes.”
Desde el comienzo, con sus primeras crónicas etílicas en la revista Claudia que dirigía Mina Civita, en los lejanos ’60, su prosa capturó no sólo el sabor del vino sino su entorno: ¿alguien más lo hizo? Dice que fue gracias a su condición de escritor originario que aquella táctica de narrativizar la crítica dio buen resultado, y pronto su sección fue un dossier. “El estilo me viene de la poesía –dice Brascó–, de narrar algo desde una vivencia lo suficientemente fuerte y de huir del convencionalismo. Sólo un tipo que practica la sutileza de la poesía está acostumbrado a describir sensaciones. Los mejores escritores sobre vino vienen de la poesía.”
–¿Qué otros hay además de usted en la Argentina?
–Ninguno.
–En la nueva era del lujo (y el vino) masificado, Mondovino denuncia la estandarización del gusto...
–Eso es cierto: los vinos franceses son premium, todos; los norteamericanos dicen que los suyos son más genuinos porque sabés qué estás tomando: un Cabernet, un Merlot..., todo mentira. Porque con el 51 por ciento del Cabernet vos podrías decir que es Cabernet aunque tuviera un 49 por ciento de otra cosa. Y con un tres por ciento que le pongas a un vino de otro corte se lo puede modificar totalmente.
–El correlato desde el consumo, ¿es el apogeo del bobeta?
–Técnicamente es la persona que quiere aparentar lo que no es. En cualquier circunstancia del fashion está el bobeta. Lo que la gente llama “saber de vinos” es muy básico: si vas a comer un plato de fideos con tuco le ponés un Malbec que es pesado y funciona bien; un Merlot es más liviano. Poco más que eso es lo único que tenés que saber. Toda la literatura y el vocabulario de que “ese vino tiene memoria de almendras...” es macana. ¿Qué son los frutos rojos? ¿Y las flores blancas? Los olores, técnicamente, son compuestos químicos.
Si es cierto que cada escritor tiene un marketing extraliterario, ¿cuál es el de Miguel Brascó? Su dandysmo tambalea cuando acredita ser el más eficaz intérprete del gusto popular. “Lo que a mí me gusta, le gusta a la gente”, dice, dejando a su coautor del anuario, Fabricio Portelli, el módico rol de “reflejar a los muy jóvenes”. “En mí hay cosas que son genuinas y otras falsas”, dice sobre su personaje de cronista zumbón, tan protagónico como el mismo vino. “Voy a dar una charla y me pongo tiradores y moñito, que habitualmente no uso. No vienen a ver un tipo inteligente, sino al personaje de la televisión.” El dandy podrá cambiar las mañas pero nunca su móvil principal, el mero placer de tomar vino... Hace diez años definió su vocación con un eslogan que se mantiene al día: “Miguel Brascó: experto en vinos, profesión muy divertida, pero que expande inevitablemente el diámetro de la zapán”.
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