Viernes, 18 de agosto de 2006 | Hoy
GÜNTER GRASS, SU AUTOBIOGRAFIA Y SU PASO POR LAS SS
En los últimos tres días, el escritor figuró en todos los titulares: las revelaciones de Pelando la cebolla desataron una tormenta que fue del vínculo con el nazismo a las acusaciones de simple ardid publicitario. “Es el intento de redescubrir a un joven que me resulta ajeno”, define Grass.
Por Matthias y Stephanie Hoenig*
Desde Mon, Dinamarca
Un Premio Nobel pone las cartas sobre la mesa: en la autobiografía de sus años de juventud Beim Haeuten der Zwiebel (“Pelando la cebolla”), Günter Grass no sólo habla por primera vez de su pertenencia a las Waffen-SS cuando tenía 17 años. También narra su infancia en Gdansk (Danzig) y su ingenuidad –para él todavía hoy inaguantable– frente a la ideología nazi. A las crueles vivencias durante la guerra le siguió el hambre en el campo de prisioneros estadounidense en el que pasó casi un año: allí se encontró con su amigo Joseph, quien quiere hacer carrera en la Iglesia Católica e incluso convertirse en papa, y con él habla sobre el futuro. Grass habla sobre sus sentimientos de pubertad, el primer amor, pero también sobre su evolución hasta convertirse en artista y escritor. En la biografía se reflejan además veinte años de historia contemporánea, desde el comienzo de la guerra hasta la aparición de su éxito mundial El tambor de hojalata (1959). En una entrevista en su casa de vacaciones en la isla danesa de Mon, el Premio Nobel de Literatura habla sobre su libro y sus dificultades internas para procesar sus vivencias de juventud durante el nazismo.
–¿Por qué tardó tanto tiempo en procesar su juventud en un libro de memorias?
–Me he resistido durante mucho tiempo a escribir autobiográficamente, por un lado porque para mí había cosas más urgentes y por otro porque desconfiaba y desconfío todavía de la escritura autobiográfica. Sólo me cabe esperar que esta desconfianza se perciba en mi libro.
–¿Es una autobiografía común y corriente?
–No es una autobiografía en el sentido de que los hechos aparezcan ordenados en base a los hechos y las fechas en base a las fechas. Es el intento de redescubrir a un joven que me resulta ajeno y preguntarle cómo se ha comportado en determinadas situaciones. ¿Por qué, pese a que por naturaleza es testarudo y curioso, no se decidió por ejemplo cuando era un escolar a hacer preguntas relativas al régimen nacionalsocialista y los crímenes que se ocultaban detrás, ocultos para mí? El libro comienza el 1º de septiembre de 1939. Tengo unos 12 años, la guerra comienza y mi tío, que se encontraba entre los defensores de los Correos Polacos en Danzig, es fusilado por la ley marcial. Nosotros habíamos jugado con los hijos de este hombre, el primo favorito de mi madre. De repente ya no estaba. La familia no vino nunca más y yo no hice ninguna pregunta.
–Usted tampoco preguntó cuando su profesor desapareció, un sacerdote que puso en duda la “victoria final”. Mucho tiempo después de la guerra usted se encuentra de nuevo con él y él le imparte casi el ego te absolvo. ¿Tiene su libro en sentido figurado esta función de una absolución de eventuales pecados?
–No, no es algo así. Sería demasiado cómodo. Si hago balance, he tenido la suerte de no estar implicado en ningún crimen. Es algo que no me tocó. Pero por otro lado tengo que decir que no podría responder por mí mismo si hubiera nacido dos o tres años antes.
–En los últimos días hubo titulares y fuertes controversias porque usted hasta ahora no había hecho pública su pertenencia a las Waffen-SS. ¿Por qué tan tarde?
–Si miro hacia atrás, siempre lo he contemplado como una mancha que me oprime y sobre la que no podría hablar. Eso tenía que escribirlo. Y esto no es ni una disculpa ni una explicación, pero yo no me presenté voluntario a las Waffen-SS. Me presenté voluntario con 15 años a las unidades de submarinos como alternativa a los tanques, lo que era igualmente una locura.
–¿Qué sintió cuando fue llamado a filas por las Waffen-SS?
–Para mí constituyó posteriormente un shock. Cuando era joven, las Waffen-SS eran para mí una unidad de elite. En mi estrechez de miras de aquel entonces se diferenciaban de la Wehrmacht en que la nobleza no tenía la palabra. Eran unidades que eran desplegadas en lugares difíciles y que registraban las mayores pérdidas. Y las Waffen-SS tenían –también desde mi punto de vista de aquel entonces– un corte europeo: había compañías de la Waffen-SS con suecos, daneses, flamencos, valones...
–Después de un agitado período de adiestramiento en un campamento en la selva de la actual República Checa, usted realizó su juramento, a fines de febrero de 1945. ¿Qué pasó después?
–Fue un tiempo muy intenso y poco claro. Primero estuve en una compañía de marcha y después no paré de ir de una unidad a otra. La división Frundsberg, a la que estaba asignado, nunca la llegué a ver. Una y otra vez se fusionaban de nuevo unidades que habían sido divididas en combate pocos días después de iniciar su misión. En las pocas semanas que pasé como soldado formé parte en dos ocasiones de unidades de reconocimiento. Mi existencia estuvo dominada por el temor constante a que la gendarmería de campo alemana me atrapara sin una orden de marcha válida, lo que equivaldría a una sentencia de muerte. Los primeros muertos que vi no eran rusos, sino alemanes, entre ellos muchos de mi edad. Cuando se atravesaba un pueblo en retirada, de los tilos o los castaños colgaban hombres con carteles en el pecho que decían “cobarde” o “traidor a la patria”, entre ellos también ancianos, oficiales a los que les habían arrancado los galones, y también jóvenes de mi edad.
–Usted escapó varias veces por poco a la muerte. ¿Se sintió por ello obligado a escribir el libro en recuerdo a las víctimas?
–Al respecto tengo dos pensamientos. Uno es que desde entonces vivo por casualidad. Sólo recuerdo los terribles impactos de un “órgano de Stalin”, una parcela de bosque fue reducida a cenizas. Muchos de mi edad, camaradas con los que acababa de hablar, tres o cuatro minutos después ya no existían. Desde entonces, yo existo por casualidad. Otro pensamiento es que yo no hubiera sobrevivido sin aquel cabo primero que me ayudó casi paternalmente, un ejemplo de aquel tipo maravilloso de cabo alemán que durante los años de guerra comprendió que no debía ser suboficial. Esa era su ambición. Conocía muchos trucos y siempre sabía lo que había que hacer. Después de la guerra, con 17 años, mi conciencia estaba marcada por el cinismo. Los adultos que me querían dar indicaciones no valían nada para mí, sólo aquellos del tipo sargento. Esa era la única autoridad que todavía reconocía.
–¿Contempla su libro también como un libro contra la guerra?
–Es evidente. Con el libro me dirijo también a mis hijos y nietos, que han tenido y tienen la suerte de crecer, por lo menos aquí en Alemania, apartados de la guerra. A mi edad tengo una creciente necesidad de transmitirles algo, de contarles algo que no conocen en esa forma pero deberían conocer.
–Usted aborda el tema sexualidad de manera muy abierta y sin reparos: escribe sobre la masturbación de igual manera que sobre su primera experiencia con una mujer. ¿Con qué motivo?
–Podría interesar especialmente a la gente joven que descubre su propia sexualidad. En mi caso, debido a la guerra, a partir de los 15 años sólo viví con hombres en cuarteles...
–Y escribe que tendría que haberse hecho homosexual...
–Sí, uno tendría que haberse hecho homosexual. La primera vez que tuve contacto con una chica fue a los 19 años. Y ella fue la que tomó las riendas sobre el montón de heno. Eso lo describí en detalle como mi primer amor carnal, porque se quedó en mi recuerdo. Algo así marca.
–En el libro usted habla ampliamente de su “amigo Joseph”. Con la mano en el corazón, ¿era de verdad Joseph Ratzinger, el hoy papa Benedicto XVI, el que usted se encontró en el campo de prisioneros?
–Sólo es una suposición. Ese pensamiento no me vino hasta que no me puse a escribir. Lo cierto es que en Bad Aibling, ese campo masivo con unos 100.000 prisioneros de guerra a cielo abierto, pasé mucho tiempo en un agujero en la tierra con un chico de mi edad. Los dos teníamos 17 años. El era de procedencia bávara, era intensamente católico, hasta el fanatismo, y a sus 17 años era capaz de meter en la conversación citas en latín. Teníamos mucho tiempo, hambre y tiempo. En el mercado negro, a cambio de insignias, conseguí una bolsa de dados y masticábamos grano. Con el bote, lanzábamos los dados por nuestro futuro. El quería subir en la jerarquía eclesiástica y yo quería ser artista y famoso.
–¿Cómo funcionaba lo de los dados? ¿El que lanzaba el número más alto podía formular un deseo?
–Sí. Incluso nos peleamos acerca de si yo también podía ser papa. En la historia hay suficientes papas que no creían en Dios, argumentaba yo... Y mientras escribo el manuscrito de mi libro de memorias, un alemán se convierte en papa. Y entonces leo –sabía quién era el cardenal Ratzinger, su postura conservadora, su actuación silenciosa perseverante desde un segundo plano– que estuvo en Bad Aibling. Este Joseph me resultaba familiar, también su forma de ser, lo tímido, perseverante, silencioso en él. Sólo puedo suponer que era él.
–Usted vivió un tiempo en un hogar de Caritas. ¿Allí le ofrecieron ser monje y tener un propio taller de artistas en el convento?
–Sí, un monje franciscano me quería. No puedo afirmar que haya intentado en serio convertirme, pero le gustaba hablar conmigo, como a mí me gustaba hablar con mi amigo Joseph. Y cuando me admitieron en la Academia de las Artes de Düsseldorf me hizo pensar de manera casi paternal que estábamos en tiempos sociales difíciles, que se acababa de morir el hermano Lukas y el taller estaba vacío... De esto me acordé de nuevo al escribir. Para mí nunca fue una tentación seria, pero me pareció atrayente plasmar en dos o tres páginas lo que hubiera sido de mí.
–Su libro es mucho más que una autobiografía literaria de años jóvenes. ¿Qué le espera al lector?
–A lo largo de las décadas aprendí que los libros, cuando abandonan el escritor, primero expropian al escritor. Se independizan. En lecturas públicas me doy cuenta de que hay tres generaciones en la sala. Así, esta vez esperaría que gente de mi generación, de la generación media y también de la de mis hijos y nietos tengan su propia vivencia lectora de Pelando la cebolla. Los nietos tomarán contacto con algo que dejó sin voz a la generación de los abuelos y los llevó a guardarse algunas cosas y no pronunciarlas hasta ahora.
* Agencia DPA. Especial para Página/12.
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