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Miércoles, 25 de abril de 2007

ANDRES NEUMAN, “ALUMBRAMIENTO” Y LOS CAMINOS DE LA NARRACION

“Yo me resisto a enfrentar a la novela con el cuento”

“No es que el cuento no venda, sino que el mercado está organizado para que la novela venda más”, dice el escritor, cuyo nuevo libro permite descubrir a uno de los cuentistas más brillantes de su generación.

 Por Silvina Friera

La única casa que tiene Andrés Neuman está en su valija. El cuentista, novelista y poeta argentino vive la gozosa dicotomía entre el “allá” (España) y el “acá” (Argentina), entre dos fronteras que son “más anchas que la realidad”. A los 30 años, sabe que el cómo habitar esa valija depende más de sus urgencias vitales –la búsqueda del equilibrio, aferrándose a su obra, midiéndose con sus vértigos– que de las circunstancias geográficas. Aunque dice que no es consciente de la madurez de su escritura, admite que tal vez sea por el hecho de haber emigrado de Buenos Aires a los 14 años, una edad inoportuna para ese adolescente en transición que, mientras trataba de encontrar un lugar en el mundo, experimentaba cómo temblaba el poco piso que tenía. Una mudanza radical lo obligaba a empezar de nuevo, a crecer de golpe –y dando patadas en los partidos de fútbol del club de barrio de Granada, donde vive–, a madurar repentinamente, a integrarse, a replantearse en términos de extranjería su lengua materna. “Tuve que aprender a hablar otra vez. No puedo hablar español en la Argentina, ni puedo hablar argentino en España; no me sale, no me parece natural. Me camaleonizo un poco con el lugar”, cuenta Neuman. La excusa de la entrevista es la publicación y la presentación en la Feria de Alumbramiento (Páginas de Espuma), un libro de cuentos que seduce y emociona, que deslumbrará al lector y le permitirá descubrir a uno de los mejores cuentistas de su generación. Al igual que en sus anteriores libros de cuentos, el escritor incluye un breve epílogo sobre el género, Dodecálogos de un cuentista, una especie de “cuaderno de bitácora de la asombrada práctica”, como él lo define.

–En uno de los cuentos de Alumbramiento, el protagonista dice que “leía un libro de cuentos, hábito indecente en este país”. ¿Por qué hay un rechazo tan fuerte hacia el género?

–Por un prejuicio mercantil disfrazado de principio teórico. No es que el cuento no venda, sino que el mercado está organizado para que la novela venda más que el cuento. No tengo nada que objetar: que un género no venda no tiene por qué ir en desmedro de su importancia simbólica. Y la prueba de esto es la poesía, que nunca aspira a vender y siempre tuvo un lugar inamovible en el esquema simbólico de la literatura. El problema es que el cuento convive en catálogos de editoriales que son de novelas, entonces tiene que someterse a los mismos rituales públicos de la novela. En esa convivencia, el cuento sale perdiendo en términos comerciales porque la industria editorial está orientada hacia la novela y el cuento no encuentra un espacio propio. Si tuviera un espacio editorial, no se vería “amenazado” por la novela. Me resisto a enfrentar la novela con el cuento; hay que tener cuidado cuando uno defiende el cuento de no convertir esa defensa en un ataque hacia la novela. Lo que defiendo es la dignidad literaria del cuento. La novela no necesita defensa, está en el centro de la escena y de la atención pública. Al cuento hay que negociarle el espacio, y siento que necesita nuevos circuitos de teoría y foros propios como tiene la poesía. Me molesta que esa inferioridad comercial se transforme en argumento teórico, que se diga que “la novela es el género de nuestro tiempo” y el cuento ya no, o que “la novela refleja mejor la sociedad que el cuento”. A un cuentista le suelen decir: “Ahora tiene que consagrarse con la novela”. Borges no se consagró nunca, Carver tampoco, ni Chéjov ni tantos otros.

–A diferencia de El que espera, en Alumbramiento aparecen muchos más cuentos con diálogos. ¿Por qué el diálogo es como el talón de Aquiles para los narradores latinoamericanos?

–No me atrevo a hacer un diagnóstico. Pero me di cuenta de que a veces privamos al cuento de la facultad del diálogo, parece que el desarrollo del diálogo fuese territorio de la novela. Cada vez me interesa más probar los costados de los géneros que supuestamente no son los que funcionan. Ricardo Piglia dijo que un cuento es un experimento con la noción de límite. No sé si lo decía más bien por la cuestión del iceberg, o por la acotación temporal tan radical que tiene el cuento, pero ampliando esa idea a otros terrenos, creo que le pusimos teóricamente demasiados límites al cuento: que tiene que ser redondo, que tiene que tener un final sorpresa, que el personaje no puede pasar de un arquetipo porque no hay tiempo, que tiene que contar una historia muy concreta. Me divierte y me interesa más probar en el cuento recursos que teóricamente les corresponden a otros géneros, como la poesía o la novela, y ver qué pasa.

–Usted plantea que contar un cuento es saber guardar un secreto. En “La realidad”, la nena sabe guardar el secreto, pero la madre lo rompe.

–No se me había ocurrido, la nena está jugando al juego del lenguaje, que funda la realidad en la apariencia, y el agua que cae de los balcones es nombrada como “lluvia” con conciencia lúdica. Cuando la madre la obliga a revelar ese juego, la niña se enoja y la madre queda en ridículo. Para mí es una declaración de intenciones de lo que entiendo por realismo. El realismo es mucho más ancho de lo que creemos. Wallace Stevens dice que la experiencia es más ancha que la realidad. La literatura realista que me interesa es la que aborda las experiencias que rebasan los márgenes de lo que entendemos por realidad. Y Albita en ese cuento está teniendo una experiencia de lluvia más ancha que la realidad. Lo que no creo es que la nena haya leído a Wallace Stevens (risas).

–¿Cómo se relaciona el título del libro con el modo en que concibe la escritura de los cuentos?

–Me interesa la construcción de las voces, quién es el narrador. Empiezo a desconfiar del lado omnisciente desde el cual podemos configurar una vida; me parece cada vez más verdadero que esa vida hable y suceda, y no que sea sintetizada y manipulada por un narrador. No quiero decir que se acabó la tercera persona, pero como cuentista prefiero que esa voz suceda en el cuento en vez de filtrarla como narrador eligiendo qué contar. En el cuento se produce un alumbramiento que es la voz de ese personaje, una voz que nace en cada cuento, una vida autónoma. Ese es un posible sentido del título. También está relacionado con la cualidad epifánica que tiene el género. La sorpresa y la epifanía no son lo mismo. Los cuentos con sorpresa cada vez me interesan menos, sí me interesan los cuentos con epifanía, como los de Cheever, los de Salinger, los de (Juan José) Arreola; no la sorpresa final que lo explica todo y que da vuelta la situación, como la gracia del chiste, sino una revelación, que no tiene por qué ser una inversión argumental, algún tipo de descubrimiento emocional o simbólico.

–¿Por qué en varios cuentos aparecen personajes masculinos en conflicto con su “identidad masculina”?

–No existen los roles esencialmente masculinos y femeninos; dentro de veinte años nos vamos a cagar de risa de lo que entendemos por “mujeres masculinas” y “hombres femeninos”. Como la maga de Cortázar pudo envejecer en cierto sentido, algunos personajes van a parecer del siglo XVIII, si no tenemos cuidado con este tema. Ese “alumbramiento” del título quiere invocar también un costado del pensamiento de género que creo que va a jugar (o está jugando ya) un papel importante dentro de la educación sentimental de los hombres. Me refiero a la ampliación definitiva del pensamiento de género hacia el territorio masculino, o sea la adopción del legado crítico feminista por parte de los hombres. El pensamiento de género no puede ser, ya no es, una cuestión sólo de mujeres. Nos interesa y afecta a todos. Igual que las mujeres llevan décadas deconstruyendo y reformulando su rol de género, pienso que es necesario que los hombres hagamos lo mismo. Pero ojo, no como “concesión” hacia el feminismo, sino como un aprendizaje en interés propio. Aunque el patriarcado siempre haya relegado a las mujeres, de formas muy distintas oprime a ambos géneros, los encasilla, los penaliza con límites. De ahí la necesidad de que el hombre se reformule y pueda revisar sus funciones, sus arquetipos, sus personajes míticos. Y esa es un poco la preocupación de la primera parte del libro, que narra a personajes masculinos que, de diversas maneras, entran en conflicto con su rol tradicional o bien padecen sus consecuencias, como en el cuento “Una raya en la arena”. Hay una raya que divide al marido de la esposa y una interpretación muy distinta que ambos hacen de esa raya. Ella la interpreta desde su cultura tradicionalmente femenina, que es la traducción emocional del gesto.

–¿A eso se refiere cuando en un aforismo de “El equilibrista” señala que “todas las mujeres son traductoras”?

–Exactamente; todas las mujeres hasta hace poco han sido educadas para traducir los gestos o las apariencias. Esto no quiere decir que un hombre no pueda traducir, pero nos han educado para traducir menos, y a mí me parecería interesante que no fuera así. Pero claro, “Una raya en la arena” es un problema de traducción, la raya es como un texto conyugal que ella traduce, pero que él lee más literalmente.

A los 14 años Neuman, que había hecho el primer año del secundario en el Nacional de Buenos Aires, empezó otra vez la secundaria en un liceo de Granada. “Mis compañeros iban en moto, tenían aritos, un habla un poco agitanada, sus padres no eran abogados, docentes o sociólogos sino amas de casa y vendedores. El cambio sociocultural fue brutal”, recuerda el escritor. “Las diferencias entre Buenos Aires y Granada son tremendas, entonces tuve que, por necesidad, desarrollar unos mecanismos de supervivencia muy rápidos porque era un extraterrestre en ese liceo”, explica. “Tengo dos países, pero también soy dos veces extranjero, y esto debe haber jugado a mi favor en algunas cosas y en contra en otras.” Replantearse en términos de extranjería su lengua materna fue una experiencia curiosa que le generó mucha inseguridad. “Mi realidad presente es absolutamente española, pero fui educado como un ciudadano argentino de clase media porteño”, señala el escritor. “Hay un costado mío del que, no como escritor sino como individuo, no sé prescindir. Ese costado necesita no perder del todo los hilos, y desde esa parte, probablemente, están escritas mis novelas Bariloche y Una vez Argentina.

–¿Le costó trabajar las escenas vinculadas con la dictadura en Una vez Argentina?

–Sí, quizá la más espeluznante fue la del sueño en que me torturan. Es un sueño que nunca tuve, el día que Menem indulta a los milicos. El personaje está con un trapo en los ojos y cuando por fin delata a su compañero de escuela le sacan la venda y descubre que el compañero lo estaba escuchando. Esa escena fue bastante difícil, por eso la escribí con un estilo muy seco y muy sobrio, despojado, sin ninguna teatralidad.

–¿Con esa escena exploró el costado más humano y menos heroico de la militancia de los ’70?

–Sí, tengo la sensación de que nuestra generación no persigue héroes, más bien los deconstruye. En El equilibrista escribí un aforismo que viene muy a cuento: “Cada vez que nace un héroe, muere un ciudadano”. Pedirle a un ciudadano que sea héroe es quitarle el derecho a la supervivencia y a una vida en paz. Trataría de huir de la épica del revolucionario heroico, como del otro extremo, que sería banalizar a esa generación y decir: “¡Pero qué ocurrencia!, ¡qué ingenuidad!, ¡qué boludez!, ¿cómo pensaban que podían cambiar el mundo?”. Las dos posturas en el fondo, a pesar de oponerse, tienen en común la simplificación de la realidad. El discurso épico me parece peligroso. Me encantaría que hubiese una épica del ciudadano normal, que si sacraliza algo sea los derechos y las obligaciones.

–¿Esta “épica del ciudadano normal” la aplica también a los personajes de Alumbramiento?

–Sí, Alumbramiento ataca en una doble dirección: desmitificar el rol masculino justiciero, heroico, fuerte, salvador, aventurero, y al héroe canonizado por la literatura. No hay nada más fascinante, extraordinario y lleno de matices que la supuesta normalidad. Los estados de excepción tienen algo literariamente fácil y demagógico: cuando todo entra en estado de excepción, el matiz deja de existir. Pero cuando tenés que acotar el personaje, y le sacás suicidios ejemplares, hazañas grandilocuentes o demencias muy creativas, lo que queda son matices muchos más profundos, gestos imperceptibles, emociones mucho más pequeñas y por lo tanto únicas.

–¿Cuál considera que es el mejor comienzo de los cuentos que escribió?

–¡Uy, no sé!, si lo supiera, empezaría todos mis cuentos con esa frase (risas). No se me ocurre, creo que los autores somos pésimos lectores de nosotros mismos. Además uno nunca sabe; a veces el autor considera mejores páginas aquellas que al lector le pasan desapercibidas. No sé, ayúdeme...

–“Fui yo quien mató a Lennon, pero no fui su asesino”...

–¡Ah!... puede ser. Por lo menos es un comienzo intrigante, pero es una reflexión generacional, aunque no lo parezca. El modo en que nuestra generación contempla la militancia de los ’70, al mismo tiempo familiar y completamente ajena, es la forma en que podemos contemplar a The Beatles y a John Lennon. Por un lado conocemos muy bien de qué se trata, pero no lo vivimos y no tenemos la más puta idea de cómo fue. Somos de la generación de Sean Lennon, somos como el hijo de John, que heredó su apellido, su cara, su voz, pero en realidad no sabe quién fue su padre. Y eso le pasa a nuestra generación con respecto a la generación de los ’70. “Fui yo quien milité, pero nunca fui militante”, “Fui yo quien heredó la dictadura, pero no la viví.” “Fui yo quien fue a Malvinas, pero no estuve”...

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“Mi realidad presente es absolutamente española, pero fui educado como un ciudadano argentino de clase media porteño.”
 
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