Jueves, 14 de junio de 2007 | Hoy
CRONICAS, INVESTIGACIONES, BLOGS Y PELICULAS SOBRE CIBERCAFES
Ana Katz le dio importancia en Una novia errante. Susana Finquelievich y Alejandro Prince editan El involuntario rol social de los cibercafés, y un blog se dedica a contar historias cotidianas en ese mundo.
Por Julián Gorodischer
La primera impresión es de un estatismo que doblega. Pero la estadía prolongada en el locutorio permite “entrar en clima”. Había quedado descartado para la narración por sumarse a un largo listado de no lugares, subestimado por su aparente reproducción seriada. Y, de pronto, resurge de un ostracismo involuntario como un objeto privilegiado para la crónica, la teoría sociológica y el cine. Su incorporación definitiva al paisaje urbano motiva la inminente edición del libro El involuntario rol social de los cibercafés (en septiembre, por Dunken), de Susana Finquelievich y Alejandro Prince, pero también la existencia de un blog llamado Mundo locutorio, a cargo de dos etnólogas que se dedican a espiarlo y una película, Una novia errante, de Ana Katz, que lo ubica en el centro de la trama con un peso dramático insustituible.
Las nuevas narraciones sobre locutorios derriban el lugar común: conciben relaciones intensas entre pares, en general muy jóvenes, intensidad en la diversión que rodea a los juegos de red. ¿Es un relevo para el club barrial, un lugar de encuentro para nativos digitales, según define Finquelievich a los menores de 20 años? Si esas hileras de monitores y gente sentada remitieron en un principio a la burocracia oficinesca de un día igual al anterior, unas horas allí mirando con atención cuestionan la inmovilidad.
La infraestructura de un par de locutorios de Villa Crespo (en Corrientes, desde Thames a Scalabrini Ortiz), desde que los cibercafés y los lavaderos lograron reemplazar a comercios clásicos de otro tiempo como tintorerías, mercerías y almacenes, resignó la calidez que cada propietario le daba a su hábitat definitivo a través de almanaques, fotografías y calefacción. Hoy, muchos de ellos se sostienen con lo mínimo indispensable: vidrio a la calle, sin persianas, ni ornamentación, ni calefactores. En uno de Corrientes y Malabia hay poca gente. Nadie habla. Una nena escribe compulsivamente a una amiga en un chat inexplicable, dado que la otra está sentada a pocos metros. El mensajeo frenético de una computadora a la otra revelaría el fracaso de la comunicación interpersonal entre estas criaturas, que podrían salir a dar una vuelta por el barrio para decirse lo que se tienen que decir. Pero prefieren teclearse como si estuvieran a la distancia.
“En los nativos digitales que se criaron con computadoras se dan características muy interesantes”, analiza Finquelievich, doctora en Ciencias Sociales e investigadora del Conicet. “Tienen una multicanalidad que les permite charlar con un amigo de al lado, chatear y hablar por el celular, todo con igual concentración, que a los inmigrantes a la sociedad digital nos causa mucha fatiga. Pero ellos parecen haberse criado con una especie de Windows mental. No dejan de lado su vida presencial, usan el chat para marcar encuentros.” Su investigación, la primera que llega tan a fondo en el estudio del espacio-locutorio, detectó que el primer lugar de conexión es el hogar, seguido por los cibercafés, excluyendo los telecentros públicos. “La mayor parte de los usuarios es de grupos de menores ingresos –dice la socióloga–; antes había una pequeña mayoría de mujeres pero se equipararon, y están más presentes en el interior del país que en la Capital. Cumple un rol social como democratizador del acceso a Internet. Es un equipamiento urbano de uso cotidiano, sobre todo utilizado por los jóvenes como lugar de reunión, o punto de encuentro.” Su libro, que incluirá encuestas exclusivas de la consultora Prince & Cooke, revela cuáles son los usos más comunes: juegos en red, chats, blogs y fotologs, pero no así el correo electrónico.
Entre sus reglas particulares, el locutorio prevé una autoridad única representada por el cajero, que (en uno de Avenida de Mayo) acaba de pedir silencio a un grupo de jugadores en red, que están representados en sus monitores por enormes revólveres que reducen la personificación al objeto peligroso. Se lo pidió el oficinista, harto del griterío. Luego, el cajero debió bajar los decibeles a su propio consumo de The Cure. Similar a la media de locutorios del microcentro visitados por el cronista, el ámbito tiene paredes metalizadas, persianas bajas, en recreación de la fisonomía del bunker, que protege y aísla del espacio exterior, y alienta a quedarse un rato más. Distinto es el panorama en los ciber-kioscos y ciber-heladerías, más frecuentes en barrios periféricos, donde la dinámica interior parece una extensión de una calle o avenida cualquiera, como si el fluir de personas que rozan, a su paso, el respaldo y la nuca de los usuarios, convirtiera al interior en una sucursal de otros sitios a cielo abierto.
¿Qué tipo de relaciones particulares se entablan en un locutorio? “Lo que varía es la presencia tecnológica –dice Marián Moya, la antropóloga que (junto con su colega Camila Alvarez) decidió fundar el blog Mundo locutorio–. Todo está mediatizado. Se crean otros lenguajes, y tuvimos que aprender la jerga. Dicen: ‘Estoy altabeando’ cuando tienen varias ventanas abiertas.”
Ellas hacen etnografía instaladas en un locutorio del microcentro y otro de Avellaneda, y remarcan las diferencias que van encontrando, a través de crónicas diarias que suben a Internet. “En el microcentro –sigue Moya– es todo vertiginoso; van por una hora de almuerzo, comen frente a la compu, y es un hormiguero en el que la gente va y viene. En el de Avellaneda, las máquinas se disponen más amigablemente para los juegos en red. Muy poca gente pide que destraben los filtros de pornografía. Los usos más comunes son el Messenger, la consulta de diarios virtuales, la escritura de currículum, la búsqueda laboral en Clarín y La Nación, y lo último que hacen es cerrar el Messenger. Los chicos más chicos ni revisan el mail, pero tienen un promedio de 500 a 600 contactos en el Messenger. Está desplazando a otro ámbitos de socialización, con una presencia tecnológica muy fuerte. El mundo virtual es parte del real; no está separado o va en paralelo.”
En un locutorio de Almagro, que tiene más cabinas telefónicas que computadoras, abundan los empujoncitos sin pedir disculpas, la renovación continua del stock humano, gritos y susurros provenientes de distintos niveles de proximidad, ruido de bocinas y motores. Como sucede en una avenida, este espacio inhibe la conversación entre desconocidos, como si estuvieran esperando el cambio de luz en el semáforo sólo que por tiempos largos y sin margen para consultas casuales o saludos de ocasión, que deberán desviarse siempre al cajero, más apático que otros. Los estudiosos y narradores del locutorio ven un poco más allá de las dos fisonomías más frecuentes: el perímetro de máquinas bordeando la pared o el laberinto de monitores con uno o dos senderos angostos para abrir el paso.
¿Qué hay además de un dispositivo eficaz de preservación de la privacidad para la consulta, a través de paredes que separan a los vecinos, sillas bajas y auriculares de oreja completa? En referencia concreta a la estructura espacial, Susana Finquelievich observa: “Hay una cuestión que me choca: no están previstos para gente con discapacidad. No hay lugar para una silla de ruedas, ni software para ciegos. Habría que poner acento en una legislación que contemple este tipo de cosas para que sean realmente democratizadores”. Las gestoras de Mundo locutorio aseguran que se puede hacer intervenir una variable estética: el locutorio sale del espacio simbólico del no lugar, redefine su capacidad de dar confort y hasta puede generar belleza en un observador a través del libre juego de la luz de los monitores con la luz blanca cenital. “En nuestro criterio de selección –explica Camila Alvarez–, entró la cuestión estética: los locutorios que observaríamos no tenían que ser ni muy chiquitos ni muy oscuros. En la elección, jugó esta variable estética. En la relación de las personas con las pantallas, en la luz de los monitores, hay algo atractivo.”
Para la cineasta Ana Katz, que lo ubicó en el centro de la acción dramática de su película Una novia errante, analizar el espacio del locutorio incluye poner en foco relaciones simbólicas que no se dan en otro ámbito. Inés (su personaje) queda varada, sin su novio, en Mar de las Pampas, y todo su entusiasmo y su candor van a parar a una cabina, antes que a la playa, los médanos, el bosque. “Me interesó el contrapunto entre el bosque y la playa con el locutorio –argumenta–, lugar al que se acude para hacer un llamadito corto, sobre todo en el locutorio de balneario. Noto que adentro de cada cabina hay un mundo. Veo las caras de cada uno en el teléfono y sé que en cada cabina hay un microclima.” La ficción, en este caso, revisa la idea cristalizada del espacio impersonal para llenarlo de vida, angustia, demanda, frustración, compañía. Lo explica Ana Katz: “En un punto, es como una casita, y uno puede sentir la energía del que se acaba de ir. Tenía que verse un momento vivo y no algo discursivo pero inverosímil. Quería una sensación documental, la de estar espiando a una persona en la intimidad de su propia cabina. Y evocar la idea de que están compartiendo tiempo juntos, la ilusión de estar con el otro, cuando en realidad no está. Es la necesidad de creer que ahí hay algo compartido. Aunque sea quedémonos en silencio pero juntos”.
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