Martes, 31 de julio de 2007 | Hoy
MURIO INGMAR BERGMAN, UN ARTISTA FUNDAMENTAL EN LA HISTORIA DE LA CINEMATOGRAFIA MUNDIAL
Recluido en su isla de Farö, rodeado de sus libros y su cinemateca personal, Bergman pasó sus últimos años escribiendo con la misma vitalidad de siempre e incluso realizando un par de títulos para TV: Saraband, su última película, fue una delicada obra de cámara en la que retomó los interrogantes de Escenas de la vida conyugal.
Por Luciano Monteagudo
Veinte años atrás, en su autobiografía, Linterna mágica, Ingmar Bergman amenazaba con un nuevo retiro, uno de los tantos que afortunadamente nunca cumplió. Decía: “Intuyo un ocaso que no tiene nada que ver con la muerte, sino con la extinción. A veces sueño que se me caen los dientes y escupo pedazos amarillos carcomidos. Me retiro antes que mis actores o mis colaboradores vislumbren al monstruo y los invada el asco o la compasión. He visto a demasiados colegas morir en la pista del circo como payasos cansados, aburridos de su propio aburrimiento, silbados o abucheados o cortésmente silenciados, apartados de los focos...”.
En la madrugada de ayer, Bergman dejó finalmente el circo de este mundo. Hace unos días, apenas, había cumplido 89 años: nacido el 14 de julio de 1918, en Upsala, ese “pequeño esqueleto con una nariz grande y roja” (como anotó con decepción la madre en su diario, pocos días después del parto) llegó a convertirse en un realizador esencial de la historia del cine, en una figura clave del teatro europeo de posguerra, en un visionario de la TV. Y en la más valiosa carta de presentación ante el mundo que tuvo su país durante décadas: desde hace más de medio siglo, cuando su obra empezó a tener difusión internacional, Bergman se convirtió en sinónimo de Suecia, mal que les pese a August Strindberg, Greta Garbo o Ingrid Bergman.
Si hay algo que en la fatal partida de ajedrez con la muerte el realizador de El séptimo sello logró evitar fue esa decadencia, esa humillación a la que tanto le temía y que reaparecía una y otra vez en su obra, como una pesadilla recurrente. Recluido en su isla de Farö, rodeado de sus libros y películas (se dice que atesoraba una cinemateca personal con más de 400 copias en 35 mm), Bergman siguió escribiendo con el frenesí de siempre –guiones, piezas teatrales, memorias– y en la última década incluso se permitió dirigir dos films para la TV que pueden considerarse la summa de su pensamiento artístico, una conmovedora reflexión sobre sus eternas pasiones, el teatro, la música, el cine.
En Saraband (2003), pieza de cámara para dos personajes que queda como su largometraje final, Bergman, con su voluntad demiúrgica incólume, decidió volver sobre el matrimonio de Escenas de la vida conyugal –Erland Josephson y Liv Ullmann– y provocar un reencuentro. Pero nunca fue un sentimental y tampoco estaba dispuesto a ceder al final de su vida: el paso del tiempo nunca lo enterneció ni lo puso melancólico. En todo caso, lo hizo volver a la pregunta que lo había obsesionado durante estos últimos años. Si en los ’60 –particularmente en la trilogía de Detrás de un vidrio oscuro, Luz de invierno y El silencio– parecía interrogarse obsesivamente por la existencia de Dios, a partir de Escenas... (como en el primer comienzo de su cine: Un verano con Mónica, Juventud divino tesoro), no deja de preguntarse por la naturaleza del amor. ¿Existe realmente? ¿Cómo se manifiesta? ¿Tiene algo de espiritual o es una expresión puramente física? Otras preguntas cruciales se sumaban en Saraband, la película de un hombre tan sensible como intransigente, que se casó cinco veces y tuvo nueve descendientes: ¿Un hijo puede amar realmente a su padre? ¿De qué manera? ¿Por qué?
El caso de su anteúltimo film, En presencia de un clown, es distinto. Aquí continuaba la exploración de ese misterioso haz de luz plagado de fantasmas que descubrió en su infancia, cuando durante una Navidad le cambió a su hermano mayor un centenar de soldaditos de plomo por un proyector de juguete, con el que vio sin cesar la misma película de apenas un par de metros, en la que se veía fugazmente bailar a una niña. Aquella escena primaria fue evocada por Bergman en los momentos iniciales de su monumental Fanny y Alexander –un testamento cinematográfico que siempre se negó a ser tal– y esa misma linterna mágica volvió a estar en el centro de En presencia..., en el que Bergman recuerda una vez más a su tío Carl, que en los años ’20 salía por los pueblos de Suecia a exhibir sus propias películas y que, cuando el rudimentario proyector se averiaba, recogía la sábana raída que oficiaba de pantalla y continuaba la función con su troupe de actores, bajo la luz de unas velas.
Ya en Cuando huye el día (1957), uno de sus films mayores, el viejo profesor, en camino a la consagración académica y a la muerte, tenía la emocionante visión de sus padres jóvenes, sentados a orillas de un río. Es una imagen rescatada de los recuerdos familiares de Bergman, que hizo de su infancia su patria, una patria cruel –plagada sobre todo de pesadillas y terrores nocturnos, oscurecida por la sombra de ese severo pastor protestante que fue su padre– pero que siempre nutrió de imágenes y de materia dramática a casi toda su obra. Creador inagotable –46 largometrajes, más de 130 puestas teatrales, innumerables piezas propias para la escena, la radio y la TV– Bergman conjuró sus demonios interiores hasta convertirlos en materia de su arte. “Vivo continuamente dentro de mi sueño y hago visitas a la realidad”, escribió. Y desde esa tenue frontera entre ficción y realidad, entre el sueño y la vigilia que siempre dominó su obra –¿cómo olvidar La hora del lobo?–, se cuestionó no solamente a sí mismo y sus fantasmas, sino que también interpeló a Dios, con la furia del ateo que alguna vez fue creyente. (En Detrás de un vidrio oscuro Dios queda comparado a una enorme araña que acecha en el piso de arriba...)
En un artículo de la revista Cahiers du Cinéma, a raíz del estreno en Francia de Juventud divino tesoro (1950), un crítico llamado Jean-Luc Godard escribía: “El cine no es un oficio. Es un arte. No es un equipo. Se está siempre solo, tanto sobre el plató como ante la página en blanco. Y para Bergman estar solo es hacerse preguntas. Y hacer films es contestarlas. Es imposible ser más clásicamente romántico”. Más tarde, el propio Bergman consideraría que Godard no estaba hablando tanto de Bergman como de sí mismo, pero aun así la frase resume de manera notable el método de trabajo del cineasta sueco, que siempre se interrogó en sus films no sólo sobre problemas de orden metafísico sino también sobre las más terrenas cuestiones de pareja, como lo demuestran incluso sus comedias Una lección de amor (1954), Confesión de pecadores (1955) y la aclamada Sonrisas de una noche de verano (1955), que le valió su tardío reconocimiento en el Festival de Cannes.
Formado junto al maestro Víctor Sjöstrom (a quien siempre consideró su verdadero padre: su padre artístico) en el marco del la rígida estructura de los estudios suecos, filmando desde 1945 una película tras otra, sin solución de continuidad, Bergman supo encontrar allí –y también en el Teatro Real de Estocolmo– la familia artística que integraron sus prodigiosos actores y actrices, una galería encabezada por Mai Zetterling, Gunnar Björnstrand, Eva Dahlbeck, Anita Björk, Harriet Andersson, Max Von Sydow, Bibi Andersson, Ingrid Thulin, Liv Ullmann y Erland Josephson (con quien compartía una amistad que se remontaba al colegio secundario). Todos ellos supieron de sus neurosis y de su mal carácter, de sus arranques de furia y de su inestabilidad emocional, pero comprendieron también que no había nadie como Bergman que pudiera extraer de sus rostros –el rostro es el elemento clave de su cine, el secreto factor de unidad de todos sus films– sus misterios más insondables. “Siento la necesidad acuciante de apuntar la cámara sobre los actores, lo más cerca posible, acurrucarlos contra la pared, extraerles hasta la última expresión, hacer estallar los límites que se han fijado”, confesaba, ratificando la idea que estaba detrás de obras maestras como Persona (1966) o Cara a cara (1976), construidas casi exclusivamente con primeros planos de sus actrices.
Aunque los abismos a los que se asoma en cumbres como Noche de circo (1953), Vergüenza (1968) o Gritos y susurros (1972) pudieran hacer pensar lo contrario, no siempre se sufre con Bergman. A pesar de sus momentos oscuros, Fanny y Alexander le permitió al director “dar forma a la alegría que a pesar de todo llevo dentro de mí y a la que tan rara vez y tan vagamente doy vida en mi trabajo”. Otro tanto sucedió con su luminosa versión de La flauta mágica (1974), la ópera de Mozart que él consideraba “una compañera de por vida”. Siempre dijo que el teatro, las bambalinas, eran su “verdadero hogar” y que allí fue feliz, aunque imaginaba que la Muerte lo acechaba obstinadamente, detrás de las cortinas de un escenario, disfrazada con la máscara cruel de un payaso: así transcurrieron sus últimos años, En presencia de un clown...
La TV, que a priori podría pensarse como su enemiga, lo tuvo sin embargo como su mejor aliado, como un pionero, como un “teleasta” avant la lettre: cuando nadie hablaba de video, ni de formas híbridas ni de telefilm, Bergman –con El rito, en plena efervescencia de mayo ‘68– ya filmaba para la TV. “Me gusta mucho trabajar para la TV, me doy cuenta de lo importante que es”, le confesaba al crítico francés Serge Daney. “En Suecia, vivimos muy alejados unos de otros, y el hecho de encender a la noche esta ventana mágica en la oscuridad es una comunicación enorme, fantástica.”
Y finalmente la música: todo su cine parece atravesado por la música, no tanto como recurso dramático-sonoro (siempre fue muy austero en este sentido: en todo caso prefería el silencio) sino más bien por su apelación a las formas musicales, a sus estructuras, a sus temas. No parece casualidad que el director de Sonata otoñal haya titulado a su película final Saraband. La zarabanda es una danza lenta, solemne, que forma parte de las sonatas. Aquí, Bergman aprovecha una de las sonatas para violoncelo de Bach para resolver dramáticamente una de las escenas más intensas, complejas y conmovedoras de la película. Esa misma gravedad de la música de Bach es la que destila el cine de Bergman: la misma severidad, la misma precisión, la misma belleza.
Ingmar Bergman obtuvo sus primeros premios internacionales en los festivales de Cannes de 1956 (por Sonrisas de una noche de verano) y 1957 (por El séptimo sello), pero la historia de su descubrimiento tiene marcados acentos rioplatenses, particularmente uruguayos. En 1952, el Cantegril Country Club organizó el Segundo Festival Cinematográfico de Punta del Este, que no tenía jurado ni premios oficiales. Había, sin embargo, un jurado de la crítica, integrado entre otros por Homero Alsina Thevenet, Emir Rodríguez Monegal y Antonio Larreta, que no tardó en reconocer las virtudes de Juventud divino tesoro (1950), el primer film que llegaba a América de un sueco desconocido llamado Bergman. A partir de ese momento, abundaron en el periodismo uruguayo notas sobre el realizador, de quien se fueron estrenando sucesivamente todos sus films. En junio de 1953, Alsina Thevenet le dedicó a Bergman un artículo de diez páginas en Film, la revista especializada que él había fundado y dirigía. Se supone que ésa fue la primera revisión analítica que se haya publicado sobre Bergman fuera de Suecia, aunque desde luego fueron abundantes las reseñas sobre estrenos de sus películas, tanto en Uruguay como en la Argentina, donde comenzaron a llegar sus películas con gran éxito de crítica y público a partir de 1954. Unos años antes que a Cannes, por caso. “Es curioso que durante tanto tiempo la crítica europea, fuera de Suecia, haya ignorado a Bergman –escribían Alberto Tabbia y Edgardo Cozarinsky hacia 1958 en un legendario volumen monográfico titulado Flashback–. En este extremo de Sudamérica, Bergman impresionó profundamente desde que su obra comenzó a ser conocida.”
En junio de 1959, con las trece películas de Bergman estrenadas en Buenos Aires hasta esa fecha, el distribuidor y exhibidor Alberto Kipnis organizó en el mítico cine Lorraine de la avenida Corrientes la primera retrospectiva local. “Obtuvimos el record de público: 1780 localidades vendidas en un día, en una sala cuya capacidad es de sólo 300 butacas”, se entusiasmaba por entonces Kipnis, que siguió repitiendo esas muestras durante años, actualizándolas con nuevos títulos y publicando monografías que acompañaban las proyecciones, al punto que en la década del ‘60, el fenómeno de la bergmanmanía era un distintivo de la vida cultural porteña.
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