Nadie se animaría ya a escucharlas como presencias decorativas. Pero es posible que muchos todavía no reconozcan ese toque de diversidad no exento de coraje que resultó indispensable para fundar territorios acaso no previstos por la tradición. Aun si el cancionero las contemplaba como objeto y el escenario les reservaba lugares secundarios, o acaso por eso mismo, las mujeres lograron construir un camino particular en el folklore. Sería tan natural como necesario describir la línea de talento sutil y femenino que atraviesa y perfuma el folklore hecho espectáculo.

Un tipo de espectáculo que hubiese sido muy distinto sin la particular forma de talento del universo femenino. Sin Patrocinio Díaz, que había llegado a Buenos Aires en los albores de la década del ’20 con la compañía folklórica de Andrés Chazarreta, y se jactaba de haber sido antes que folklorista cantante lírica. Sin la elegancia de Martha de los Ríos, que recostó su voz maravillosamente templada en los arreglos audaces y complejos de su hijo Waldo; sin Victoria Díaz, que desplegó un swing inigualado al lado de Hugo Díaz; sin Margarita Palacios, que trasmitió el color de su paisaje componiendo y cantando con su propia voz y sus acentos, llena de tierra. Poco más tarde Mercedes Sosa pondría fundamento y espesor ideal para lanzar voces hacia el futuro, como la parte encantadora de un todo.

A partir de estos nombres es posible trazar una genealogía con identidad precisa. Una herencia que, segura de sí, llega hasta nuestros días, se amplía y ofrece diversidad a la diversidad. Cada apertura de la música popular tiene hoy una usina creativa con ánimo femenino. El reflejo de caracteres inconformistas, inquietos y sensibles, capaces de dialogar, que seguros de su talento saben poner en juego su lugar en la historia.