Miércoles, 21 de septiembre de 2011 | Hoy
CINE › ABRIR PUERTAS Y VENTANAS SE VIO EN LA COMPETENCIA OFICIAL DEL DONOSTIA ZINEMALDIA
La ópera prima de Milagros Mumenthaler ya venía de ganar el Leopardo de Oro y otros dos premios en Locarno, todos justificados por la magnífica historia de tres hermanas veinteañeras. El boceto de Infancia clandestina, de Benjamín Avila, se exhibió en Cine en Construcción.
Por Horacio Bernades
Desde San Sebastián
El cine argentino viene asomando. Por esos azares de la programación, hubo que esperar a que esta edición de San Sebastián recorriera su primera mitad para que eso comenzara a suceder. Pero la espera valió la pena. La primera de las películas argentinas en competencia –antes se vio el documental El camino del vino, parte de la paralela no competitiva Culinary Zinema– resultó Abrir puertas y ventanas, ópera prima de Milagros Mumenthaler, que viene de ganar, en el Festival de Locarno, nada menos que tres premios (entre ellos, el Leopardo de Oro a la Mejor Película) y dos menciones. Suenan todos justificados: se trata de uno de los mejores debuts que el cine argentino haya dado en los últimos años. Al mismo tiempo, en Cine en Construcción –iniciativa de apoyo a films latinoamericanos aún inconclusos, que San Sebastián lleva adelante con el Festival de Toulouse–, Benjamín Avila, realizador de Nietos (2004), presentaba un primer corte de Infancia clandestina, su primer film de ficción. No corresponde hacer un juicio definitivo de ella, en tanto no se trata de un film acabado, sino de una suerte de boceto en estado avanzado. Pero el boceto pinta bien.
“La cuestión central era cómo representar la ausencia”, confía Milagros Mumenthaler a Página/12 en un pasillo del Kursaal, centro de operaciones del festival, en referencia al proceso de gestación de Abrir puertas y ventanas. Debe decirse que la realizadora, varios de cuyos cortos ya habían dado vueltas por varios festivales, resolvió magníficamente esa cuestión. En esta historia de tres hermanas veinteañeras conviviendo en una antigua casa, Mumenthaler administra la información de modo ejemplar. A partir de indicios, de detalles al paso, de inferencias, el espectador va comprendiendo no sólo las relaciones entre los personajes de Marina (la debutante María Canale, ganadora de un premio en Locarno), Sofía (Martina Juncadella) y Violeta (Ailín Salas), sino entre ellas y la casa en la que viven, y entre ellas y esa ausencia que todo lo tiñe. Llena de objetos ligeramente anacrónicos (un tocadiscos, un grabador, discos de otros tiempos), a los que las tres están notoriamente habituadas –y sin embargo es obvio que no les pertenecen–, la casa da toda la sensación de ser la de la familia. Pero falta el resto de la familia.
“Además del duelo, lo que más me interesaba trabajar eran las relaciones fraternales”, dice Mumenthaler, que logra hacer de esas relaciones un caldo de cultivo en estado de fermentación, lleno de chicanas y reproches cruzados. Cada tanto se produce entre las tres una tregua o comunión imprevista. Como en la extraordinaria escena en que ponen en el tocadiscos una canción de evidente poder evocativo, se sientan en el mismo viejo sillón y muy de a poquito las lágrimas empiezan a brotar parejo. “Trabajé menos la historia que las sensaciones”, refrenda la realizadora, que confía que largos meses de convivencia permitieron a Canale, Juncadella y Salas encarnar a sus personajes, y las relaciones entre ellas, del modo en que lo hacen.
Hijo de militantes desaparecidos y restituido a su familia en los primeros años de la democracia, Benjamín Avila utilizó sus propios recuerdos en Infancia clandestina, que narra el regreso del exilio de un matrimonio de militantes montoneros y su hijo de 12 años. El año es 1979, el mismo de la célebre e infausta contraofensiva montonera, y el chico vuelve de Cuba, donde por aquellos años funcionó una guardería para hijos de combatientes. Infancia clandestina trata, entre otras cuestiones problemáticas, las contraposiciones entre una concepción fundamentalista y militarista de la militancia, representada por los padres del niño (Natalia Oreiro y el actor uruguayo César Troncoso) y la crítica a esas desviaciones, que encarna su tío (Ernesto Alterio). Avila aclaró que la versión de más de dos horas que presentó aquí no es ni siquiera un primer corte. Es en virtud de ese carácter de work in progress que no corresponde avanzar más sobre Infancia..., diamante en bruto que estará seguramente pulido para comienzos del año próximo. Entonces sí habrá que hablar de ella más en detalle.
Pero no todo es cine argentino en San Sebastián. En Competencia Internacional se presentaron dos películas con alguna que otra coincidencia y un mar de diferencias más ancho que el Cantábrico. En Kiseki, el habitué de este festival Hirokazu Kore-eda (tercera vez que compite) narra, desde los ojos de un niño de 12 años, las secuelas de la separación de sus padres. Kiseki quiere decir “milagro”, que es lo que buscan el niño, su hermano menor y un grupo de amigos. Distintos milagros, en verdad, ya que de lo que trata la nueva película del realizador de After Life es de los deseos infantiles, y cada uno tiene el suyo. Dividida en dos movimientos (el primero aborda la nueva vida del niño, junto a su madre, sus abuelos y sus nuevos amigos; el segundo narra el viaje con el que los niños esperan cumplir sus deseos), Kiseki adopta hasta tal punto la mirada de sus protagonistas que se viste de la levedad, la inocencia y el entusiasmo de una fábula naïf. Naiveté que –como en Jacques Demy, a quien San Sebastián dedica este año una de sus retrospectivas– no es sinónimo de falta de realismo: ver si no las referencias a volcanes en erupción, falta de empleo y desatención por los ancianos.
La de Le Skylab no es, en cambio, una familia, sino un familión. Por esas casualidades, la película escrita y dirigida por Julie Delpy (actriz de Blanc y Antes del amanecer, entre otras) transcurre en el mismo año que Infancia clandestina, tiene por protagonista a un niño de 12 (una niña, en este caso) y se inspira en recuerdos infantiles de la conocida actriz y realizadora. La política no deja de filtrarse entre los entresijos de la historia, con alguna típica pelea en la mesa entre parientes progres y parientes fachos, y abundan los Renault 4, los anteojos demasiado grandes, las patillas y bigotes y algún niño más proclive a la costura que al fútbol. Todo esto, en un plan ruidoso, gritón y atropellado, como si se tratara de una versión francesa de Esperando la carroza. No faltan los momentos divertidos y el público la celebró a mandíbula batiente, pero la de Delpy es una de esas películas a las que se les nota demasiado el esfuerzo por gustar, seducir, hacer reír. Tanto que los espectadores de cuero más duro pueden resistirse a hacerlo, de puros contreras.
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