Sábado, 15 de septiembre de 2012 | Hoy
MUSICA › CONCIERTO DE LA VIOLINISTA HILARY HAHN EN EL TEATRO COLON
Más allá del magnetismo y de la altura musical de la interpretación de Hahn, se manifestó una integración altamente inusual entre la solista y la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires. Interpretaron obras de Prokofiev, Debussy y Beethoven.
Por Diego Fischerman
El extraordinario pianissimo de Claudio Barile en la flauta, su cambio de color en el momento en que entran otros instrumentos y la manera en que el motivo inicial del Preludio a la siesta de un fauno, de Claude Debussy, pasó al oboe de Néstor Garrote, fijó las coordenadas. El atractivo era la presencia como solista de la violinista Hilary Hahn pero, ya en el comienzo, la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires, dirigida por su titular, el mexicano Enrique Arturo Diemecke, planteó un protagonismo compartido que, además, se hizo evidente en un Concierto No. 1 de Sergei Prokofiev donde, más allá del indudable magnetismo y de la altura musical de la interpretación de Hahn, primó un espíritu casi camarístico, con una integración altamente inu-sual entre solista y orquesta.
Excelente en todas sus filas, concentrada, flexible en el fraseo y preciosista en planos y matices, la orquesta entregó una versión notable de la obra que Debussy compuso en 1894 a partir de un poema de Stéphane Mallarmé, donde brillaron también el concertino Pablo Saraví y el clarinetista Mariano Rey. Las mismas virtudes, con lucimiento especial del fagotista Gabriel La Rocca, el cornista Fernando Chappero y de Héctor Ramírez en la tuba, estuvieron presentes en el concierto de Prokofiev. El juego entre el lirismo y un cierto maquinismo, deudor del futurismo ruso pero, también, de la moda “méchanique” de la París de la década de 1910, fue llevado con gracia y complicidad por la Filarmónica, conducida con precisión por Diemecke. Y Hahn, con un sonido homogéneo y robusto, cristalina en los pasajes cantables, apabullante en los ostinatti, exquisita en los acentos y en la delineación de las frases, entró en ese juego casi como una más, construyendo una de las grandes versiones escuchadas en esta ciudad de una de las obras más importantes escritas en el siglo XX para violín y orquesta. La Giga y la Sarabande de la Partita No. 2 para violín solo de Johann Sebastian Bach, fantásticamente interpretadas, fueron los bises que coronaron la imponente ovación recibida por la violinista.
La segunda parte, con la Sinfonía No. 5 de Ludwig van Beethoven, funcionó, en algún sentido, como un anticlímax. No por la falta de valores de la obra, obviamente, sino porque se trata de esa clase de clásicos (una que sepamos todos, podría decirse) que las orquestas llevan de gira o presentan en ciclos especiales pero difícilmente incluyen en sus conciertos habituales de abono. Por un lado, también en este caso el rendimiento de la orquesta fue óptimo, con una notable fila de cellos en el planteo del tema y de su versión ornamentada en el segundo movimiento y en el fugato del scherzo y, aun cuando pueda juzgarse la lectura de Diemecke como excesivamente focalizada en los aspectos más exteriores de la obra, se trató de una muy buena interpretación. Pero, después de la lección de color de Debussy y del tour de force de Prokofiev, lo lógico era ir a más y no a menos. Una composición de un siglo antes, aun una composición genial, escrita para un organismo mucho más reducido y con un concepto de la orquestación sensiblemente más acotado, no podía jamás aportar la idea de relato y de crecimiento que un concierto debe tener. De hecho, se trató de un concierto partido en dos. Dado el excelente momento por el que está atravesando la Filarmónica, y a un nivel musical que nada tiene que envidiarle al de grandes orquestas del mundo, sería importante que se atendiera a cuestiones de programación que marcan con ello un llamativo contraste. La subestimación del público en que se incurre no condice, en todo caso, con la evidencia de la fidelidad y el interés de los concurrentes a los conciertos de la Filarmónica. Y, aunque parezca un detalle menor, sería hora de evitar esas absurdas enunciaciones cursis –esta vez era “El arco milagroso”– con las que, vaya a saberse por qué, aparece titulado cada concierto.
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