Lunes, 4 de mayo de 2015 | Hoy
MUSICA › OZZY OSBOURNE, JUDAS PRIEST Y MOTöRHEAD EN EL MONSTERS OF ROCK
En Ciudad del Rock, un predio que sufrió los embates de la lluvia previa, unas 35 mil personas disfrutaron del emblemático festival heavy. De las leyendas participantes –también tocaron bandas locales– se destacó el set ofrecido por Judas.
Por Mario Yannoulas
“¡Buenos Aires! ¿Qué les parece una más? ¿Qué canción quieren escuchar? ¡Más fuerte! ¿Cuál?” ¿Era Ozzy Osbourne? ¿Era Rob Halford? ¿Lemmy Kilmister? No, era el bueno de Scott Travis, baterista de Judas Priest, que desde el fondo del escenario fogoneaba el grito unánime de “¡Painkiller!”, esa piña en la boca que le cambió el sonido a cierto heavy metal. Había llegado la noche, el sábado Judas Priest empezó a cerrar su set arrollador, el mejor de todos, durante la séptima edición local del festival Monsters of Rock, que se llevó a cabo en el predio del ex Parque de la Ciudad, ahora bautizado “Ciudad del Rock”, en el barrio porteño de Villa Soldati, ante unas 35 mil personas.
Después de una década, el emblemático festival creado en Inglaterra hace 35 años por Paul Loasby regresó al país con una grilla por demás interesante, que completaban Ozzy Osbourne y Motörhead desde afuera, más los locales Malón, Carajo, Plan 4 y El Buen Salvaje, con la variante infantil de Heavysaurios. Aun con una entretenida programación, que empezó a desarrollarse a las 2 de la tarde y terminó pasadas las 10 de la noche, la atracción medular eran tres auténticas leyendas del heavy metal global, cuyos líderes, músicos icónicos y sobrevivientes en tantos aspectos, no pierden vigencia habiendo superado la barrera de los 60 años. El espíritu de la noche no tuvo entonces que ver ni con efectos especiales, pirotecnia, o arengas excedidas –tan sólo dos pantallas a los costados del escenario –, sino con la importancia de encontrar gente que se expresa a través de sus instrumentos, y así hace la diferencia. Lo que se puede analizar como un escaso esfuerzo de producción, puede también ser entendido como una declaración de principios.
Con la vara alta en cantidad y calidad, los tres números centrales pudieron ir desde lo correcto hasta lo muy bueno. Rob Halford sorprendía otra vez con sus espléndidos agudos en “Victim of Changes”, infaltable canción de gran arquitectura en la que, además del cantante, pudo destacarse el guitarrista treintañero Richie Faulkner, quien, con gestos y técnica, demostró cuántas ganas tiene de ocupar con dignidad el lugar del ahora díscolo K. K. Downing. Teniendo en cuenta que todos estos artistas habían visitado la Argentina por última vez en distintos momentos de 2011, a través de rockitos metaleros como “Electric Eye” y “Living after Midnight”, algo del material del reciente Reddemer of Souls (2014), y más tracks demoledores como “Metal Gods”, “Turbo Lover”, o “Hell Bent for Leather” –entrada de moto incluida–, Judas Priest fue quizá la única banda en superar la línea de su muy buena presentación anterior, en cancha de Racing.
Motörhead y Ozzy Osbourne también cumplieron. A diferencia de Judas, y a pesar de haber entregado un buen espectáculo, el trío liderado por Lemmy no pudo igualar a su entonces última y demoledora incursión porteña en el Luna Park. Se entiende que los problemas de salud que padeció el cantante y bajista en los últimos años –que lo obligaron a dejar su hábito preferido, el “whiskey” – son parte del cuadro, y por eso sus calzas, que antes dejaban ver dos piernas sólidas, hoy insinúan algo más parecido a dos patas de pájaro. Por eso se lo vio algo frágil al sex symbol de las verrugas gemelas, que así y todo cumplió con su parte –después de todo, un buen show de Motörhead no tiene secretos –, mientras Mikkey Dee le entraba a la batería como un animal en celo para un set efectivo, aunque de poca novedad, en el que no faltaron “Stay Clean”, “Metropolis”, “Going to Brazil”, “Ace of Spades” ni “Overkill”. La excepción fue la interpretación de “Do You Believe” y “Lost Woman Blues”, temas de su más reciente disco, el buen Aftershock, editado en 2013.
Por su lado, en conferencia de prensa, Ozzy no sólo había confirmado la continuidad de Black Sabbath, sino también que pensaba mantenerse sobre el carril de los “clásicos”. De hecho, ofreció un set bastante similar al de GEBA cuatro años atrás, con la diferencia de que entonces presentaba Scream, su último trabajo solista hasta el momento. Una vez transcurridas “Bark at The Moon”, “Mr. Crowley” y “I Don’t Know”, no sólo quedó claro que no había mentido, sino que la disciplina requerida para su regreso con Sabbath pudo haberlo ayudado a recuperar voz. La banda hace su parte, ayuda rebajando el tempo de las canciones –a veces hasta un punto letárgico –, que son siempre las mismas, y que hacen a un show amable pero prefabricado, donde adrenalina no es lo que abunda. La dosis extra de carácter la aportó Tommy Clufetos desde su banqueta –ya había estado muy bien en 2013 con Sabbath, en La Plata–, al no tocar la batería, sino sencillamente molerla a palos. Con “Shot in The Dark”, “Crazy Train” y “Paranoid”, y teniendo en cuenta quiénes fueron sus antecesores, quedó también expuesto que el espectáculo de Ozzy requiere algo más que un guitarrista de buena digitación como Gus G. Si bien probablemente no haya defraudado, el fiel público metalero argentino ya había visto algo equivalente, y habría merecido recibir algo más. De cualquier manera, el saldo general de la noche fue positivo.
La audiencia local también pudo recibir más por parte del predio, que mostró serios problemas en los accesos –muchos perdieron parte de lo que habían ido a ver –, y enormes espacios verdes desfigurados por la lluvia que había caído por la mañana. Muchos pasajes se volvieron casi intransitables, indignos para un evento cuyas entradas oscilaban entre los 600 y los 1600 pesos.
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