Viernes, 14 de noviembre de 2008 | Hoy
LITERATURA › NICOLAS BUENAVENTURA, UN CUENTERO COLOMBIANO EN BUENOS AIRES
Así define el artista, invitado al Festival Internacional de Literatura en Buenos Aires, los relatos que va narrando por el mundo y que presentará hoy en el Malba. “El cuento hace pensar en lo que uno está viviendo”, explica.
Por Silvina Friera
Alguien podría encontrarse repentinamente con el cuentero colombiano Nicolás Buenaventura de noche, cruzarse con él por alguna de esas calles o pasajes oscurísimos de esta ciudad, sin conocerlo, y jamás sentiría miedo. La calidez de su mirada conjura cualquier temor e invita a acercarse a él, antes de escucharlo hablar, antes de que su voz se apodere de la escena y transporte a los espectadores hacia otro tiempo y otro lugar. Es lo que hizo ayer en el Malba, con su espectáculo de narración oral; es lo que hará hoy a las 14.30, cuando participe del panel “En voz alta: lecturas, recitales, oralidad”, junto con la poeta brasileña Elisa Lucinda y Washington Cucurto, en el marco del primer Festival Internacional de Literatura en Buenos Aires (Filba). “Contar un cuento es como poner un pan en la mesa para que los demás se alimenten. Escuchar historias es una necesidad humana vital”, dice Buenaventura, también actor, guionista y director de cine, que vino a la Argentina por primera vez en 1987, con el grupo de Teatro Experimental de Cali, dirigido por su padre, el dramaturgo y director Enrique Buenaventura.
El cuentero colombiano, que actualmente reside en Francia, nació en Cali en 1962. Creció en una familia en donde la importancia de la palabra se transmitió en el ADN de varias generaciones. “Cuando nos reuníamos, nos peleábamos por decir cosas interesantes. Si no contabas, no existías, no tenías lugar en mi familia”, recuerda Buenaventura en la entrevista con PáginaI12. “Resulta que al frente de la casa donde yo vivía había una vieja que se quedaba hasta tarde viendo televisión. Y frente a su ventana, había un árbol. Yo me trepaba a ese árbol, no veía absolutamente nada, pero escuchaba. Y con esos mínimos elementos tenía cómo inventarme la serie que había visto y así no pasar como el idiota que no tenía televisión en la casa”, sigue.
A lo largo de los años que lleva contando historias por todos los continentes ha tenido grandes frustraciones. “Si no, no podría decirme cuentero, no lo merecería”, aclara Buenaventura. “En un pueblo de Madagascar, conté hora y cuarto y la gente no se movía. Conté quince minutos más, pero la gente no se iba. Volví a salir, conté media hora más y la gente aplaudió y no se movía. Le pedí al organizador que le dijera a la gente que ya había terminado. Sentí una frustración insoportable.” Aunque contó muchos cuentos en Francia, Buenaventura confiesa que perdió el placer de abrir su mochila y dejar escapar sus historias en ese país donde ahora vive. “Me fui sintiendo un poco el cuentero exótico latinoamericano y eso hacía que mis cuentos no pudieran llegar adonde yo buscaba. El cuento es un instrumento de pensamiento. Nos da ojos, oídos; el mundo sólo existe cuando es nombrado y para entender ese cuento del mundo hay que tener muchos cuentos en la cabeza”, subraya el cuentero.
–El cuento también puede ser visto, en algunos contextos, como una amenaza al ponerles nombre a las cosas.
–Un cuento no es contemporáneo porque suene el teléfono celular (risas). El cuento es contemporáneo porque a uno lo hace pensar en lo que está viviendo, porque lo relaciona con su vida. El hecho de que un cuento contado se plantee en otro tiempo y en otro espacio le permite mantener su carácter de peligroso, sin que sea oficialmente percibido, sin que sea explícito.
–Las historias que cuenta, ¿surgen de un texto escrito y después las cuenta o primero las narra y después las escribe?
–Todo viene de lo oral, pero para contarlas las escribo. Porque pertenezco a la cultura de lo escrito, porque escribir es muy importante en mi vida. Escribo y trabajo muchísimo los cuentos. Y aunque vengan de la tradición oral de la India, otros de Africa, de Europa o de las distintas regiones de Colombia, todos los cuentos que cuento son colombianos, en el sentido de que responden a una situación que tiene que ver con mi vida en el momento en que los escribí en ese país. Mis cuentos son colombianos como se puede pensar que una de las obras de teatro más colombianas que conocí es Esperando a Godot, de Beckett. Y es que mi país se ha pasado la vida esperando que llegue lo terrible. Lo terrible está pasando todos los días, pero no lo vemos porque estamos esperando lo terrible con mayúscula.
–¿Qué no puede contar?
–Los cuentos que no puedo contar son las películas que he filmado. Soy incapaz de contar La deuda o El encanto de las imposibilidades, y como no las puedo contar, las tuve que filmar. Pero tu pregunta es más amplia y me parece interesante. Muchas veces me piden cuentos de miedo, pero soy incapaz de producirle miedo a la gente (risas). Además, es muy difícil que alguien me produzca miedo con un cuento. Y como considero que el cuento es un instrumento de pensamiento, creo que hay una contradicción entre el miedo y el cuento. Porque el miedo impide pensar, el miedo obliga a reaccionar. Jamás contaría un cuento de Borges o de Cortázar, porque en la literatura escrita hay un ritmo de la página, de la lectura, del dedo pasando la página, del ojo recorriendo la línea, que es particular, único. El cuento contado no permite ese detenerse.
–¿Por qué se define como cuentero y no como narrador oral?
–La palabra cuentero ha sido muy maltratada en Colombia. Si el político engaña a la gente, el cuentero miente con la palabra. Cuando uno ejerce este oficio, te vas dando cuenta de que no hay dos palabras iguales, de que no es lo mismo decir narrador que cuentero. Narrador tiene cierta pretensión, además se dice “narrador oral escénico”, parece un título de nobleza (risas). La palabra justicia está empezando a desaparecer de nuestro diccionario. Hoy todo el mundo reemplazó la justicia por la seguridad. Si a duras penas se habla de la justicia, ya ni se habla de la injusticia social. Los sinónimos no existen; cada palabra tiene su peso, su color, su olor, su sabor, su música. En Colombia agarrar es mucho más violento que coger algo. Y tomar la usamos para beber. Es maravilloso que las palabras tengan un segundo sentido, pero en algunos contextos el segundo sentido cobró tanta importancia que eliminó al primero. El primer sentido de coger desapareció en la Argentina y el segundo tomó completamente la dimensión de la palabra. En el avión prendí el policía que está acá adentro (señala su cabeza) y acá no uso coger, sino agarrar, por las dudas (risas).
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