Mié 17.12.2008
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LITERATURA › GABRIEL BAÑEZ Y LA CISURA DE ROLANDO, PREMIO LETRA SUR

“Una idea es lo que la piedra pómez a un volcán”

En su obra sobre un hombre recuperado de la afasia, el escritor platense reflexiona sobre cómo la discapacidad empieza siempre por la mirada. “Habría que recordar que toda la ignorancia cabe en un solo globo ocular”, señala.

› Por Silvina Friera

A los once años a Rolando le detectaron una rara enfermedad. En pocos meses perdería el habla y con ello las habilidades fonéticas. A duras penas emitiría unos pocos sonidos guturales, muy finitos, como de chillidos de chimpancé. Esta mudez será capitalizada por el protagonista de La cisura de Rolando (El Ateneo), del escritor platense Gabriel Báñez, a través de la escritura. El chico prefiere tomar notas en su cuaderno antes que entregarse al idioma de las señas (ver textual). Al colegio fue hasta cuarto grado, pero después de perder la voz –dejar de hablar fue una ventaja porque entre sus amigos del barrio pasó a ser diferente y hasta más importante incluso–, lo llevaron a una escuela diferenciada. “Eramos retrasados con aspecto normal”, dice el personaje-narrador en la primera parte de esta novela, ganadora del Premio Internacional de Novela Letra Sur. Las anotaciones de Rolando pronto revelan que la discapacidad empieza por la mirada. Su familia dista de ser un modelo de “normalidad”. Cada tanto la madre le pegaba al padre, pero para encarrilarlo según decía, porque era un “desequilibrado y putañero”. El padre, que se ganaba la vida aplicando inyecciones en el barrio y a la tarde trabajaba en el Patronato del Leproso, dejó inconclusas algunas obras de teatro porque a último momento siempre advertía que se las habían plagiado. A pesar de la sesión de espiritismo, la terapia, la taquigrafía y el código Morse, Rolando no lograba decir ni mu. En la segunda parte de la novela, el protagonista, ya superada su afasia transitoria, ahora con cuarenta años, hace terapia por primera vez en su vida con un desopilante analista lacaniano.

“Son los demás quienes ven discapacidad en los discapacitados, pero todos sin excepción somos genuinos discapacitados, sea emocionales, físicos, sociales, y así. Hasta discapacitados culturales hay”, dice Báñez en la entrevista con Página/12. “El prejuicio empieza por la mirada. Ahora que estamos globalizados, habría que recordar que toda la ignorancia cabe en un globo ocular”, ironiza el escritor.

–¿Por qué cree que, como lo hace Rolando, se necesita afirmar la existencia de las palabras a través del diccionario? ¿A qué atribuye que, en cierto modo, el diccionario opere como una Biblia?

–Se trata de una experiencia muy personal: los diccionarios fueron durante buena parte de mi infancia el único modo de comunicación con esa verdad relativa llamada “el afuera”. Vivíamos con mis padres en una muy modesta casa alquilada del barrio de La Loma, en La Plata, y ellos salían a trabajar muy temprano. A fines de los años cincuenta, comienzos de los sesenta. Mi padre se disociaba en varios trabajos, mi madre poco menos. Barrio obrero y humilde en ese entonces, nadie a mi cargo. La solución final fue simple: me encerraban durante horas en un comedor bajo llave con libros. De esa época amable de clausura recuerdo uno en particular: un diccionario con dibujos. Otro: un diccionario que albergaba montones de palabras y, al final de todas ellas, una palabra separada por sílabas que repetía el significado de todas las anteriores y su acústica. Esos libros me contaban el mundo. Aunque se trataba de palabras mudas, para mí tenían un sentido profundo. Yo las pensaba en voz alta. ¿Qué me daba esa “Biblia” o esas “biblias”, como muy bien decís? Seguridad. Las palabras, el lenguaje, fueron siempre eso: certidumbre. Luego, cuando se abría la puerta con llave, yo salía del bunker bastante más confiado. Con más palabras en la sangre, quiero decir.

–No sé a qué edad empezó a escribir, pero ¿qué ventajas le proporcionó diferenciarse a través de la escritura?

–No recuerdo a qué edad empecé, pero escribir nunca me proporcionó demasiadas ventajas. Nunca, tampoco, sentí que me diferenciara. La escritura para mí fue una manera de hablar en silencio. Una más de tantas. Hablaba poco, casi nada, y vincularme me resultaba bastante difícil. La escritura en todo caso resultó una conexión con esa reticente voz propia. ¿Fobias? No sé. A lo mejor se trataba estrictamente de taras, que técnicamente como vocablo dice más que fobias. Luego, como para apuntalar mi parquedad, estaba el hecho de los acúfenos. Para mí una voz esdrújula que me imponía no hablar demasiado, ya que todo lo que dijera lo escuchaba como con retorno, levemente atrasado. Ese es otro rasgo que hace a mi inteligencia lenta, retardada. Una voz, la mía, se acoplaba cada vez que pronunciaba algo. Es, creo, una cuestión que la medicina tendrá que explicar algún día: la disociación auditiva. Jamás escuché voces extrañas. Pero sí la mía como que venía del otro lado del Atlántico, en eco. Una falla en el viejo cable coaxil (risas).

–Uno de los personajes, Behrenz, dice que “los grandes inventos nacen de ideas locas”. ¿Cuál de sus novelas surgió de una idea loca y cómo hizo para plasmar en la escritura la potencia original que tenía esa idea?

–Creo que ninguna. A lo mejor la expresión del personaje es errónea y debería haber dicho “los grandes inventos nacen de los errores”. Las ideas nunca me parecieron muy proteicas, en todo caso son algo así como conceptos terminales, inamovibles. O ideales a los que hay que acceder, como ese medio cielo platónico. No son perfectibles, me parece, sino fósiles a los que por peso histórico se ha terminado por convalidar. Una idea es lo que la piedra pómez a un volcán. Ya fue, se enfrió y solidificó. En cambio los errores, las fallas con respecto a la norma, sí son perfectibles. Por eso me repito escritura, antes que literatura. Es una voz orgánica, tumultuosa, anárquica. Por esas fisuras respira el lenguaje, en esas suturas –siempre fallidas, imperfectas– está la presunta potencia de lo que se escribe. En mi caso, creo que las novelas asoman a consecuencia de seguir esa voz que dice por acá está la cicatriz, el equívoco. Uno sigue las migas de su propia tara y termina por encontrar su propia voz. Cuestión de pertenencia. Aunque no nos guste, como escucharnos en grabación. A todos nos pasa. En todo caso, tiendo a moverme por pensamientos argumentales, antes que por ideas.

–En la primera parte de la novela aparecen palabras y expresiones de una belleza añeja, como tirifilo, piojo resucitado, carnero degollado, mosquita muerta, zaparrastroso, engañapichanga. ¿Es un homenaje a su patrimonio lingüístico familiar, a lo que escuchó en su infancia platense a fines de los ’50 principios de los ’60?

–Es cierto. Y qué bueno que le descubras belleza añeja. Pertenecen al bastión idiomático personal, sí. Es un homenaje, como decís, y es también el reservorio lingüístico personal. Cada vez que mi abuela me decía “zaparrastroso” o “sarnoso”, yo sentía su caricia. Cada vez que mi padre pronunciaba tirifilo, yo percibía una categoría moral en marcha y su sanción. “Nada peor que un piojo resucitado”, repetía. Yo nunca había conocido uno, hasta que llegó la época de las liendres. Los noventa fueron una época de liendres resucitadas. Pero no la única (risas). ¿Y ésta no lo sigue siendo? Empiojados, creo, hemos estado siempre, en mayor o menor medida.

–Rolando dice que “escribir es ir lento con lo que uno piensa”. ¿Cuán lento es usted en la escritura? ¿Con los años fue adquiriendo velocidad o, por el contrario, se fue volviendo más meticuloso y cauteloso?

–Lentitud es uno de los conceptos que más ha padecido las mudanzas históricas, lentitud aparece hoy como un demérito ante las urgencias de este tiempo. Nadie quiere ser lento, en rigor, hay ensayos persuasivos sobre el tema. Como sea, desmintiéndolos, no creo que el tema de la lentitud tenga suficiente peso. Creo que el gran tema de la modernidad es la espera. Todos estamos siempre a la espera. Mi escritura no es lenta, pero sí es defectuosa. Y vuelvo, y corrijo error sobre error. Y me quedo con el último. La escritura es ese borrador chingado. Por supuesto, si uno no se acopla al error y no asume ciertos riesgos, ¿para qué escribir? No se anotan certezas, se inscriben dudas. Nunca fui cauteloso, pero sí meticuloso para ver por dónde asomaba la grieta, la falla. Por eso creo más en el lenguaje “fallido” (Lamborghini) que en la cautela de la expresión pura, inobjetable. Hay un lenguaje “roto” que es el que más me interesa. Lo peor es hacer buena letra.

–¿Cómo explica que los argentinos, sobre todo los porteños, recurran tanto a la terapia como si fuera “la única esperanza de salvación”?

–En estos últimos años han existido muchos intentos por desacreditar los procesos terapéuticos surgidos de la palabra, del lenguaje, sobre todo desde el área de las neurociencias. Pero una cosa no invalida la otra. En nuestro país las doctrinas psicoanalíticas y el psicoanálisis formal han tenido enorme predicamento, por lo que el lenguaje tiene un enorme peso cultural, imposible desacreditarlo así nomás. ¿Por qué? No sé. Somos lenguaje, y nuestras formas de expresión oral son marcadamente mestizas, inmigratorias, lo que da vitalidad. Sano cocoliche contaminado. Creo en la palabra, en el lenguaje, ¿por qué no habría de creer en lo que se pronuncia en una terapia? Es un modo de salvación, sí, si es que la salvación existe. En lo referente a los ataques conductuales, hay que decir que la mayoría de esos intentos son una versión en miligramos de una represión mayor, medicamentosa, consistente en atenuar síntomas o en enmascararlos. Hay laboratorios por detrás y no creo que todo sea química. Una tabla de elementos no me explica el mundo. Con relación a lo de los porteños: a lo mejor ya es hora de acreditarlos, en éste como en otros terrenos. Años atrás, conversando con ese enorme maestro mudo que es Menchi Sábat, coincidíamos en los valores de los porteños, valores profundos, enaltecedores. Los insufribles son los “aporteñados”, por regla casi general del interior y con muchos años en la Capital.

–¿Usted se analizó, como el protagonista de su novela, con un lacaniano?

–Sí, me analicé. Fue una experiencia central, y fue con un lacaniano, a él está dedicada la segunda parte de La cisura de Rolando. Es un homenaje. Iba, me sentaba y hablaba. El carraspeaba, a veces anotaba. Yo volvía, hablaba y lo mismo. Muchos meses así. Era como hablarle a una pared. Una tarde me puse a imaginar que estaba ante el Muro de los Lamentos, en Jerusalén, y pude resolver en parte la cuestión. Cuestión de fe. Las intervenciones silenciosas de esa persona tuvieron para mí un enorme peso existencial, aún puedo oírlas. Pero el significado profundo estaba en los cortes, en su radicalidad. También en lo que yo escribía sin mover los dedos.

–Rolando cuenta que Thomas Pynchon es su escritor favorito porque nunca se había hecho notar, porque se escondió para hacer su entropía personal. ¿Haber ganado el Premio Letra Sur le impide ahora esconderse o tiene sus estrategias para ocultarse?

–Hay que ver que un premio es una carambola, un error con relación a otros participantes. Uno es lo que es y nada más. A los cincuenta y siete años y después de muchas novelas pifiadas algunos advierten que soy un escritor de culto. Sí –me digo, sin menospreciar el determinativo, al contrario–, soy de culto. De culto umbanda (risas). En mi caso, las únicas estrategias válidas para ocultarme siguen estando en la escritura. Seguir escribiendo, pasar desapercibido por la íntima acción de la propia escritura, travestir algunas taras personales y nada más. Pero acá hago una marca: con placer. La escritura es placer. No creo en esos sufridores ejemplares que imaginan tener una misión para con el resto de los mortales y encarnan dolorosamente la misión de escribir. Me parecen –para usar una palabra sensata y en adecuada simetría– abominables. Ego puro, elevado al cuadrado.

–El psicoanalista se define como lacaniano peronista porque Perón fue “el único que atacó sin asco las bases del rizoma capitalista”. ¿Por qué se le ocurrió asociar a Lacan y Perón?

–Es algo así como un oxímoron, una ironía. Porque una cosa de completa congruencia es ser lacaniano y peronista. Pero otra muy diferente es ser lacaniano peronista, como si del árbol Lacan pudiéramos desprender una rama peronista y establecer unidades básicas lingüísticas para el uso del performativo.

–Hay algo en el tono de su ironía, quizás un acorde resignado a pesar de la desesperación, que potencia los sentidos del texto. ¿Cómo llegó a ese tono?

–Ni idea, por esa misma desesperación quizás. O por un hábito de angustia que intento llevar con cierto humor. Pero al yo no hay que creerle demasiado, es mitómano y mentiroso (risas).

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