Lunes, 18 de mayo de 2009 | Hoy
LITERATURA › ENTREVISTA AL ESCRITOR MEXICANO FABIO MORáBITO
El autor de La lenta furia y Emilio, los chistes y la muerte explica de qué modo su perpetuo sentimiento de desarraigo se tradujo en una amplitud de visión. “Cuando empezás de cero, cualquiera puede ser el maestro, y es probable que un niño lo sea más que un adulto”, dice.
Por Silvina Friera
¡Qué fortuna para los lectores que Fabio Morábito se haya subido al tren del español un minuto antes de que partiera y lo dejara para siempre en el andén! El vértigo que provoca esa imagen de alguien que llega justo a un viaje, que en el escritor se traduce en un perpetuo sentimiento de desarraigo, pero también en una amplitud de visión, con el tiempo a favor y la ley de las compensaciones mediante, podría explicar en parte esa aceleración de los sentidos que producen los nueve cuentos de La lenta furia (Eterna Cadencia) y su primera novela Emilio, los chistes y la muerte (Anagrama), en verdad un cuento largo que se ramificó en 166 páginas y desembocó en una nouvelle erótica (ver aparte). El lector que se encuentra con estos dos libros, que por esas casualidades del destino editorial se acaban de publicar simultáneamente, se sube al tren de Morábito. Y no quiere ni puede bajarse. Aunque no se mueva de la silla o de la cama, el desplazamiento obliga a recuperar la mirada asombrada del niño para poder captar ese cúmulo de situaciones extrañas y anómalas que el escritor despliega, como quien estira un mantel sobre una mesa familiar intuyendo que lo arrugarán los comensales. Silvina Ocampo (con el epígrafe “ninguna cosa es más importante que otra”) en los cuentos y Eugenio Montale (“mis muertos a los que rezo para que recen por mí, para mis vivos...”) en la novela ofician de acompañantes de este viaje, que se prolongará en breve, durante el segundo semestre del año, cuando se publiquen los relatos de Grieta de fatiga (Eterna Cadencia).
Narrador, poeta y traductor, aunque nació en Alejandría (Egipto) en 1955, Morábito vivió parte de su infancia y adolescencia en Milán (Italia), y a los quince años se instaló con su familia en México. “Al principio me influyó mucho Cortázar, sobre todo por esa elocuencia suya acomedida y estrafalaria, algo autista, que le permite tantos recovecos estupendos”, cuenta el escritor en la entrevista con Página/12. “Borges siempre me fue ajeno. Calvino es un maestro de la cordialidad. Rulfo, del tono sostenido. Escribió toda su obra con sólo dos o tres notas del piano.” En poesía, antes que nadie, lo influyeron los italianos, especialmente Saba y Montale, de quien publicó la poesía completa en 2006.
–En el final de uno de sus poemas, “In limine”, el yo lírico dice: “jadeo mi abecedario/ variado y solitario/ y encuentro al fin mi lengua/ desértica de nómada,/ mi suelo verdadero”. ¿Cuándo sintió que encontró su lengua en el castellano? ¿Se dio dentro de la poesía o de la narrativa? Al leer “La lenta furia” uno siente que está frente a un cuentista que se mueve como pez por las aguas del cuento.
–Le agradezco, va por su cuenta y riesgo (risas). Llegué a México, proveniente de Italia, a los quince años, y tengo la sensación de que llegué a subirme al tren del español un minuto antes de que partiera y me dejara para siempre en el andén. Pero no todo es jauja. A veces, y debo decir cada vez más a menudo, siento que no sé escribir y me asaltan dudas acerca del uso del idioma que antes no tenía. Me pregunto si eso se debe a mi condición bilingüe o simplemente al hecho de que soy escritor. En mi opinión, escritor es aquel que no sabe redactar, y por eso escribe, para vencer su torpeza de redacción, que se debe fundamentalmente a su incapacidad de comunicarse por escrito sin mayores complicaciones, que es lo que hace la mayoría de las personas que toman una pluma en la mano.
–En Los Vetriccioli, se lee que la vida de esa familia de traductores transcurría “entre breves párrafos y frases truncas”. ¿De qué modo se conectan, en su caso, la traducción y la escritura? ¿Traducir y escribir es para usted moverse entre “frases truncas”?
–Mis primeros intentos de escribir en español, cuando tenía dieciocho años, se dieron en el terreno de la traducción. Comencé a traducir a los poetas italianos del siglo XX: Ungaretti y Pavese, principalmente, luego Saba, Penna y Montale. Había abandonado la carrera de sociología y me encontré sin saber qué hacer. Comencé a traducir por hacer algo, y al principio fue duro. A través de la traducción me separé definitivamente de mi lengua materna, el italiano, utilizándola ya no como lengua de llegada, sino de partida para llegar a otra lengua, que es la adoptiva o aprendida. A la traducción le debo el haberme hecho escritor. Quizás ella plasmó mi estilo de frases breves, de pensamientos casi truncos, pues el traductor, obligado a cotejar cada frase que escribe con el original, procede con una cadencia entrecortada, como quien tantea el terreno.
–Uno de los cuentos más impactantes es “La perra” por el modo sutil en que se desplaza el sentido, hacia el final, sobre quién es la auténtica “perra” del relato. ¿Se podría decir que es una intervención literaria en el ámbito social latinoamericano ante los persistentes prejuicios de las clases medias contra las empleadas domésticas?
–No creo que me haya animado ningún sentimiento de redención proletaria al escribir ese cuento. Lo que me parece más importante en él es el aspecto teatral que conlleva siempre el sexo, al menos cuando se hace con cierto gozo y abandono. El hombre y la mujer de la pareja se excitan con la idea de que la nueva sirvienta de turno les va a robar todo lo que pueda, incluso se mienten entre ellos para que esa ficción crezca hasta enardecerlos. La palabra “perra”, pronunciada de cierta manera, desata su lujuria, y lo que menos importa es la persona real a la que se le asigna. El único referente realista del cuento es que en México las “gatas”, o sea las sirvientas, que por lo general tienen una instrucción bajísima, siempre son vistas como potenciales ladronas por sus patrones.
–El tedio y la crueldad se refuerzan mutuamente en algunos relatos como “El tapir” o “Las madres”. ¿Por qué le interesa trabajar con estas temáticas?
–Más que la crueldad, encuentro el tedio como un resorte muy fecundo para inventar historias. El tedio y la soledad. Todos mis personajes son solitarios, pero casi nunca crueles. Tengo dificultad para entender la crueldad. Ahí está uno de mis límites de escritor.
–Llama la atención que en sus cuentos haya muchos diálogos. ¿Será que en nuestras sociedades los diálogos transcurren entre “frases truncas”?
–Es así. Creo que en nuestra sociedad, la conversación, entendida como un equilibrado intercambio de opiniones, ha dejado de existir. Ahora hablamos rodeados de ruido, con guiños y frases truncas que no redondean la idea, con respuestas que no contestan las preguntas o con preguntas que no obtienen respuestas. Pareciera que la comunicación se ha vuelto imposible, pero, aun en medio de tantas interferencias, los seres humanos nos seguimos comunicando. Los diálogos en mis historias suelen reflejar esta decadencia de la conversación. Con ellos no sólo intento transmitir una información concentrada, útil para la trama, sino que creo un perfil de los personajes y del mundo en que viven. No tanto un perfil psicológico, sino un perfil verbal y, si se me permite decirlo, metafísico.
–¿Le resulta un desafío escribir cuentos con diálogos?
–Ningún desafío, es de las pocas cosas que no me cuestan trabajo. Creo que debería haberme dedicado al teatro, pero seguramente en el teatro, donde todo es diálogo, mis parlamentos se volverían convencionales. Rinden mejores frutos en la narrativa. Lo mismo le pasaba a Jorge Ibargüengoitia, uno de los grandes escritores mexicanos del siglo XX. Se le daban los diálogos y empezó a escribir teatro, luego se dio cuenta de que le salían mucho mejor las novelas, donde sus diálogos brillaban espléndidamente.
–En un artículo usted recordaba que Calvino decía que el libro más auténtico de un autor es el primero, aunque no sea su mejor libro, pero es el que lo refleja más profundamente. ¿Cómo fueron esos primeros cuentos que escribió y qué fue ganando gracias al oficio?
–Tardé muchos años antes de escribir un cuento que me satisficiera y estuve a punto de tirar la toalla varias veces, también porque mucha gente me identificaba, y sigue identificándome, como un poeta. Lo que me salvó fue la ligereza. Empecé a escribir con menos afanes explicativos, apelando al absurdo de la vida, y eso me ahorró una gran cantidad de arquitectura inútil en mis historias. Estas empezaron a salir en un período de seis meses, después de años y años de atascamiento. Fue maravilloso. No hay que tirar nunca la toalla, ahí va mi sabio consejo a aquellos que empiezan a escribir. Eso de la ligereza es un aprendizaje infinito.
–En el relato “El huidor” parecería haber una metonimia entre ese personaje por el que todas las mujeres suspiraban para que recobrara la libertad y el escritor. ¿Usted es de los escritores “huidores” en un momento donde el escritor, a través de los festivales y congresos, está más expuesto que nunca?
–El que conteste esta entrevista demuestra que no soy un huidor, como sí me gustaría serlo, si tuviera más carácter. Pero es mi sueño (risas). Además soy Piscis, signo escurridizo, si los hay.
–Como el narrador de “Mi padre”, ¿usted fue quien iluminó y educó a su padre?
–Mis dos padres nacieron en Alejandría como yo. Soy la segunda y última generación de un flujo migratorio europeo que se trasladó al norte de Africa por distintas razones. Cuando Nasser nacionalizó el Canal, comenzó una política de hostilidad hacia los europeos, que formaban una próspera y variopinta colonia. Había de todo: ingleses, franceses, italianos, griegos, turcos, etc. La lingua franca era el francés. En esa lengua pronuncié mis primeras palabras. El reflujo general de regreso a las respectivas patrias fue a veces no sólo con hostilidad sino con violencia. Mi padre y mi madre regresaron a Italia, cuya nacionalidad nunca habían abandonado, en calidad de prófugos. Hubo que recomenzar de cero. Eso de recomenzar de cero es una de mis obsesiones. Le puse a uno de mis libros ese epígrafe: “Empezar de cero”. Tal vez por eso pude escribir un cuento como “Mi padre”, que creo que es uno de mis mejores cuentos. Cuando hay que empezar de cero, cualquiera puede ser el maestro, y es probable que un niño lo sea más que un adulto, y que el hijo enseñe al padre en lugar de lo contrario.
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