Lunes, 18 de mayo de 2009 | Hoy
LITERATURA
La idea original de Fabio Morábito era escribir un cuento para niños, pero Emilio, los chistes y la muerte, por la extensión y no tanto por la concentración, se le fue por las ramas de la novela. Después de la separación de sus padres, Emilio, un niño de doce años con una memoria “por arriba del promedio”, se muda con su madre a una nueva casa. Casi todas las tardes va al cementerio con su detector de chistes, una vara de metal que tiene un foco en un extremo, para buscar su nombre entre los nichos. Una de esas tardes conoce a Eurídice, una masajista de cuarenta años y tobillos carnosos, que perdió hace seis meses a su único hijo, un “demonio” que tenía la misma edad que Emilio. Ella se ahoga en su dolor; él transita hacia ese territorio inestable y repleto de signos de interrogación que es la adolescencia. Los dos son seres solitarios que hablan, se tocan (al principio un tobillo, una pierna, como si lo fúnebre, lo mortuorio, encendiera en ambos la llama del deseo), se abrazan y se hacen compañía a la vista de los empleados del cementerio: Adolfo, un joven de veinticinco años encargado de colocar las flores en los nichos; el “Poli”, cuyo nombre es Apolinar, que lo reemplaza a Adolfo cuando es despedido por “rejuvenecer” a los muertos y cambiar las fechas de varios nichos, porque si el muerto no es bastante reciente, “no despierta interés”; Regino, el hijo de Poli; Severino, el albañil, y el inquietante monaguillo con cara de niña.
Novela erótica que sobrevuela a dos puntas la ambigüedad que existe entre la infancia y el deseo, y el trauma de una mujer que lo ha perdido todo y le permite a un niño verla orinar o besarle los pechos, la prosa despojadísima de Morábito pone el énfasis más en lo físico y lo gestual –pero sin que esa “didascalia” aparezca como un artificio– que en lo que dicen o hacen los personajes. Es como si ese “empezar de cero” que tanto obsesiona al escritor surgiera en los cuerpos de Emilio y de Eurídice más que en sus palabras. El final de la novela, que transcurre en el Día de los Muertos, es un guiño a Tom Sawyer en la gruta de Joe el Indio. Emilio, a salvo del peligro, de la negrura que deja atrás, avanza por el túnel con el júbilo de haber cruzado la grieta. Como lo planteó Sergio Pitol, en el subsuelo de las narraciones de Morábito “se encuentra una lava ardiente, un nudo de interrogaciones e hipótesis cercanas a una metafísica”.
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