LITERATURA › ADIóS A JOSé SARAMAGO, LEYENDA DE LAS LETRAS
Nació pobre y se formó como cerrajero, pero el joven Saramago intuía que su espíritu sólo se saciaría con algo más, esa formidable obra que significó premios, admiración y sinsabores.
› Por Silvina Friera
El Quijote portugués, un “comunista libertario” que fue el único Premio Nobel de Literatura en esa lengua, decía que morir no es ningún acto heroico, sino una cosa de lo más corriente. No había rabia ni dramatismo en ese pensamiento. De un tiempo a esta parte, presentía que no iba a vivir mucho más. Sabía que si la vida es como una vela que va ardiendo, él tenía la certeza íntima de que estaba cerca de ese momento en que lanzaría una llama más fuerte antes de extinguirse. La enfermedad, una leucemia crónica, minaba su salud. Aunque el jueves había pasado una noche tranquila –la trampa que tiende la muerte cuando suelta el corset y proporciona una dosis de alivio–, el viernes después de desayunar comenzó a sentirse mal. José Saramago, uno de los grandes novelistas del siglo XX, murió ayer al mediodía, a los 87 años, en su residencia de la localidad de Tías (Lanzarote), “como consecuencia de un fallo multiorgánico”, según informó el sitio de su Fundación. Que la muerte sea una cosa de lo más corriente no vacuna contra el dolor. En Las pequeñas memorias, Saramago recordaba que cuando su abuelo analfabeto tuvo la corazonada de que ya no habría más futuro fue hasta el huerto de su casa y se despidió de sus árboles, abrazando en esa ceremonia del adiós cada uno de los troncos. Su nieto, tantos años después, se despidió de una forma “serena y plácida” de su familia.
Saramago nació el 16 de noviembre de 1922 en la pobre y rústica aldea portuguesa de Azinhaga (palabra que significa “calle estrecha”), situada a cien kilómetros de Lisboa y en las cercanías del río Tajo. En esa cuna geográfica, con su frontera de agua y de verdes, con sus casas bajas rodeadas del gris plateado de los olivares, se completó la gestación de un niño melancólico, un adolescente desmadejado, tan lleno de dudas como de certezas, contemplativo y frecuentemente triste. José de Souza se hizo más conocido por un error que selló su suerte. El funcionario encargado de registrar sus datos se equivocó y en vez de anotarlo como Souza le estampó el Saramago, el nombre de una planta que crece como yuyo por esas tierras. Aunque a los dos años emigró a Lisboa, nunca rompió sus lazos con el lugar de su nacimiento. Siempre se dejó llevar por el niño que había sido. Si la infancia es uno de los principales patrimonios de un escritor, el autor de Ensayo sobre la ceguera advertía que sin la madera de esa infancia no hubiera sido el que fue. La pobreza de esa familia de campesinos analfabetos, sin tierra ni recursos económicos, abortó la posibilidad de que ese niño enjuto y brillante estudiante terminara sus estudios secundarios. Saramago tuvo que ayudar a la familia y trabajó en una herrería mecánica, donde se formaría como cerrajero, oficio que ejerció durante dos años.
Ese joven que abría literalmente puertas intuía que él también podría abrir la “gran puerta” de su vida. No importaba que fuera más tarde que temprano. Su mayor ilusión era ser escritor. El germen de su destino comenzó en la biblioteca pública, donde el adolescente se lanzaba a la aventura de leer. De día trabajaba, de noche devoraba libros, todos los que podía. Contaba que su familia de espíritu, los escritores que lo marcaron definitivamente, fueron Gogol (“que se reía de todo pero con tristeza”), Montaigne (“que debería ser de lectura obligatoria para todo aquel que pretenda escribir bien”), Cervantes y, sobre todo, Kafka, “ese hombre tan curioso que desde su mediocre cotidianidad de funcionario de Banco produjo una obra de valor incalculable”. Tenía 17 años cuando leyó una frase de esas que nunca se olvidan: “Sabio es el que se contenta con el espectáculo del mundo”. Muchos años después, en 1984, seguía buscando las razones de la magnitud de ese impacto. “Escribiendo El año de la muerte de Ricardo Reis, fruto de la fascinación y el rechazo que esa frase me provocaba, descubrí que yo escribía para responderle a su autor: ‘La sabiduría no podrá ser jamás contentarse con el espectáculo del mundo’. La sabiduría está relacionada con lo opuesto: con atreverse al inconformismo, a la formulación de las preguntas definitivas, a la búsqueda profunda de razones”, recordaba Saramago.
En 1947 dio el primer paso en ese camino incierto de la escritura y publicó su primera novela, Tierra de pecado, mientras alternaba trabajos como mecánico, editor y periodista de Diario de Noticias, en Lisboa. Por esos años se fue encendiendo una chispa que sería central en su horizonte vital. La llama de la conciencia política fue aumentando poco a poco hasta que lo impulsó, definitivamente, a afiliarse al Partido Comunista Portugués en 1969 y a participar en la Revolución de los Claveles del 25 de abril de 1974, que puso fin a la dictadura de Salazar. La literatura era como la promesa de un canto futuro que brillaba en la lejanía. Casi veinte años de silencio no es nada, se podría decir parafraseando la letra del tango; tal vez en esos tiempos era válido estar dos décadas sin publicar porque, como afirmó en muchas ocasiones en que recapitulaba ese hiato, no tenía “nada que decir”. La poesía fue la ruta principal que tomó para regresar al centro de esa ilusión que no dejaba de titilar. Entre 1966 y 1975 salieron Poemas posibles, Probablemente alegría y El año de 1993. Calibraría su ego años después, en 2005, cuando se publicó su Poesía completa y aseguró que nunca fue “un poeta genial” ni “un gran poeta”. Tan sólo se consideraba “un buen poeta”. Curiosamente, en los últimos años, el escritor, consciente de la edad, proclamaba que tenía “algo para decir” y no dejaba pasar demasiado tiempo entre novela y novela, como si hubiera una revancha interior contra ese retiro de 19 años.
Así como la precocidad cotiza en la Bolsa literaria, a veces como si fuera un valor autónomo de las circunstancias vitales –es difícil la precocidad cuando lo que abunda es el humus de la pobreza–, la leyenda de Saramago se agigantó por haber sido un escritor de publicación tardía, un Quijote portugués que lucharía contra unos cuantos molinos de viento. En 1977 se editó la novela Manual de pintura y caligrafía, a la que siguieron el libro de cuentos Casi un objeto (1978) y la obra teatral La noche (1979). En estos libros previos al gran reconocimiento están sentadas las bases del mundo que iría construyendo. Esa señora tan esquiva, la fama, lo visitó a partir de Memorial del convento, novela situada en el siglo XVIII que ganó el Premio del Pen Club Portugués, el mismo galardón que volvió a ganar en 1984 con La muerte de Ricardo Reis. Tenía 60 años cuando alcanzó el Olimpo de la celebridad literaria, al que ingresan pocos.
Desde entonces, la fama lo acompañó siempre, a veces tanto que ese hombre de la triste figura, altísimo y delgado como un junco, parecía duplicarse para estar en tantas partes que cualquier otro mortal no resistiría, salvo que apelara a algún truco o intentara clonarse. Esa fama se disparó, se le fue por completo de las manos y lo hirió, cuando en 1991 publicó El Evangelio según Jesucristo. La iglesia lo acusó de “hereje”, el Vaticano no dejó de insultarlo en todas las lenguas posibles. La novela fue objeto de un polémico veto, un año después, cuando se retiró de la lista de candidatas al Premio Literario Europeo. El escritor se había animado a humanizar la figura de Jesús, que perdía la virginidad con María Magdalena y era un títere de Dios para multiplicar y expandir su dominación mundial. Y ardió Troya. El gobierno portugués se sumó a la campaña contra el autor; el libro se prohibió. La censura indignó tanto a Saramago que decidió autoexiliarse en Lanzarote, donde residió hasta su muerte, junto con su esposa, la traductora de sus libros, Pilar del Río. “Para defenderme de los que me llamaron hereje, no tengo más que decir que la palabra ‘herejía’, etimológicamente, quiere decir ‘el que elige otra cosa’, y que todos deberíamos tener ese derecho. Aunque las religiones nunca fueron contemplativas con los que piensan distinto ni han servido nunca para acercar a los hombres los unos a los otros”, reflexionaba tiempo después del escándalo.
1995 fue muy especial. Saramago obtuvo del Premio Camoens al conjunto de su obra y publicó Ensayo sobre la ceguera, primera entrega de su trilogía sobre la identidad del individuo, que continuó con Todos los nombres (1998) y cerró con Ensayo sobre la lucidez (2004), donde plantea la importancia del voto en blanco a la hora de expresar la disconformidad con el poder político. Sin sacar el pie del plato de la izquierda, el escritor fustigó a los partidos de izquierda que, cuando dicen que “se acercan al centro”, en realidad “lo que hacen es acercarse a la derecha”. Alertaba que al mundo “lo dirigen organismos que no son democráticos, como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial o la Organización Mundial de Comercio”. En su país, en España o en sus visitas a la Argentina, invitaba a los ciudadanos a “perder la paciencia” y a hacer algo para intentar cambiar la situación. “Es hora de aullar, porque si nos dejamos llevar por los poderes que nos gobiernan y no hacemos nada por contrarrestarlos, se puede decir que nos merecemos lo que tenemos”, planteaba. Tres años después, en 1998, recibiría el Nobel por haber creado una obra en la que “mediante parábolas sustentadas con imaginación, compasión e ironía, nos permite continuamente captar una realidad fugitiva”. La vida se fuga, es la principal fugitiva. Las ideas, también. Un día se le acabarían. Eso creía y decía. El miedo a que ese agotamiento llegara sin dar señales previas lo conjuraba escribiendo en una carrera contra reloj de la que fueron surgiendo La caverna (2000), El hombre duplicado (2002), Las intermitencias de la muerte (2005), Las pequeñas memorias (2006) y El viaje del elefante (2008). Esa necesidad imperiosa de luchar contra el tiempo se materializó también, en septiembre de 2008, en su blog titulado El cuaderno, “un espacio personal en la página infinita de Internet”, según comentaba el escritor que supo ser una antena ambulante que “capta lo que está en el presente”.
La obsesión de escribir de Dios se prolongaría con su última novela, Caín (2009), una figura bíblica que también humanizó Saramago, a pesar de que el fratricida de Abel goza de muy mala prensa. Quién podía negarle el derecho a meter las manos en la masa de este tópico áspero, caldo de cultivo de sempiternas polémicas. Nadie, o, mejor dicho, los mismos de siempre, los de las sotanas apolilladas. “Quiero hablar de Dios porque es un problema que afecta a toda la humanidad”, argumentaba sin ánimo de provocar. Pero provocando.
El escritor del compromiso y la lucidez explicaba este metejón con Dios repasando su formación. Nunca tuvo educación religiosa, ni en los años que estuvo en el colegio ni en su casa. No transitó por las crisis religiosas de la adolescencia ni cuando arrancó con las preguntas sobre la muerte. “Creo que la muerte es la inventora de Dios. Si fuéramos inmortales, no tendríamos motivo para inventar un Dios. Para qué. Nunca lo conoceríamos”, subrayaba en una entrevista con Juan Cruz. “Ateo es sólo una palabra. En el fondo, estoy empapado de valores cristianos, y es verdad que algunos de estos valores coinciden con valores del humanismo. Los acepto. Ahora bien, todo lo que tiene que ver con la creencia en un Dios superior y eterno, que un día me condenará, me parece una chorrada.” El telón de la novela Caín cae con una discusión, en el umbral de la puerta del Arca de Noé, entre Dios y Caín. Para el escritor es la eterna discusión, sin salida, entre el hombre y Dios. “Ni él nos entiende a nosotros, ni nosotros lo entendemos a él. Son dos entidades que no se han entendido, no se están entendiendo y no se entenderán”, advertía Saramago, autor de obras autobiográficas como Cuadernos de Lanzarote I y II (1997 y 2001). Cuando presentó esta novela en España, agitó una vez más el avispero católico al calificar a la Biblia de “manual de malas costumbres”.
La chispa que dispara muchas de las ficciones de Saramago parte de una pregunta. El motor de Las intermitencias de la muerte, que narra la historia de una ciudad donde la gente deja de morir, donde el factor muerte desaparece, es qué pasaría si fuéramos eternos. La primera respuesta que se evidencia es que sin la muerte, apuntaba el escritor, mucha gente se arruinaría. Pero va más allá de esa instancia al recordar, entre otras cuestiones, que la idea de la muerte es una de las raíces del poder de la Iglesia. “El problema de la Iglesia es que necesita la muerte para vivir. Sin muerte no podría haber Iglesia porque no habría resurrección. Las religiones cristianas se alimentan de la muerte. La piedra angular sobre la que se asienta el edificio administrativo, teológico, ideológico y represor de la Iglesia se desmoronaría si la muerte dejara de existir”, argumentaba. “Por eso los obispos en la novela convocan a una campaña de oración para que vuelva la muerte. Parece cruel, pero sin la muerte y la resurrección, la religión no podría seguir diciendo que nos portemos bien para vivir la vida eterna en el más allá.” Saramago dejó un libro inconcluso sobre la industria del armamento que estaba preparando. “No será sobre el Corán, pero será sobre algo tan importante como todos los coranes del mundo: por qué no hay huelgas en la industria del armamento, una huelga en la que los obreros dijeran: ‘No construimos más armas’”, anticipó.
En una de sus últimas visitas a Buenos Aires, el escritor estuvo en una escuela del barrio de Boedo. Los pibes, asombrados, no paraban de preguntarle de todo. “La vida está triunfando todos los días sobre la muerte. Yo no sé cómo terminará la vida de la humanidad, pero el único consuelo que tenemos es que cuando se muera el último ser humano se acabará la muerte”, dijo. “Pero hay una cosa muy clara: no podemos vivir sin la muerte. Hay que aceptarla. Si estamos aquí no es porque haya una predestinación, sino porque hay un gas ligero e inodoro que con tiempo suficiente se convierte en ser humano.” Aunque estaba a años luz de brillar por su sentido del humor –en sus ficciones y en sus declaraciones, si había gracia era por los desprendimientos de su ironía–, se permitió bromear sobre su muerte. “Cuando yo me muera llegará aquí la noticia: ‘Ha muerto Saramago’, y alguno de ustedes dirá: ‘Ah, ese señor, que ha estado aquí, pobrecito’. Pero no pasa nada, yo he hecho unas cuantas cosas que quedaron en mis libros. Lo que cuenta es que vamos a continuar.” La vela ya no arde, pero queda el calor de sus libros.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux