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Lunes, 23 de agosto de 2010

LITERATURA › JUAN CARLOS MONDRAGóN HABLA DE BRUXELLES PIANO–BAR

“En la escritura hay un descontrol de la imaginación”

La novela del escritor uruguayo narra cómo un periodista, alter ego del autor, se inventa un territorio llamado Bruselas para un exilio imaginario junto a Teseo, su gato parlante. “Si uno acepta esta ley del juego, sigue en el libro”, plantea.

 Por Silvina Friera

“Cierro los ojos y los puedo decir ya.” Cierra los ojos este uruguayo trotamundos que pasea su maciza figura por las callecitas de París. Y cumple el desafío con ese tono de voz clonado de Víctor Hugo Morales. Apenas parpadea Juan Carlos Mondragón en el jardín de invierno de un hotel de Recoleta. Pero mueve mucho las manos, como si intentara espantar las nubes y exorcizar la lluvia que se avecina. Gesticula y modula la frecuencia de su timbre sonoro cuando comienza la evasión marosiana. Y los dice: “Yo soy la reina/ de los tucu-tucus, como lo ves./ Aparezco en cualquier sitio.” Los versos de este poema de Marosa Di Giorgio cumplen un papel clave –el pasaje hacia la “magia panteísta”– en su última novela, Bruxelles piano-bar (Seix Barral). El periodista Leopoldo Cea –alter ego del escritor– quiere “descansar de tanta fatiga a la indignación, tanta lágrima e insomnio, tanta sepultura removida sin hallar siquiera la calavera del desencanto”. Ese año –1992– es nefasto para el protagonista: hace unos meses enterró a su padre. Está deprimido –por el abandono de la mujer con la que convivió y militó largos años– y con ganas de piantarse con sus bártulos a otra parte. La violencia que se desata a través de una serie de crímenes espeluznantes se huele en el aire. La dictadura uruguaya ya no está. Pero ha dejado la insoportable fuerza residual del fascismo. Un residuo del mal.

El malestar del joven periodista es “una rata caliente rabiosa que tiene entre manos sin saber qué hacer con ella”. En vez de exiliarse opta –junto a su desfachatado y desopilante gato parlante, Teseo– por aferrarse a los instrumentos de la imaginación para navegar contra la corriente del agobio. Sin pensarlo dos veces concreta un destierro imaginario inventando un territorio, Bruselas, reciclado y modelado con la arcilla de los mundos arltianos y cortazarianos. La mejor forma de huir –sin moverse– es construir un simulacro de ciudad anclada en Montevideo. En el laberinto de esas calles serpenteantes de Bruselas se alejará de esa ominosa realidad política donde “no hay utopía a rumiar”. La novela de Mondragón es un elogio formidable de la imaginación en momentos en que cotiza en baja en el mercado de valores de la literatura. Y hasta se la suele repudiar con una vehemencia ciega. Las páginas de Bruxelles... son un cachetazo certero que produce una endiablada corriente eléctrico-esotérica de la que cuesta salir indemne. “Primero hacés los planos generales de la casa hasta que aparece la epifanía o la idea que te quiebra la cabeza –cuenta el escritor su trabajo de albañilería con los materiales de la ficción–. Estamos en una crisis en la que las historias no alcanzan. El mundo es una historia, el informativo es una historia, la serie es una historia; simplemente el relato ya no alcanza.”

La iluminación llegó cuando descubrió que la idea sería transformar el “yo soy otro” en “yo vivo en otra parte”. “Me pareció una idea buena, sin caer en el clásico de la ciudad imaginaria, sino en un mecanismo de superposición: hago caer un plano imaginario de Bruselas sobre una ciudad real, que es Montevideo. Ese fue el gran trabajo: encontrar la clave de la construcción para que tuviera un orden metódico, pero no forzado. Después quizá lo que me retenía a terminar el proyecto es esa confesión de no encontrarle el final. De la misma manera que la vida no responde necesariamente a un solo final, una novela no tiene por qué tener un solo final. No puedo decirles a mis alumnos que la novela es lo posible y yo hacer una especie de novela paradigmática, unitaria, lineal y bien escrita. Ese final plural hizo que esta novela saliera finalmente de mí.”

–Pero su novela está muy bien escrita; de hecho hay algo en la construcción de la frase, en la respiración, que por momentos se puede conectar con Saer, una especie de Saer a la uruguaya.

–Ehhh, eso está bien, puede ser una pista... Y me deja muy contento. Cuando digo “escribir bien”, quiero decir esa media de redacción que encontramos en cualquier novela. Yo no quería redactar una novela, lo que yo quería era buscar una voz, escribir con conmoción. Soy lector de Saer y fuimos vecinos y amigos durante trece años; entonces cuando tú me dices eso, puedo escuchar la voz de Saer inmediatamente. Lo que tienen los grandes es eso: que no imponen el modelo. La literatura de Saer –siendo única– es un llamado a la libertad, de la misma manera que Onetti o Italo Calvino. Es tan excepcional y único, que si hubiera una sociedad de amigos que quisiera plagiarlo, sería imposible. Lo que guardo de Saer de esos años es la amistad y una actitud ante lo literario, ante el mundo editorial y ante la obra que fue para mí una especie de modelo. Y tuve la suerte de tenerlo ahí.

–Es notable la importancia que tiene la poesía en esta novela. Hay afirmaciones como “nadie puede ser marxista ignorando a Hölderlin”, más allá de la ironía; o el énfasis puesto en Rilke. ¿Está insinuando a los lectores que no se puede ser novelista sin haber sido un muy buen lector de poesía?

–Pienso que sí; es un nivel de la experiencia de lo inefable. Ya se dice que los malos escritores son novelistas, los buenos son cuentistas y los mejores son poetas. Independientemente de que haya una proliferación y un mal uso de la poesía –se escriben tantas cosas que se hacen pasar por poesía, por eso insisto en Rilke–, creo que la escritura está asociada a la iluminación de la poesía. En mi caso, por ejemplo, mirá qué curioso... (piensa). El otro día me pidieron que hablara sobre el comienzo de la novela, pero a mí lo que me interesan son los comienzos de la poesía: “Ya no seré feliz. Tal vez no importa/ hay tantas otras cosas en el mundo” (el comienzo de un poema de Borges)... “¡Qué descansada vida/ la del que huye del mundanal ruido...” (la oda de Fray Luis de León)...

–Si lo dejo, la entrevista se va a convertir en un recital de poesía...

(Se ríe) –Y lo que pasa es que siempre me vienen poemas... El novelista tiene que tener actitud de gran poeta frustrado (risas). Y hay que leer hasta los papeles que están tirados por la calle.

–¿Por qué se le ocurrió un gato parlante?

–Ese gato parlante es el principio que funda la novela. Si aceptás esta ley del juego, seguís en la novela. Es como el mundo en la suma de las cosas que acaecen. Cuando planteo el gato que habla, instauro un pacto de lectura; a los lectores que les interesa, lo van a seguir. El gato forma parte de la literatura. Está el gato que te lleva al otro lado del espejo; hay sinfín de modelos de esa animalidad. Estuve a punto de hacerlo, pero si el gato hubiera dicho “qué lo parió”, la gente me hubiera reclamado derechos por Mendieta (risas). Conocí un gato que se llamaba Teseo, el gato de un amigo que me dijo que tenía que ponerlo en una novela. Era un gato muy especial; finalmente esa idea hizo su camino y llegó. Mi personaje, que viene de un fracaso sentimental, que está un poco a la deriva, necesitaba esa protección. Hay un capítulo en el que digo que Teseo a doscientos metros de la casa sabe que el amo viene. Además cuando Leopoldo entra en el halo magnético del gato, de alguna manera está protegido de las fuerzas del mal.

–“Demasiado viejo para el rock’n’roll, demasiado joven para morir”, se dice en la novela que parece un pensamiento de gato...

–Esto lo dijo Jethro Tull en el ’76. Hay mucho rock’n’roll en esta novela porque cuando Elvis Presley grabó “That’s all right, mama”, en 1954, yo tenía tres años. Los Beatles, en términos generacionales, cantaron para mí, aunque no los entendiera. Para los chicos que nacieron en los ’80, el rock ya es historia. Mi generación, la generación del ’50, nació con dos fenómenos importantes en la infancia. En el momento en que aprendíamos a leer, mirábamos las primeras series de televisión y escuchábamos a Elvis. La primera educación sentimental se hizo sobre estas cosas. El rock es como una novia que me acompañó durante muchos años. Y guardo sus fotos. Ahora mismo, a pesar de que escucho otra música, no me puedo sacar de la cabeza algunos riff de Led Zeppelin o de Deep Purple.

–¿Tocó alguna vez algo de rock, quiso ser músico?

–Todo héroe debe conocer sus limitaciones (risas).

Hasta las canas de Mondragón se ríen de esas viejas limitaciones del héroe uruguayo. “La historia del rock es más joven que yo, con lo cual relativizo todo. Hay momentos de epifanía, el ’73, el ’76, con Underground y con Lou Reed y David Bowie que los manejo con ironía en la novela, en el sentido de que no podíamos vivir esos fuegos artificiales del rock porque acá estaban pasando las cosas más terribles. A veces nos olvidamos que en un mismo año se apelotonaban episodios completamente contradictorios.” El uruguayo no se olvida. Mondragón fue expulsado de la enseñanza en los ’70, durante la dictadura uruguaya. “Por algo extraño decidí no irme. Cuando la dictadura terminó y todo se reacomodaba, sentí una especie de crack interno –subraya–. Como profesor de la escuela secundaria, creía que los chicos no me iban a escuchar a mí ni yo a ellos. Entonces me fui a Barcelona un año, y la otra vida breve se organizó de otra manera.”

–Sorprende el trabajo con las temporalidades de la novela. ¿Hay un intento de desplazar el presente narrativo de los años ’90 de un modo muy elíptico hacia la violencia de los años ’70?

–Sí, está la intencionalidad. Más que con la violencia, yo quería trabajar el mal. El mundo contemporáneo ha desatado formas del mal. Me interesaba el mal funcionando, por eso lo dejo en las puertas y no entro. Cuando leés el primer capítulo, decís: “¡Uy, qué horror, me va a llevar a una experiencia muy desagradable”. Pero no. Se retoma al final de la novela como un camino de redención, en el que el personaje da vueltas y vueltas hasta que al final dice: “Voy a ver al monstruo”. Y ahí lo dejo. Como en La montaña mágica, cuando Hans Castorp da el paso en la trinchera. Y tac (golpea las palmas de las manos). Ahí se termina.

–Hay un personaje muy esotérico, Wiesengrund, que viene de la Argentina. Es un guiño hacia Arlt, ¿no?

–Sí, claro, me interesa de Arlt la exploración de los fabricantes de medias y su formación con Dostoievski en las traducciones de Tor, que se cruzaba con cierto anarquismo. Después estaba La doctrina secreta, de Madame Blavatsky. En el siglo XIX en que aparecen la ciencia y el marxismo esa mujer te propone una interpretación escrita por los sabios del Tíbet, que es una lectura del cosmos que me parece fascinante. Aunque es cierto que en Uruguay somos muy modositos, empecé a estudiar a los viejitos que buscan gente perdida, los que tiran las cartas; hay toda una serie de locos, de piantados, que me parecen maravillosos.

–Hay un momento en Bruxelles..., cuando irrumpe la voz de Marosa, que la novela entra en un “modo esotérico”.

–Sí, es cierto. Todo viene normal hasta que con el recital de Marosa empieza toda una experiencia paralela de esoterismo. Lo podemos decir y no se me caen los anillos por eso. Es un mundo que existe, que me interesa: esa gente que puede tirar las cartas y ver la vida, que puede leer las manos, la borra de café. En última instancia todo ese mundo mágico nutre la literatura. Y ahí la novela, tenés razón, viene muy bien y en determinado momento escuchás a Marosa. Era una mujer que impresionaba; había electricidades, duendes, veías enanos que corrían. Ella decía: “Yo soy la reina/ de los tucu-tucus” y te instalaba en una atmósfera de la que no podías salir. Ese capítulo es la puerta para una visita al mundo esotérico.

–¿A los escritores les cuesta este tipo de visitas esotéricas? ¿Temen que no los tomen en serio?

–Bueno, yo trato de ser formal cuando doy mis clases, llego a tiempo, me presento bien, las preparo. Pero el momento de la escritura es la fundación de los posibles. Estoy controlado cuando doy mis cursos, pero en la escritura hay un descontrol de la imaginación. Si no voy a esos otros territorios, el lector tampoco va. El lector me acompaña si sabe que lo voy a llevar a otros lados. Cuando lo invitás a ver el otro lado del espejo, la cosa funciona. La literatura y la novela tienen que recuperar la experiencia de viaje alucinado para volver a estremecer las conciencias.

La imaginación en el proyecto narrativo de Mondragón no es un mero juego que le sale de taquito. Es una imaginación “casi brechtiana” –según él mismo la define– ante la novela. “Los ’70 son como las películas que quedaron en suspenso, las novelas que no se escribieron, los amores que quedaron en el camino, los planes de vidas frustrados –enumera el uruguayo–. Por eso hablo del clima del mal y no le pongo nombre, para que las fuerzas de Tánatos no sean las que imperen. Tenemos que anteponer la imaginación contra las fuerzas regresivas que nos quieren llevar a los abismos.” El escritor no cultiva la nostalgia. “Yo soy activo en el sentido de que voy pa’ frenchi. La vida es demasiado breve como para lamentarse por lo que no se ha vivido.”

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“No quería redactar una novela, lo que quería era buscar una voz, escribir con conmoción”, asegura Mondragón acerca de Bruxelles piano–bar.
Imagen: Guadalupe Lombardo
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