Jueves, 17 de mayo de 2007 | Hoy
LITERATURA › ENTREVISTA AL ESCRITOR MEXICANO GUILLERMO ARRIAGA
Se hizo conocido trabajando con González Iñárritu (Amores perros, 21 gramos, Babel). Dice que no hace guiones sino literatura y pregunta, provocador: “¿Por qué la película tiene que ser sólo del director?”.
Por Silvina Friera
El mexicano Guillermo Arriaga aclara que no fuma ni toma y que siempre les dice a sus alumnos que la marihuana y la cocaína son drogas burguesas. Quizá sean sus transgresiones personales mínimas, acaso las únicas que puede practicar en una sociedad que cree tiende cada vez más a acotar a los seres humanos, obligándolos a rebelarse, al mismo tiempo que, paradójicamente, se fagocita la mayoría de esas transgresiones. O casi todas. Detesta el cliché del escritor torturado y alcoholizado, aunque en la entrevista con Página/12 no podrá escapar del cliché del autor obsesivo, que puede reescribir hasta ocho veces una novela. Su pulseada contra el sentido común alcanzó también al mundo del cine cuando se peleó con el director Alejandro González Iñárritu, después de terminada Babel. ¿Disputa de dos super egos o problema con la autoría de la obra cinematográfica? El dirá que no es un guionista –una palabra que lo incomoda–, un escriba que se dedica a desarrollar las ideas de otros. No: él crea mundos y los traslada a la pantalla. Hace literatura. Entonces patea, una vez más, el tablero y pregunta, en un tono desafiante: “¿Por qué la película tiene que ser sólo del director?”. Prefiere definirse, en este terreno, como un autor de cine que escribe libros cinematográficos. Pero antes de que se lo conociera mundialmente por Amores perros y 21 gramos, Arriaga ya tenía varios libros publicados en su país, las novelas El búfalo de la noche y Escuadrón Guillotina, y los cuentos de Retorno 201, que ahora, reeditados por Norma, vino a presentar a Buenos Aires.
“Este número lo tienen sólo en mi casa y cuatro personas de la oficina, me están llamando de México”, dice antes de atender su celular. “Nunca esperas que alguien tome la decisión de quitarse la vida, y más cuando lo tienes cerca”, señala Arriaga sobre El búfalo de la noche. En esta novela un joven, Gregorio, que estaba por cumplir 23 años, decide matarse y con su muerte desatará la angustia y la desesperación en las vidas de Tania, su ex novia, y de Manuel, su mejor amigo. “El cadáver de un suicida siempre perturba porque te preguntas qué podrías haber hecho para salvarlo. Fui maestro de un alumno al que le di clase por la mañana y a la tarde se suicidó. Y siempre me quedó la duda de si pude o no haber hecho algo”, cuenta Arriaga.
–¿Sintió el deseo de asesinar a un hombre, de tocar los límites de la muerte, como uno de los personajes de El búfalo de la noche?
–Dentro de todo ser humano existe una pulsión muy fuerte de agresión; a veces sólo se necesita la circunstancia más propicia para sacarla. Sí, he estado en situaciones donde ha habido riesgos de muerte para mí y para otros; fui sujeto y objeto de violencia. Ahora soy un tipo muy tranquilo, pero si alguien le pone la mano encima a alguno de mis hijos, me sale el diablo. ¡Pero me sale lo que no se pueden imaginar! No acostumbro a cegarme nunca, incluso en los momentos de peleas más extremas que tuve en las calles. Un buen peleador callejero debe tener sangre fría, pero si tocan a uno de mis hijos, la sangre fría desaparece.
–Esto de tener sangre fría, ¿es lo que hace el escritor en ciertos momentos de la escritura?
–No, al contrario, tiene que volcarse sobre la obra. Lo que más disfruta el escritor es cuando empieza a perder el control de sí mismo. Es muy difícil que llore, prácticamente no lloro, pero en una parte de la escritura de El búfalo de la noche estaba llorando, cuando Manuel está acostado viendo los ratoncitos, después de la escena de los disparos en el zoológico (ver textual). Tienes que dejarte llevar, pero al mismo tiempo controlar el material para no hacer cosas muy cursis. Tienes que ser sensible, pero no sensiblero, y tener cierta dureza contra tu propio trabajo. Para eso sirve la reescritura, para darte cuenta de lo que no funciona, y limpiar.
–¿Considera que estos jóvenes de su novela son transgresores?
–Cada vez estamos más alienados y entendemos menos el mundo que nos rodea; naufragamos más y en ese naufragio la transgresión se vuelve una obligación para poder sobrevivir. Se niega la muerte, no solamente como tal, sino las pequeñas muertes. Esto (señala su calvicie) es un lengüetazo de la muerte. La calvicie, la celulitis, los senos caídos, la impotencia son lengüetazos de la muerte. Pero los negamos con trasplantes de pelo o cirugías plásticas. Y cuando empiezas a negar la muerte, comienzas a negar la vida, y entonces no sabes dónde estás parado, quién eres y en qué te conviertes. Lo chistoso es que la transgresión está siendo oficializada.
–Entonces ya no es transgresión...
–Sí, por eso les decía a mis alumnos: “¿se sienten muy machos porque fuman marihuana y se meten cocaína? ¡Son drogas burguesas!”. El sistema es tan hábil que te hace sentir que si tienes sexo estás liberado, pero acota tus posibilidades de amor. Cada vez estamos más acotados, entonces la transgresión es una necesidad también acotada.
–¿Y qué hacer, si también se acota la transgresión?
–Cada uno tendrá sus transgresiones personales. Siempre he luchado contra el lugar común, por eso no fumo ni tomo, porque no me gusta que me digan lo que tengo que hacer.
–A pesar del ambiente en que se crió, que aparece en los cuentos de Retorno 201, ¿pudo evitar la tentación de las drogas, que tenía al alcance de la mano?
–Sí, en esa calle, Retorno, fue uno de los primeros lugares donde empezó el narcomenudeo en México. Marihuana, coca, heroína, las he visto decenas de veces, pero no me gusta el lugar común, detesto el cliché del escritor torturado, alcoholizado, fumando. Y siempre he procurado que mi vida y mi literatura vayan en contra del cliché.
–¿Por qué en varios cuentos y en la novela aparece una suerte de pasividad de los padres: están, pero no pueden hacer nada?
–El proceso de escritura no es tan consciente, los descubrimientos aparecen después. Hay un ajuste entre el mundo que vivieron los padres y el mundo de los jóvenes, que es cada vez más crítico. Los padres tienen que trabajar y a veces no saben lo que están haciendo los hijos. Mis padres, a pesar de haber sido muy cercanos, trabajaban. Y después se enteraron de en lo que anduve metido y me decían: “Hijo, qué bueno que no me enteré porque me hubiera aterrado”. Yo lo llamo el efecto “jota”. Mi hija no podía hacer la letra jota cuando era chiquita, pero el día que pudo yo estaba con ella. Antes la estructura familiar era mucho más acogedora porque los padres estaban presentes, pero ahora, con la necesidad de trabajar, de pronto no sabemos bien quiénes son nuestros hijos. Y más aterrador resulta que el hijo que creías conocer se suicide.
Esta obsesión con el suicidio (en El búfalo..., el psiquiatra Macías le dice a Manuel que “la locura puede resultar más aterradora que la muerte”) le dispara a Arriaga muchas anécdotas que no para de contar. “Un muchacho se me acercó y me dijo: ‘Oye, me dijeron que hablara contigo porque quiero suicidarme hoy a la tarde’. Yo daba clases pero no lo conocía, no era mi alumno –aclara el escritor–. Le dije que ahorita me iba a comer y que sería horrible que se matara y me echara a perder la comida. ‘Déjalo para mañana’, le pedí. Y rápidamente hablé con unos terapeutas y ahora me lo agradece, y está casado y tiene hijos”. Arriaga estaba participando de un homenaje ante un auditorio con más de mil personas. Escuchó que recibía un mensaje de texto en el celular, que aún conserva y se lo muestra a Página/12, y leyó: “Me estoy muriendo, lo único que se me viene a la mente es no vivir. Hoy cumplo 26 y estoy muy mal. Ojalá estuviera muerta. Ayudame”. Era una ex alumna, que le volvió a mandar otro mensaje: “Me voy a matar”. El escritor le contestó: “No te mates, espérame a que hable contigo”. Dice que no sabe por qué muchos se acercan a contarle que se quieren matar. “Cómo reaccionar ante la responsabilidad de tener una muchacha que te escribe eso –plantea–. Le dije que por favor no se matara, que lo aplazara para mañana. Ahorita no lo hagas, que es lo que me han dicho que siempre dijera en estos casos”.
Ya lleva escritas más de cien páginas de Los sapitos, su anunciada y esperada nueva novela. “Se trata del castigo extremo en una sociedad, del castigo que no tiene vuelta, y no es la muerte, es un castigo peor que la muerte, pero más no puedo decir. Espero poder terminarla, la empecé en 1999, pero se me ha cruzado el cine y la novela requiere mucho tiempo. El búfalo... me llevó cinco años escribirla”, confiesa Arriaga.
–¿Con las novelas es tan minucioso para corregir como con sus libros cinematográficos?
–Lo mismo, pero con las novelas a veces es peor. De verdad, y sin mentir, puedo decir que cada página de El búfalo... fue escrita por lo menos treinta veces. Antes escribía a máquina y recuerdo que le decía a mi mujer: “No sé si voy a ser famoso algún día, pero por las dudas, aquí están todos los borradores que escribí”. Que mis hijos hagan lo quieran con eso. Una vez que terminé El búfalo... la reescribí ocho veces completa. Pero recuerdo que también tengo ochocientas páginas de la primera página de la novela.
–¿Por qué tanta obsesión?
–Escribir es una lucha contra la muerte. Ese libro me sobrevive, por eso esta obsesión. Vea mis manos, ¿sabe en qué se van a convertir? En las manos de un cadáver, entonces más vale hacer algo con estas manos.
–El libro de cuentos, Retorno 201, que escribió entre los 24 y 28 años, ¿también tiene tantas versiones y correcciones?
–No, la obsesión por la corrección la fui desarrollando con el tiempo. El último cuento que escribí de ese libro, “El rostro borrado”, me llevó ocho meses y me partió el corazón. Mi mujer, que no había vuelto a leer ese libro, me dijo: “Es muy triste”. Y ésa es la maravilla de este oficio: que unas manchas negras sobre papel blanco sean capaces de provocarle a alguien algo.
–Así como tiene ese cuento tan triste hay otro muy cruel y violento, “Lilly”. ¿Por qué le gusta transitar por los sentimientos y emociones más extremas?
–Los seres humanos somos contradictorios, y siempre he querido reflejar la contradicción de la experiencia humana. Quiero que en una misma página estén las dos sensaciones. En “Lilly” dos muchachitos inocentes llegan a cometer una atrocidad sin que sus padres imaginen dónde están metidos. Mi padre me dejó de hablar dos semanas después de leer ese cuento, aterrado de que yo hubiera sido uno de esos muchachitos porque en la calle donde vivía había una retrasada mental con la que muchos se iniciaban sexualmente. “Hijo, tú no fuiste uno de ésos ¿no?”, me preguntaba mi padre.
–¿Por qué piensa que crece cada vez más la violencia como una manera de relacionarse?
–El ser humano siempre ha sido violento, el problema es que estamos banalizando la violencia. Es terrible ver un noticiero donde hablan del asesinato de alguien y la noticia siguiente es que un gatito en Nueva Jersey se subió a un árbol y fueron los bomberos a rescatarlo. Por eso el coreano Cho Seung-Hui mató a 32 personas. Estamos perdiendo la relación de sujetos y empezamos a usar a los demás. El capitalismo es perverso en este sentido; somos usados y esto genera una gran violencia que desquicia a la gente. Además, ¿qué puede haber más violento que la miseria y la pobreza? En México 50 millones de personas viven en la pobreza. Una amiga mía, periodista, hace unos años estuvo con los sicarios en Medellín. Y me contaba que un muchachito de 14 años le dijo: “Yo mato a quien usted me diga por 500 dólares, y si quiere le doy la muestra. Escoja de esos que andan caminando por ahí a quién quiere que mate para demostrarle que sí mato”. Imaginate la violencia que ha creado el sistema para que un muchacho de 14 años diga “yo le doy la muestra”. Se está rompiendo el sentido de fraternidad, cada vez vivimos más aislados y desprotegidos. El otro se ha convertido en una amenaza racial y de clase. Es extraño ver cómo los nacionalismos, en un mundo globalizado, se exacerban. Y si no, ¿cómo explicar que existe un tipo como Le Pen, que tiene un 18 por ciento de votos en Francia? En Arizona, un grupo de jóvenes blancos amarraron a un trabajador migrante a la defensa del auto y se lo llevaron a 120 kilómetros por hora. ¡Qué puede haber en la cabeza de esos tipos para amarrar a un ser humano y arrastrarlo por la carretera!
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