Jueves, 17 de mayo de 2007 | Hoy
LITERATURA
Me quedé tendido sobre el pasto durante cuatro, cinco horas. Cansado, muy cansado. Sentía que el tiempo resbalaba, como si en realidad no transcurriera. Las luces me parecían opacas, los ruidos silenciosos: de mentira. Todo de mentira. Una escenografía. Una familia de ratones cruzaba una y otra vez frente a mí. Tres ratones grandes y cuatro pequeños que iban y venían desde unas tablas arrumbadas. Siete fantasmas grises. Quise matar a uno, destriparlo y dejar que se pudriera al calor de la noche. ¿A qué huelen los ratones muertos? ¿Lo sabía Tania? Tania, Tania. Yo me pudría al calor de esa noche y al jaguar se le pudrían las heridas. ¿A qué huele lo que tiene una mujer entre las piernas? ¿Huele a ratón muerto? ¿O huele a traición? ¿O huele a Gregorio o huele a mí? ¿A qué chingados huele? Pensaba y pensaba y no me movía, mirando a los ratones, boca abajo, en espera de que el mundo, en una de sus vueltas, terminara por arreglar lo que yo había desarreglado. Y no me movía, pensando... pensando, mientras los ratones se deslizaban frente a mí, nerviosos, vigilantes. Logré incorporarme y me senté en el montículo. Los ratones huyeron. Los espié en su madriguera pero ya no aparecieron. Decidí que lo mejor que podía hacer era refugiarme en el 803. Salí a la calle. Aunque una estación del metro se encontraba cerca, preferí tomar un taxi. Le pedí al conductor que me llevara a la calle de Pirineos, en la colonia Portales. Abrí la ventanilla para que el viento me pegara en la cara. Pensé en Tania. No quería perderla. La amaba demasiado, caray, demasiado.
* Fragmento de El búfalo de la noche (Norma).
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.