Martes, 18 de diciembre de 2007 | Hoy
LITERATURA › ALAN PAULS ANALIZA “HISTORIA DEL LLANTO”, SU NUEVA NOVELA
A través de un protagonista que, a los trece, ya tiene una formación marxista digna de cualquier debate, el escritor examina la iconografía progresista y critica el “exhibicionismo emocional”: “La cultura argentina es muy lacrimógena; desde el tango hasta el programa de Maradona en la TV, que fue un lloratorio profesional, hay una cultura del llanto fuertísima”, dice.
Por Silvina Friera
En la escena inicial de la nueva novela de Alan Pauls, un chico de cuatro años cruza el living del departamento a toda carrera, vestido con un traje de Superman que acaban de regalarle. Con los brazos extendidos hacia adelante, en una burda simulación de vuelo, atraviesa y hace pedazos el vidrio de la puerta-ventana que da al balcón. Un segundo después, se descubre de pie entre macetas, apenas un poco acalorado y temblando, y ve como dibujados dos o tres hilitos de sangre que le recorren las palmas de las manos. A los trece o catorce años, el protagonista de Historia del llanto (Anagrama) está entregado a una rapacidad marxista que no deja títere con cabeza: Fanon, Michael Löwy, Marta Harnecker, Armand Mattelart y la pareja Dorfman-Jofré, que le enseña hasta qué punto Superman es incompatible con el pensamiento revolucionario latinoamericano, con su formación progresista. El 11 de septiembre de 1973, de visita en casa de un amigo, observa por la pantalla del televisor blanco y negro que el Palacio de La Moneda de Santiago echa humo por todas las ventanas y escucha la voz compungida de un locutor de noticiero que repite el rumor según el cual Salvador Allende se habría suicidado, después de resistir en el interior del Palacio con sus colaboradores más cercanos. Su amigo llora; el también quisiera llorar, daría todo lo que tiene por llorar, pero no puede. ¿Por qué él, ejemplo de precocidad política comunista, que lee, comprende y hasta objeta con fundamentos ciertos clásicos de la literatura política del siglo XX, que pondrían contra las cuerdas a los militantes más experimentados, no está tan cerca de esas imágenes que emocionan a su amigo? ¿Qué lo separa de eso que entiende tan bien, que entiende mejor que nadie?
Ante el derrumbe de sus creencias más profundas, el protagonista revisa y cuestiona su educación ideológica-sentimental. Historia del llanto es un testimonio indirecto en dos sentidos. “No es el testimoniante el que habla ante el lector, sino que su testimonio ha sido transcripto o referido por otro, y el que da el testimonio no estuvo verdaderamente allí donde tendría que haber estado para que su relato sea de primera mano”, explica Pauls en la entrevista con Página/12. Ese otro que refiere la historia sugiere mucho más de lo que cuenta; procesa por el tamiz de su perspectiva lo relevante o irrelevante, omite “fragmentos” –que en el texto se plasma bajo la forma de corchetes con puntos suspensivos– de lo que ese chico-adolescente-joven testimonia. “Hay en la novela una crítica de lo directo, de lo inmediato y de lo cercano, tres valores que están en la mira del libro”, subraya el autor.
En la iconografía progresista de la novela aparece un cantautor de protesta –anteojos de miope, la sempiterna sonrisa, el mameluco blanco y su cabeza enrulada– que el protagonista irónicamente llama “Bondad Humana” (como el título de una película de Akira Kurosawa, la única que no le gusta) después de escucharlo en un recital. Más allá de que las descripciones remitan a Piero, Pauls aclara que le interesaba detenerse en el texto de la canción Soy pan, soy paz, soy más. “Me interesan más los textos que las personas, sobre todo para establecer críticas”, admite. “Es mucho más elocuente el texto porque hay algo de esa pedagogía, de esa concepción del mundo, que queda tan extraordinariamente fijado y que sirve para dar cuenta de tantas cuestiones del progresismo. Esa canción es un paradigma del pensamiento psicobolche, una palabra que no se usa mucho pero que designa esa mixtura con un pensamiento de izquierda muy lavado, muy abuenado, el costado más humanista del marxismo, con un procesamiento completamente banal y mediocre de cierto pensamiento psicoanalítico.”
–¿Por qué al progresismo le cuesta revisar críticamente sus convicciones?
–La tentación es volver a oposiciones simples: acá-allá, buenos y malos, como si el progresismo arrastrara un lastre de la narrativa épica de grandes contrastes de los años ’60 y ’70, que funciona estableciendo jurisdicciones. El progresismo tiene un sistema de aduanas con el cual se protege de todo aquello que pueda poner en peligro sus opiniones básicas. Es la herencia de un pensamiento rígido y dogmático, cuya dureza descansa en un dispositivo higiénico que siempre está delimitando “lo que te hace bien” y “lo que te hace mal”, que refleja la reacción de buena parte de la izquierda cuando se critica a alguien que es muy flagrantemente de izquierda: “No hagamos esto porque debilitamos la comunidad”. Entonces es muy difícil auto-observarse, a menos que la autobservación se produzca en condiciones de aislamiento y autoprotección muy fuertes: “Los trapitos al sol, saquémoslos entre nosotros”. La ilusión es que con esos criterios profilácticos de pureza o impureza se mantiene una especie de identidad sin la cual evidentemente el espacio progresista no podría funcionar.
–¿Qué condensa el llanto para la pedagogía progresista?
–Me interesa el llanto como logotipo de la sensibilidad. La cultura argentina es muy lacrimógena; desde el tango hasta el programa de Maradona en la televisión, que fue un lloratorio profesional, hay una cultura del llanto fuertísima. No sólo del llanto literal, sino del llanto en un sentido de quejarse, de la falsa emoción, o de la emoción más superficial. El llanto es una prueba de sensibilidad, de que tenés corazón, de que sos humano, aspectos que los progresistas necesitan confirmar y exhibir todo el tiempo. Hay una crítica al exhibicionismo emocional, un terreno en donde lo que se produce es una iconografía sentimental inmunda; incluso cuando se pasa de un momento en que “los hombres no lloran”, a un mundo en que se dice “los hombres deben llorar”. Esta oscilación pendular entre la prohibición del llanto y la obligación de llorar es un blasón de la sensibilidad progresista.
–¿Cuáles son los estereotipos progresistas que más cuestiona en la novela?
–El fetichismo de lo cercano, que hay que estar cerca de las cosas para entenderlas, compartirlas, contarlas. La ideología de lo cercano es nefasta y está muy ligada a lo sentimental, en el sentido de que cuanto más cerca estás de un fenómeno, se produce una idea de comunión. Todo lo que hace el héroe de la novela para intervenir en su propia formación es tratar de alejarse de la cultura de la cercanía a una cultura de la distancia, de lo indirecto, de lo oblicuo, de lo sesgado; una cultura que reconoce que entre los fenómenos y uno tiene que haber siempre una instancia intermedia que filtre, que transforme, que traduzca. La tesis del protagonista del libro es que los ’70 son los años de máxima cercanía, pero lo interesante de los ’70 es la extraña relación a la vez de cercanía y de distancia total que hay entre los cuadros de la guerrilla y el pueblo. Eso es algo que el libro trabaja mucho. ¿Qué clase de cercanía existe entre una vanguardia política y el pueblo al que dice representar? Del mismo modo, ¿qué clase de relación de cercanía o de distancia es la de un lector con lo que lee?, que es también el problema del libro. Historia del llanto para mí empieza con el final de La vida descalzo, que termina con una pequeña escena en la que el niño, de vacaciones, se enferma, no puede ir a la playa, se queda en la casa y descubre la pasión de leer. Historia del llanto es la historia de un lector que termina fascinándose con la prensa guerrillera de los años ’70, que lee esos textos como si fueran la gran novela de aventuras de la Argentina. Yo leía la prensa guerrillera de los años ’70 en un estado de arrebatamiento total, en trance casi erótico. Me acuerdo particularmente de haber leído en trance el número de La causa peronista en el que se publicó la reconstrucción del asesinato de Aramburu, un texto realmente extraordinario desde el punto de vista narrativo.
–¿Cómo analiza a la distancia esta experiencia de lectura tan apasionada?
–Cualquier adolescente de clase media más o menos politizado quería estar cerca de la lucha armada, aun cuando le diera escozor la idea de matar gente. La pregunta que se hace el personaje de la novela es cuán cerca estaba al leer La causa peronista, ¿la lectura le daba la ilusión de que de algún modo participaba de ese proceso, del cual por otra parte no quería participar porque no quería mancharse las manos con sangre? ¿Hasta qué punto ensangrenta la lectura algo sangriento? Me interesa lo que queda de esa experiencia de lectura apasionada, una textualidad que narraba hechos que aún pueden resultarme completamente escandalosos, disparatados, insensatos, criminales. Lo que queda es uno de los últimos restos de pasión de la cultura argentina. Cuando se habla de los años ’70, se habla de la última oportunidad que tuvimos de ser pasionales, una idea muy complicada, como si a partir de esos años hubiera sido completamente imposible pensar otro tipo de pasión. En este sentido, los años ’70 son un museo de la pasión argentina.
–¿Aun el modo de narrar los ’70 es muy próximo a la épica de lo cercano?
–Sí, totalmente. No puedo soportar la vivencia de los ’70 porque si hay algo de lo que hay que dar cuenta, cuando se habla de esa época, es de todo lo que pasó después. Dar cuenta de todo lo que pasó entre los ’70 y el presente implica interponer la distancia. Sin esa distancia no se puede pensar nada bien; puede haber reivindicaciones arrebatadas, nostalgia, recuperación, pero todas estas operaciones siempre van a tener algo de vencido, de descompuesto, de tóxico.
–¿Qué puentes o conexiones establece entre El pasado e Historia del llanto?
–La voluntad de pensar lo sentimental como algo muy complejo, con muchas capas y dimensiones. En El pasado lo que hacía era extenuar lo sentimental en términos de una intimidad amorosa; en Historia del llanto está la tentativa de interrogar lo sentimental en su relación con lo político: hasta qué punto la cultura política está hecha de cultura sentimental o de ideología sentimental. Si El pasado era la exploración de lo íntimo, me da la impresión de que Historia del llanto es la exploración de lo íntimo en su relación con lo político, pensar estas dos dimensiones juntas, cruzadas, como si fueran una sola.
–¿Cómo llegó a cruzar lo íntimo y lo político como si fueran una misma dimensión?
–Es la manera que encontré de acercarme a una época muy atractiva, pero muy difícil porque me daba la impresión de que no bastaba con el coeficiente épico, pasional o de importancia histórica que tienen los ’70. Siempre hace falta una perspectiva, un ángulo, una posición de cámara para mirar. Como no la encontraba, no me quise meter con el asunto. Para mí la versión es un problema fundamental. Si no pensás cómo es la versión, en qué condiciones vas a darla, qué reglas tiene, nada de lo que digas puede ser interesante. Fui encontrando a lo largo de muchos años esta manera de pensar lo político y lo íntimo juntos; lo encontré incluso en otros escritores como en Puig, que trabajó de un modo muy pionero la aleación entre intimidad y política. No me interesa la política como historia, en el sentido de argumento, pero sí me interesa la política como pedagogía, como escalas específicamente sentimentales: qué quiere decir querer, estar cerca del otro, pelearse o aliarse con otro. Quizás esté volviendo a una especie de marcusismo, de wilhelmreichismo, de cultura sex-pol muy tardía (risas). Muchas veces pienso si no tendría que volver a leer a Marcuse, a Wilhelm Reich, a la izquierda heterodoxa de los años ’50 y ’60 que trataba de pensar una especie de objeto mixto, psico y socio, íntimo y público. Yo leía a Marcuse en los años ’70, pero entonces era despreciado, incluso por la izquierda, por “desviacionista”, porque trataba de incorporar lo íntimo a una dimensión política.
–Quizás hoy sobreviva mejor esta cultura heterodoxa que la ortodoxia marxista...
–Sí, para un althusseriano un marcusiano era como un nabo, alguien que se preocupaba por pelotudeces domésticas. Marcuse era un botarate; Wilhelm Reich, un poco extravagante, exótico, colifa. Habría que revisar y releer a estos autores sin ninguna obligación de tomarlos como un todo, sino más bien entrar y salir, buscar las zonas de estos pensadores que todavía sean productivas. Estoy seguro de que hay zonas de mucha inspiración y libertad intelectual para conectar esferas, conceptos, valores que la época no toleraba mucho que se conectaran. Marcuse y Reich estaban más cerca de los primeros movimientos de minorías, de los gays y de las lesbianas, y en ese sentido hoy podrían ser más contemporáneos para nosotros que el marxismo duro.
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