Viernes, 3 de julio de 2009 | Hoy
CINE › RETURN TO BOLIVIA, OPERA PRIMA DE MARIANO RAFFO
Con una falta de rigor que compensa con una buena dosis de desprejuicio, el documental de Raffo se permite incluir la esfera del sueño y lo imaginario, como una manera de ofrecer un retrato más amplio de un verdulero boliviano y su familia.
Por Horacio Bernades
Argentina, 2008.
Dirección y fotografía: Mariano Raffo.
Idea original, investigación y guión: Marina Bolls y Mariano Raffo.
Estreno en Arte Cinema (en copia de 35 mm) y en el Centro Cultural de la Cooperación (en proyección DVD).
Desde hace décadas un millón de bolivianos viven entre nosotros, pero el cine local no parece darse por enterado. Sólo lo hicieron dos de los “fundadores” del alguna vez llamado Nuevo Cine Argentino. Unos años después de que Adrián Caetano le diera a un inmigrante de ese país el protagónico de Bolivia (2001), Martín Rejtman mostró curiosidad por la fiesta de Nuestra Señora de Copacabana, la más convocante de esa comunidad. Pero la película resultante ni siquiera se estrenó. Filmada para el Canal de la Ciudad antes de que la política cultural de la administración Macri lo pusiera en la congeladora, Copacabana (2006) tuvo una única exhibición en el Bafici 2007. Ahora, titulada por algún motivo en inglés, Return to Bolivia, ópera prima de Mariano Raffo, viene a tomar la posta en este terreno más bien yermo, filmando la cotidianidad de una familia de inmigrantes y su regreso (y vuelta) al (y desde el) país de Evo. La proximidad desde la que está filmada permite al espectador porteño ponerse en la piel de los protagonistas, aunque cierta falta de rigor afecte, en parte, el resultado final.
Lo mismo que se dice al comienzo de esta nota, las primeras imágenes de Return to Bolivia (¿por qué no Regreso a Bolivia?) lo expresan con mayor contundencia y poder de síntesis. El espectador se ve súbitamente trasladado más allá de La Quiaca, a una ciudad que por la densidad y el movimiento debe ser La Paz, y en la que el color verde de la bandera se ve aquí y allá. Además de algún transeúnte que, vuelto seguramente hace poco de la Argentina, lleva su gorrito de Boca. Puros bolivianos llenando la imagen y de pronto una estación de tren y el cartel que la identifica: Liniers. Allí o en algún otro barrio porteño que no se determina tienen su verdulería los Quispe, padre, madre y tres hijos pequeños. Entre los mayores surge pronto un amargo tema de discusión, vinculado con el hermano de él, que por lo visto dejó algún asunto de dinero sin resolver, al volverse a Bolivia sin previo aviso. Más tarde aparecerá la posibilidad de ir a visitar a las respectivas familias y, a partir de ese momento, la película de Raffo deviene road movie, con dos paradas. La primera en Villazón, donde vive la familia de Janeth; la segunda, cerca de Oruro, en pleno altiplano, donde los padres de David siguen desempeñando las tareas de la tierra, con los instrumentos de un siglo atrás.
Allí, en esa última parte, la oposición entre la cultura agraria de origen y la urbana de destino se hace patente, dándole al espectador el metro para medir la distancia que David recorrió alguna vez. Distancia que hubiera podido vivenciarse físicamente, de no mediar la discutible elipsis por la cual, para el espectador, el viaje de Retiro a Villazón pasa como un soplo. Elipsis que impide apreciar los violentos cambios de paisaje y los mil y pico de kilómetros recorridos, así como satisfacer la expectativa de ver ese ómnibus trucho, que los lleva hasta allá por la ganga de 140 pesos. Si esta falta de detalle entra en contradicción con la atención que en otros tramos de la película se pone al modo en que David Quispe acomoda cada papa en el cajón de verduras, una licencia equivalente lleva a que a partir de determinado momento el realizador y los miembros de su equipo se pongan a dialogar desde detrás de cámara con los protagonistas, cuando hasta entonces habían obedecido el canon de prescindencia que el llamado “documental de observación” impone. No sólo las voces entran: de pronto una chica rubia (se supone que será la guionista, o tal vez la productora ejecutiva) pasa también de un lado a otro de la cámara, en una alteración del verosímil tan rotunda como inexplicada.
No es el caso de un par de violentos sacudones a la doxa que –el prejuicio presupone– debería regir a todo documental. Sacudones que sí ayudan a enriquecer el material, sumando técnicas y puntos de vista y derribando falsas barreras. Cuando aún no hubo ocasión de conocerlos, los padres de David se presentan a través de un sueño del hijo, gracias al atrevimiento del realizador y a las posibilidades que brinda el montaje cinematográfico. Más adelante, cuando el abuelo narre a los nietos una leyenda folklórica en lengua aymara, ésta se presentará en forma de animación, abriendo, por segunda vez en el transcurso de Return to Bolivia, una brecha que en tiempos más esquemáticos el documental no osaba permitirse: la del sueño, la fantasía, lo imaginario. Brecha que permite acercarse a los Quispe más allá de donde el ojo ve.
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