Viernes, 5 de noviembre de 2010 | Hoy
CINE › VIKINGO, DE JOSE CELESTINO CAMPUSANO
Como ocurría en Vil romance, Campusano entrega en Vikingo un formato narrativo crudo y visceral no exento de errores y notas falsas, pero con un grado de verdad mucho más profundo que la idea de verosímil inherente a gran parte del cine narrativo.
Por Diego Brodersen
Dirección y guión: José Celestino Campusano.
Fotografía y montaje: Leonardo Padín.
Música: Claudio Miño.
Intérpretes: Rubén Orlando Beltrán, Armando Galvalisi, Gabriel Rogelio Méndez.
Camperas de cuero con el logo de la legendaria banda heavy V8, mechas largas al viento, motos choperas surcando las rutas, birra y tinto al por mayor. Apenas algunos ítems de la iconografía presente en Vikingo, segundo largometraje de ficción de José Celestino Campusano luego de Vil romance. El realizador retoma aquí el universo y algunos de los personajes de su documental Legión, tribus urbanas motorizadas, ubicándolos en un contexto narrativo de ficción, aunque sin abandonar usos, costumbres, modos de habla, locaciones e incluso –uno supone– vestuario propio de los (no) actores que la protagonizan.
Esta mixtura de procedimientos no es novedosa en la historia del cine, aunque no deja de ser cierto que el paisaje pintado por Campusano –el sur profundo del conurbano bonaerense– nunca había sido expuesto a la mirada del espectador de cine de manera tan íntima y, sobra decirlo, “desde adentro” (nacido y criado en Quilmes, el director ha declarado que muchas de las ideas del film están basadas en anécdotas personales y de algunos de sus actores). Esa mirada naturalista, que no realista, se sostiene sobre una excusa argumental que acerca al film al terreno del western urbano –suburbano, en este caso–, con sus caballos de acero, sus armas de fuego, su férrea amistad entre hombres, sus enfrentamientos entre diversos estilos de vida.
Vikingo es un tipo empeñado en mantener ciertas reglas de convivencia en el barrio y puertas adentro, en el seno de su familia. A pesar de su aspecto de motoquero fiero y sus escapadas a fiestas y reuniones de pares, no deja de ser un jefe de familia tradicional: a sus hijos los tiene cortitos, para que no se bandeen; detesta el estado de situación de los más jóvenes, tentados por la vida fácil de los fierros y el choreo y el consumo de drogas de alta toxicidad; respeta a la mujer del otro a partir de una idea patriarcal de propiedad. A ese mundo en precario equilibrio llega Aguirre, otro amante de las motos venido de la zona Oeste para escaparle a un romance arruinado. Vikingo le ofrece comida, techo y amistad a cambio de nada. O casi: apenas que respete esos códigos que parecen mantener ese pequeño cosmos al resguardo de la más absoluta entropía. “Bien ahí, loco”, dice Aguirre ante un sandwich preparado por amor al prójimo. El resto es tragedia anunciada, porque entre sus changas como afilador y los arreglos constantes de su moto tuneada, Vikingo intenta mantener a raya a su sobrino, pequeño soldado de una bandita de chorros del barrio. A su pesar, Aguirre termina siendo un elemento discordante, el extraño que introduce en la ecuación el término de desequilibrio.
Como ocurría en Vil romance, Campusano entrega en Vikingo un formato narrativo crudo y visceral, por momentos semiamateur, donde los problemas de montaje y continuidad –el verano y el invierno parecen convivir entre escenas contiguas– se suman a un trabajo de los actores que, en más de un momento, tocan todas las notas falsas posibles. Como contrapartida, en las imágenes y diálogos del film descansa cierto grado de verdad mucho más profundo que cualquier cuestión técnica o artística, tal vez más importante que la idea de verosímil inherente a gran parte del cine narrativo. Es esa franqueza la que termina generando una particular sensación de extrañeza: el espectador asiste a una representación problemática –por los problemas expuestos– de una realidad, creyendo en ella al tiempo que no puede dejar de notar su construcción, su artificialidad. Las mejores escenas de Vikingo son las que se acercan al registro documental: el asado, la orgía, la discusión sobre el rock y la cumbia. Lo peor, sin dudas, los flashbacks de Aguirre, innecesarios y melodramáticos. Entre ambos extremos, entre la honestidad y la construcción bruta –pero bien lejos de la mirada exploitation o del primitivismo para consumo rápido– una película que no se parece a ninguna otra.
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