Sábado, 20 de agosto de 2011 | Hoy
CINE › EL CHILENO RAúL RUIZ (1941-2011) TENíA UN PODER DE INVENCIóN INIGUALABLE
El realizador fallecido ayer fue un exiliado perpetuo y un creador de una imaginación proteica: dirigió más de cien películas.
Por Luciano Monteagudo
Pocos cineastas debe haber habido –si los hubo– tan prolíficos, tan imaginativos, tan personales, tan complejos e irreverentes como el chileno Raúl Ruiz, fallecido ayer en París a los 70 años. Y no deja de ser una paradoja –muy ruiziana, por otra parte– que un director con más de cien películas a sus espaldas (algunas filmografías consignan 114, otras aún más) fuera uno de los secretos mejor guardados de la historia del cine, un realizador casi desconocido fuera del circuito de festivales y cinematecas, donde siempre se lo consideró uno de los autores más sofisticados. Nadie fue más ambicioso y nadie quizá tan modesto: su ambición era reinventar el cine, sin proclamarlo.
Ciudadano del mundo, exiliado perpetuo desde que tuvo que dejar su Chile natal en 1974, después del golpe militar de Pinochet, Ruiz hacía cine allí donde fuere: París, Lisboa, Le Havre o Los Angeles. Podía ser una gran producción –como su estupenda versión de El tiempo recobrado (1999), de Proust, con John Malkovich en el papel del Barón de Charlus y Catherine Deneuve como la portentosa Odette–, una pequeña película de terror clase B producida por Roger Corman o una experiencia radical realizada junto a un grupo de sus alumnos en un seminario. A la manera de un árbol robusto y poderoso, de su tronco surgían infinidad de ramas, que seguían multiplicándose hasta formar una copa inabarcable, al punto de que Ruiz mismo había perdido la cuenta de sus propios films. “Yo leo en los ascensores y en los aviones y cuando filmo estoy siempre invadido por otras películas que van llegando”, le confesó a Página/12 hace diez años, cuando para ratificar su prodigioso uso del tiempo vino a Buenos Aires a presentar su Poética del cine (Sudamericana), un libro en donde Ruiz expresa su disconformidad con los esquemas narrativos dominantes y propone un proyecto estético alternativo. Volvería para el Bafici 2004, donde presentó una retrospectiva de su obra, que apenas pudo reflejar la punta del iceberg, pero que aun así deslumbró con sus reflejos.
Esa retro incluía su primer largo, el mítico Tres tristes tigres, premiado con el Leopardo de Oro del Festival de Locarno 1968 y, gracias a ello, estrenado aquí poco después, en el desaparecido Auditorio Kraft de la calle Florida. Otro punto alto de su período chileno fue Palomita blanca (1973), que a partir de una adaptación de una popular novela de Enrique Lafourcade, se permitía jugar con los tópicos de la telenovela romántica del momento. Y poco antes de partir hacia el exilio pudo completar El realismo socialista (considerado como una de las bellas artes), un film que en su ironía se anticipó a su época, con las historias cruzadas de un obrero que va volviéndose más y más conservador mientras un publicista de la alta burguesía no duda en abrazar la causa revolucionaria.
Ya en Francia, Ruiz se ganó no pocos cuestionamientos con Diálogos de exiliados (1975), donde satirizaba las rutinas de sus compatriotas en París. Y volvería al tema del exilio en La hipótesis del cuadro robado (1978), uno de sus films más celebrados de ese período y uno de los primeros en revelar en su obra la profunda influencia de Jorge Luis Borges. Desde Las tres coronas del marinero (1982) hasta Genealogía de un crimen (1997) y su versión de El tiempo recobrado, pasando por Tres vidas y una sola muerte (1996), protagonizada por el gran Marcello Mastroianni, los films de Ruiz siempre eligieron una forma narrativa barroca, que rechaza toda linealidad para privilegiar en cambio los juegos de cajas chinas, las ensoñaciones, los relatos capaces de disparar otros relatos, un poco a la manera de la literatura fantástica oriental, que el realizador aprendió a amar a través de la obra de Borges.
Incluso un film en apariencia tan vulgar como Shattered Image (hubo edición local en video como Identidades cambiadas), realizado en 1998 como un quickie clase “B”, esconde sin embargo bajo su superficie plebeya un sofisticado sistema narrativo, donde una mujer sueña que es otra mujer y ésta a su vez sueña con que es la primera. Esta predilección de Ruiz por la concepción circular del tiempo y por las estructuras concéntricas del relato reapareció en Comedia de la inocencia (2000), su último film estrenado en Argentina, con Isabelle Huppert, un juego burlón sobre los temores inconscientes de la burguesía, pero que lleva en su seno la marca indeleble del fantástico.
A través de estos ejercicios fantásticos de cuño borgeano, Ruiz se resistía a lo que él llamaba “la teoría del conflicto central”, que impera en el cine industrial. “El modelo del conflicto central, que impuso Hollywood, representa no sólo una mentalidad particular sino también un proyecto político y económico particular, que el resto del mundo no tiene por qué compartir”, señalaba Ruiz. “Y cuando me refiero al resto del mundo ni siquiera estoy hablando de Chile, Africa o Indonesia. Estoy hablando de Francia, Italia, Alemania, países muy centrales. El modelo que nació como una forma de estructurar el drama se ha ido reduciendo a meras normas de fabricación, de la misma manera en que hay normas de fabricación en una industria cualquiera.”
Para Ruiz –cuyo último trabajo fue el monumental film-río Misterios de Lisboa, exhibido en el Bafici de abril pasado–, “afirmar de una historia que no puede existir sino en razón de un conflicto central nos obliga a eliminar todas aquellas otras historias que no incluyen ninguna confrontación. Es curioso, porque originalmente esa estructura expresaba el modo de ser de una cultura. Al interior de esta cultura (la de EE.UU.), tomar una decisión es algo no solamente indispensable, sino también un hecho que implica pasar al acto de inmediato (no así en China o en Irak). En otras culturas, la colisión física o verbal no es la única forma de conflicto. Pero por desgracia, aquellas otras sociedades que mantienen en secreto sus sistemas de valores han terminado por adoptar exteriormente el comportamiento retórico de Hollywood”.
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