Sábado, 7 de septiembre de 2013 | Hoy
CINE › OPINION
Por Simone de Beauvoir *
No es fácil hablar de Shoah. Hemos leído, después de la guerra, gran cantidad de testimonios sobre los ghettos, los campos de exterminio. Esos testimonios nos sacudieron. Pero, viendo ahora el extraordinario film de Claude Lanzmann, nos damos cuenta de que no sabíamos nada. A pesar de todos nuestros conocimientos, la horrorosa experiencia se mantenía distante. Ahora y por primera vez la vivimos en nuestra cabeza, nuestro corazón, nuestra piel. Se hace nuestra. Ni ficción ni documental, Shoah logra recrear el pasado con una asombrosa economía de medios: lugares, voces, rostros. El gran arte de Claude Lanzmann consiste en hacer que los lugares hablen. Resucitarlos a través de las voces y, más allá de las palabras, expresar lo indecible en los rostros.
Los lugares. Una de las grandes preocupaciones de los nazis fue borrar las huellas. Pero no pudieron abolir las memorias y, bajo los camuflajes –bosques jóvenes, hierba nueva–, Claude Lanzmann supo reencontrar las horribles realidades. En el prado reverdecido estaban las fosas donde los camiones descargaban los cuerpos de judíos, asfixiados en el trayecto. En esa ribera tan bonita se arrojaban las cenizas de cadáveres calcinados. Aquí, las granjas apacibles desde donde los campesinos polacos podían oír e incluso ver lo que pasaba en los campos. Allá, las aldeas de bellas casas viejas, desde donde toda la población judía fue deportada.
Las voces. Cuentan, y durante la mayor parte de la película dicen todas lo mismo: la llegada de los trenes, la apertura de los vagones desde donde caen los cadáveres, la sed, la ignorancia atravesada de miedo, el desnudamiento, la “desinfección”, la apertura de las cámaras de gas. Pero ni por un instante tenemos la sensación de que esos relatos se repitan. En primer lugar, por la diferencia de voces. Está la voz fría y objetiva de Franz Suchomel, SS Unterscharführer del campo de Treblinka, que hace la descripción más precisa y detallada del exterminio de cada convoy. Después, la voz algo turbada de algunos polacos: el conductor de la locomotora al que los alemanes proveían de vodka, pero que no llevaba bien los gritos de los niños sedientos; el jefe de la estación de Sobibor, que se inquieta cuando de pronto se hace silencio en el campo próximo.
Y después están las voces de los escasos sobrevivientes judíos. Dos o tres conquistaron una aparente serenidad. Pero muchos apenas soportan hablar; sus voces se quiebran, estallan en lágrimas. La concordancia de sus relatos jamás cansa, al contrario. Esa concordancia hace pensar en la repetición de un leit motiv musical. De hecho, la sutil construcción de Shoah evoca la forma de una composición musical, con sus momentos de horror culminante, sus paisajes apacibles, sus lamentos, sus playas neutras. El conjunto se ve ritmado por el estruendo casi insoportable de los trenes que avanzan hacia los campos.
Rostros. Con frecuencia dicen más que las palabras. Los campesinos polacos hacen alarde de compasión, pero la mayoría parece indiferente, irónicos o incluso satisfechos. Los rostros de los judíos se ajustan a sus palabras. Los más curiosos son los rostros alemanes. El de Franz Suchomel se mantiene impasible, salvo cuando canta una canción dedicada a la gloria de Treblinka y sus ojos se iluminan. La expresión molesta, escrutadora de sus camaradas, desmiente sus alegatos de ignorancia e inocencia.
Una de las grandes destrezas de Claude Lanzmann ha sido, en efecto, contar la Shoah desde el punto de vista de las víctimas, pero también el de los “técnicos” que la hicieron posible, y que rechazan toda responsabilidad. Uno de los más característicos es el burócrata que organizaba los transportes. Los trenes especiales, explica, se ponían a disposición de grupos que partían de excursión o de vacaciones, y que pagaban tarifa reducida. No niega que los que iban a los campos también fueran trenes especiales, pero pretende no haber sabido que los campos eran de exterminio. Eran, pensaba, campos de trabajo en los que los más débiles morían. Poco después, el historiador Hilberg nos enseña que la agencia de viajes asimilaba los judíos “transferidos” a vacacionistas y que los judíos autofinanciaban su deportación sin saberlo, ya que la Gestapo la pagaba con los bienes que les habían confiscado.
La construcción de Claude Lanzmann no sigue un orden cronológico. Yo diría, si puede emplearse acaso el término a propósito de un tema como éste, que es una construcción poética. Se requeriría un trabajo más aventurado que el mío para señalar las resonancias, simetrías, asimetrías, armonías sobre las que esa construcción se asienta. Sólo agregaré que jamás hubiera imaginado una alianza semejante de horror y belleza. Es cierto que una sirve para enmascarar a lo otro, no es cuestión de esteticismo: al contrario, lo bello ilumina lo horroroso con tanta invención y rigor que tomamos conciencia de contemplar una gran obra. Una pura obra maestra.
* Del prefacio a la edición del texto íntegro (entrevistas y subtítulos) de Shoah, Ediciones Fayard, 1985.
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