Sábado, 28 de septiembre de 2013 | Hoy
CINE › HOY SE ANUNCIAN LOS PREMIOS DE LA COMPETENCIA DEL FESTIVAL DE SAN SEBASTIAN
Con Club Sandwich, de Fernando Eimbcke, y Las horas muertas, de Aaron Fernández, ambas sobre el mundo de la adolescencia, los mexicanos pisaron fuerte en la capital donostiarra. España se lució con La herida, ópera prima de Fernando Franco.
Por Horacio Bernades
Desde San Sebastián
Con la proyección de La herida, uno de los tres films españoles que participan de la Competencia Oficial de San Sebastián, se cerró la presentación de las películas a concurso en esa sección, quedando para hoy el anuncio de los premios. Con sólo trece aspirantes a la Concha –número infrecuentemente bajo para los estándares de un festival de este tamaño–, lo mejor de la sección oficial fue, a juicio de este enviado, la mexicana Club Sandwich, presentada en las postrimerías del evento. El opus 3 de Fernando Eimbcke, conocido en Argentina gracias a sus previas Temporada de patos (2004) y Lake Tahoe (2008), consolida un trayecto que va de lo muy bueno a lo mejor. Con otra de las concursantes de último momento –Devil’s Knot, del canadiense Atom Egoyan– sucede lo contrario: se confirma una trayectoria que va del interés de los primeros films (Exotica, The Sweet Hereafter) a la sosera de los más recientes.
Nacido en el DF en 1970, Eimbcke es uno de esos cineastas que encuentran un sistema cinematográfico y le son absolutamente fieles, filmando, una tras otra, películas que son tan parecidas como diferentes entre sí. Concentración en tiempo y espacio, máxima economía de medios, observación detallada, elipsis, elocuencia de lo mínimo y una alta condensación de signos son pilares de ese sistema, al que Club Sandwich aporta un nuevo y tal vez más consumado eslabón. En esta ocasión no se trata de tres chicos solos durante una noche, en casa de la mamá de uno de ellos (como en Temporada de patos), ni del encuentro momentáneo entre un forastero y una chica de pueblo chico (como en Lake Tahoe) sino de filmar el momento preciso, el instante se diría, en que un adolescente abandona la esfera materna para abordar la vida adulta. Todo sucede en el transcurso de un par de días en un resort vacacional del estado de Oaxaca, en el que Víctor se aloja junto a su madre soltera, Paloma.
Es la clásica relación entre un quinceañero tímido y callado y una mamá joven y compinche. Aunque la de Paloma y Víctor tiene un touch de Edipo algo mayor al habitual. Hasta el punto de que en algún momento Víctor se masturbará con la bikini de mamá. Poco más adelante en este relato característicamente conciso (Eimbcke es de esos cineastas a los que una hora y media les sobra), la masturbación será cruzada y de a dos, entre Víctor y una chica de su edad que se aloja en el mismo resort. A diferencia de su compatriota Amat Escalante, que presenta aquí (en la sección Horizontes Latinos) su muy chocante Heli, lo escabroso está a años luz del mundo de Eimbcke. Paloma y Víctor no son una pareja disfuncional. Son las circunstancias (la soltería de mamá, su actual falta de pareja, el hecho de que Víctor sea su único hijo, la sexualidad de éste, todavía no apuntada hacia el afuera, la falta de imagen paterna) las que hacen que la relación entre ambos se vuelva un poquitín perturbadoramente endogámica.
Nada de todo lo anterior está puesto en palabras, desde ya: lo de Eimbcke es la paciente observación, en largos planos fijos, de detalles que tanto pueden ser (o parecer) nimios como volverse significativos, por una mínima variación en las relaciones de fuerza. Pasarse mutuamente el bloqueador solar, jugar juegos que les son propios, prender o no el ventilador de la habitación, mirar ladeado o de frente: esa clase de variaciones imperceptibles son la materia misma con la que Club Sandwich construye su sentido. Todo ello, con máxima concentración y poniendo en juego, pura y exclusivamente, los elementos propios del cine. Una pureza que cada vez es más difícil encontrar, ya no en la Competencia Oficial de San Sebastián sino en el cine en general. Sin llegar al mismo grado de decantación estilística de Eimbcke, pero una confianza semejante en los poderes del cine, su compatriota Aarón Fernández también hace eje, en su film Las horas muertas, en el paso de la adolescencia a la adultez. La acción también se centra en un hotel, aunque en este caso por horas, ubicado en la zona de Costa Esmeralda, en Veracruz.
Allí, un chico de la zona conocerá a una clienta, que todas las semanas alquila una habitación para pasar un par de horas con su amante. Inspirada elección, la del hotel por horas, que materializa el mundo de deseos nuevos que el protagonista está en tren de descubrir. Aarón Fernández tiene la suficiente lucidez para no hacer de su película (que se presenta en la sección Nuevos Directores del festival) el consabido “relato de iniciación”. Por la sencilla razón de que más que relato en sentido estricto, lo que hay en Las horas muertas (opus 2 de Fernández, luego de Partes usadas, 2007) es un seguimiento de personajes, tal como se presentan en ese preciso momento y lugar. Esa cualidad específica y circunstancial pone a Sebastián y Miranda en los antípodas del “modelo” con el que suele trabajar el cine de Hollywood, personajes que aspiran a la universalidad y ejemplaridad, y por eso mismo se hunden en la macdonalización. Dos hurras entonces por el cine mexicano.
Y un hurra por el cine español. Opera prima de Fernando Franco, La herida recuerda, por su combinación de seguimiento inflexible a un personaje absorbente, planos precisos y una suerte de ominosidad pareja y regular, a films españoles recientes, como Las horas del día (2004), La línea recta (2006) y Lo que sé de Lola (2006). Paramédica de un servicio de urgencias, la vida laboral de Ana es más normal que la personal. Parece tener una verdadera vocación por ayudar a los demás, pero no a sí misma. Colgada de un ex novio que no le devuelve los llamados, vive con una madre depresiva que no puede verla, está como enterrada en su soledad y en ese entierro se lastima. Se lastima físicamente: se practica cortes, se quema con cigarrillos. Es desesperante que nadie haga nada por ayudar a Ana, empezando por ella misma, y la clase de observación –metódica pero serena– que Franco practica sobre ella no hace más que aumentar la desesperación del espectador, que se sostiene de un extremo al otro de la película.
Desesperación puede producir también Devil’s Knot, aunque no precisamente por lo que trata. Lo que trata es pesado: la última película de Atom Egoyan reconstruye el caso conocido como de “los tres de Memphis”, que previamente había dado lugar a una trilogía de documentales llamada Paradise Lost (1996/2011) y a otro documental reciente (2011), editado este año en DVD en Argentina con el título Los chicos de Memphis. A mediados de los ’90, tres chicos de esa ciudad de Arkansas aparecieron mutilados y asesinados, sentenciándose como culpables a tres muchachos mayores, que fueron condenados a cadena perpetua. Los abogados defensores apelaron, el caso se reabrió y todo aquello que hasta entonces se había presentado como evidencias incontrastables comenzó a aparecer como meras patrañas. Con Reese Witherspoon y Colin Firth en los protagónicos, Egoyan aborda el asunto con tal desgano (dicho esto tanto en términos dramáticos como visuales) que hasta un telefilm del montón hubiera tratado el asunto con un nervio del que Devil’s Knot carece por completo.
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