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Lunes, 5 de septiembre de 2005

CINE › FESTIVAL DE VENECIA

Las ruinas de Mayo del ’68, a la luz de los ojos de hoy

En la sección oficial, Les amants réguliers, de Philippe Garrel, propone un relato lúcido de aquellos días efervescentes. Fuera de concurso se vio The Wild Blue Yonder, lo mejor de Herzog en muchos años.

 Por LUCIANO MONTEAGUDO
Desde Venecia

¿Mayo del ’68 fue una fiesta? No necesariamente, dice Les amants réguliers, sin duda la mejor película –hasta ahora, cuando promedia la competencia, y probablemente también lo sea hacia el final– de la Mostra de Venecia. El director francés Philippe Garrel logró aquello que su amigo y compañero de ruta generacional Bernardo Bertolucci no consiguió en Los soñadores: un relato a la vez lúcido y crítico sobre esa “esperanza de fuego”, como la llama el propio Garrel, sobre esos días en que todavía parecía posible llevar la imaginación al poder. Filmada en un blanco y negro de esos que ya no se consiguen, desde su primera imagen Les amants réguliers trae a la memoria el cine de la nouvelle vague en general y de Jean Eustache en particular, pero no como un ejercicio de vana nostalgia. El film de Garrel va más allá, como si un arqueólogo hubiera conseguido desenterrar un fragmento de las ruinas de aquella época y lo hubiera expuesto a la luz de los ojos de hoy. Ese sentimiento de verdad que transmite el film sin duda tiene que ver con la experiencia del propio Garrel. Aunque aquí negó que se tratara de un film autobiográfico, Garrel fue uno de los protagonistas ineludibles del mayo francés.
Nacido en 1948, empezó a filmar a los 16 años e inmediatamente fue considerado un discípulo de Godard, aunque la dirección cada vez más experimental de su cine lo fue apartando de la de su mentor. Eran los tiempos en que las vanguardias políticas y las vanguardias estéticas no estaban reñidas sino en plena comunión. Su cine acabaría teniendo una marca distintiva con la trilogía protagonizada por Nico, la mítica cantante del grupo Velvet Underground: La cicatrice interieur, Athanor y La berceau de cristal (1970-1975). Una segunda etapa de su obra, mucho más inclinada hacia el realismo, lo llevó a obtener aquí en Venecia, en 1991, el León de Plata por J’entends plus la guitar y en el 2001 el premio de la crítica por Sauvage innocence. Y sería una injusticia si este año se fuera del Lido con las manos vacías.
¿Qué cuenta Les amants réguliers en sus tres horas de duración? Poco y nada en términos convencionales: la amistad que surge entre un grupo que se conoce en las barricadas de mayo del ’68 y el amour fou, que nace entre una chica y un muchacho de ese grupo (interpretados por la milagrosa Clotilde Hesme y Louis Garrel, el hijo del director, lo que refuerza el carácter confesional del film). “La organización es para las ovejas, nosotros queremos el anarquismo”, dicen cuando toman las calles por asalto. Poco después, cuando descubran que los sindicatos, que acompañaron la revuelta de los estudiantes, están a punto de pactar una tregua a cambio de unas meras mejoras salariales, se preguntan: “¿Podremos hacer la revolución para el proletariado a pesar del proletariado?” Y cuando finalmente, ante el fracaso, se refugien en su mundo interior y en sus sueños lisérgicos, no faltará quien los acuse de “haber perdido la revolución puertas adentro, por burgueses y cobardes”. Si fuera solamente una película política, Les amants réguliers sería una película verdadera. Pero el de Garrel es también un film sobre el amor y la poesía y por lo tanto un film bello, como pocos de estos días.
Aunque en menor escala, algo de eso hay también en The Wild Blue Yonder, la nueva película de otro veterano de la generación del ’60, el alemán Werner Herzog. Presentada ayer en Venecia fuera del concurso oficial, en la sección “Orizzonti”, puede considerarse como lo mejor que ha hecho en la última década. “Una fantasía de ciencia ficción”, aclara el mismo film luego del título, que podría traducirse literalmente como “El salvaje azul del más allá”, o como eligieron los italianos: el ignoto espacio profundo. De allí proviene un hombre que parece igual a cualquiera, si no fuera porque le habla a cámara como un poseído o un demente y que dice ser unenviado de una galaxia lejanísima. Lo que esta suerte de predicador –a cargo de Brad Dourif– tiene para decirle al espectador no deja de ser inquietante. Una civilización extraterrestre intentó radicarse en la Tierra, pero fracasó, como él mismo se encarga de mostrar, exhibiendo a sus espaldas un paisaje devastado, un desierto apenas cubierto de restos de la civilización. Y en cambio, una nave espacial terrestre, ha salido en busca de aquella galaxia lejana creyendo que puede reconstruir allí una alternativa viable para la vida del hombre, cuando en verdad todos los recursos necesarios están aquí mismo. Pero para cuando ellos lleguen de regreso ya no encontrarán nada, porque sin saberlo habrán viajado en el tiempo a través de una suerte de autopista cósmica.
Lo notable del film de Herzog es que desarrolla esta fantasía con los menores recursos: el extraviado relato a cámara de Dourif; materiales de archivo de los primeros aviadores; registros documentales de la vida a bordo una nave Space Shuttle; entrevistas con matemáticos que explican la geometría fractal del espacio; y unas tomas submarinas a cargo de uno de esos camarógrafos que en su empeño suelen arriesgar su vida y hacen las delicias de Herzog. Con estos materiales tan heterogéneos, el director alemán construye una hipótesis que tiene tanto de humor como de locura. Y que está dedicada por el propio Herzog “a la poesía de la NASA”.

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Les amants réguliers, hasta ahora lo mejor de la competencia.
 
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