Jueves, 12 de octubre de 2006 | Hoy
CINE › OPINION
Por RODRIGO MORENO *
En el palier del deshonroso y ofensivo espacio Incaa Km. 0 estaba Rafael Fillipelli confabulando como siempre contra todos, y con su habitual sarcasmo decía que el problema era que Federico Luppi ya no podía trabajar con la memoria emotiva, herramienta central en el método actoral Stanislavsky, porque dada su avanzada edad seguramente lo haya olvidado casi todo y es sabido que en la vejez la memoria se reduce o bien a lo sucedido en una lejana infancia o bien a lo sucedido recientemente. Será por eso que la otra noche soñé con la expresión “memoria del brasero”, un concepto que en el sueño parecía brillante y en la vigilia de hecho no, pero que refería a que la memoria era un lugar poblado de brasas a las que había que alimentar viviendo, idea que roza tanto a Parménides como a Los suicidas, la última película de Juan Villegas, estrenada la semana pasada.
Lo que nos reunía no sólo a Fillipelli y a mí en el cine Gaumont sino a un conjunto de realizadores amigos y ex alumnos de la Universidad del Cine era justamente ese estreno y, en la mezcla inconsciente, el olvido citado por Rafael junto a la idea de vivir que expresa paradójicamente esta película confluyeron de manera inexorable en aquel sueño. Pienso en la mariposa que por el hecho de nacer y morir el mismo día es una de las pocas especies, si no la única, en la que los recuerdos lejanos son a la vez los más recientes. Como en Daniel, el protagonista de la película que en su cumpleaños número cinco recibe como regalo el suicidio de su padre determinando, entre otras cosas, que Daniel jamás vuelva a festejar su cumpleaños. Luego Daniel comprenderá que la única forma de combatir el suicidio es viviendo, y vivir, según Villegas, es enamorarse y entonces Daniel se enamora de una bellísima chica con quien transita maravillosas escenas de amor, exentas de cualquier tipo de especulación sensiblera y demagógica, tan comunes en el cine. Villegas se erige aquí en un romántico, fino y sutil, sin dudas un referente a la hora de filmar escenas de amor.
El jefe de Daniel le encomienda investigar acerca del suicidio de un tipo cuya identificación poco importa porque ese es el mcguffin de la película. A partir de allí, Daniel inicia una investigación que, por tratarse de un suicidio, lo acercará de algún modo a la muerte de su padre, ocurrida veinticinco años atrás. Sin embargo, hacia el final de la película, se revela que quien encargó a Daniel la investigación jamás se refirió a un suicidio. Es el mismo Daniel quien por su historia familiar interpreta que el muerto en cuestión se había suicidado y este traspié revela tal vez una esencialidad en el cine de Villegas en donde la palabra de uno es interpretada según el deseo del otro, en donde las palabras en general conforman no sólo un idioma sino un discurso propio.
Cuando las películas, los libros o las personas iluminan el paso de uno por la vida indefectiblemente se aprende algo. Y es por eso que no es ociosa la mención a Fillipelli en el primer párrafo. A lo largo de mis años en la universidad, fue él quien se encargó de inculcarme entre muchas otras cosas que las películas exponen o deben exponer la idea que los directores tienen sobre el cine y que eso es lo que diferencia a un autor de un director. La otra noche, durante la proyección de Los suicidas, confirmé esta idea pero también comprendí que la razón por la cual podemos decir que existe un autor no sólo obedece a que el director exponga su visión sobre el cine sino a que revele una mirada propia sobre la vida. Y en este sentido Juan Villegas demuestra ser no sólo un gran autor sino uno de mis autores favoritos.
* Director de El custodio.
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