Miércoles, 1 de agosto de 2007 | Hoy
CINE › MICHELANGELO ANTONIONI, IMPULSOR DE LA MODERNIDAD CINEMATOGRAFICA
Realizador de títulos fundamentales del cine italiano de los años ’60, como La aventura, La noche, El eclipse y El desierto rojo, Antonioni siguió el camino del “neorrealismo interior”, buceando en los signos de época que determinaban la conducta de sus personajes.
Por Luciano Monteagudo
Era, qué duda cabe, el último, el más grande cineasta vivo que le quedaba a Italia. En pocos días más, el 29 de septiembre, Michelangelo Antonioni habría cumplido 95 años, pero la muerte, envalentonada, pasó a buscarlo ayer, apenas 24 horas después de que se ocupara de Ingmar Bergman, como si con ellos se quisiera llevar una parte esencial de la cinefilia de los años ’60.
Desaparecidos hace tiempo Luchino Visconti, Federico Fellini y Pier Paolo Pasolini –de quienes lo separaban enormes diferencias de orden estético–, Antonioni era el último superviviente de una generación que fue capaz de poner a Italia a la vanguardia cinematográfica, una eclosión de talento que vino a reemplazar e incluso a cuestionar al neorrealismo al mismo tiempo que Vittorio de Sica y Roberto Rossellini seguían en plena actividad. A diferencia de sus contemporáneos, Antonioni no fue un cineasta prolífico, apenas 16 largometrajes y otros tantos cortos a lo largo de seis décadas de trabajo. Pero como puso en perspectiva la retrospectiva integral, con copias restauradas a nuevo, que le dedicó la Mostra de Venecia 2002 y que luego se paseó por todo el hemisferio norte (para las autoridades culturales italianas el sur parecería que no existe), Antonioni fue un autor que –con films hoy clásicos como La aventura y El desierto rojo– se convirtió en uno de los pilares de la revolución que a fines de los años ’50 y comienzos de los ’60 propició el ingreso del cine a la modernidad.
Aquel cisma se puso en marcha mucho antes. En 1943, mientras en una orilla del Po Luchino Visconti rodaba Obsesión –su versión libre de la novela El cartero llama dos veces, de James M. Cain, que se convertiría en una de las piedras basales del cine italiano de posguerra–, en la otra Antonioni filmaba su primera película, Gente del Po, un cortometraje documental dedicado a los hombres y mujeres más desposeídos de Italia, a quienes el régimen fascista no quería ver reflejados en la pantalla. Los avatares de la guerra impidieron que Antonioni pudiera completar entonces el film (exhibido recién en 1947), pero ya estaba germinando el neorrealismo, que alcanzaría su máxima expresión en el cine de Rossellini y De Sica.
Antonioni, sin embargo, seguiría otro camino, muy distinto, el del “neorrealismo interior”, como ha señalado el crítico Carlo Di Carlo, curador de la retrospectiva veneciana. A los 38 años, luego de haber estado a punto de filmar El sheik blanco (que finalmente rodó Fellini), Antonioni concretó en 1950 su primer largo, Crónica de un amor, donde ya se perciben los rasgos que marcarían su obra posterior: una mirada crítica sobre la nueva burguesía, la concentración en el universo femenino y sobre todo la percepción de un mundo interior y de sus síntomas en relación con la realidad. En palabras del propio Antonioni: “Me parecía que ya no era tan importante examinar los lazos de los personajes con el ambiente sino bucear dentro del personaje, para ver de todo aquello que habían atravesado –la guerra, la posguerra– qué había quedado en ellos, saber cuáles eran no ya las transformaciones de su psicología y de sus sentimientos, sino los signos de esa evolución”.
La profundización de este camino tendría escalas previas en La dama sin camelias (1953), Las amigas (1955) y El grito (1957), pero su consolidación y reconocimiento internacional llegaría con la llamada “trilogía de los sentimientos”, integrada por La aventura (1960), La noche (1961) y El eclipse (1962), premiadas en los festivales de Cannes y Berlín. Es el momento en que se habla de la “alienación” de los personajes, de su inestabilidad emocional, de su fragilidad frente a un mundo que por entonces estaba cambiando vertiginosamente. De todo eso, hoy queda más que nada el registro del espíritu de una época, la diagnosis casi antropológica de un determinado momento y de una determinada generación. Pero si hay algo que permanece inalterablemente vivo y presente del cine de Antonioni, si hay algo que afirma su modernidad a ultranza es la manera en que percibe el mundo, la sensibilidad de su mirada, su capacidad de “esculpir en el tiempo”, para utilizar el concepto de Andrei Tarkovski.
Ningún film lo prueba mejor que El desierto rojo, ganadora en 1964 del premio máximo de la Mostra de Venecia, el León de Oro. El conflicto de Monica Vitti –su musa, el rostro con quien queda asociado para siempre el cine de Antonioni– parece hoy irremediablemente fechado, lo mismo que la metáfora de su “enfermedad”, que era la inadecuación de la burguesía italiana de entonces a su súbito y milagroso éxito económico. Pero el uso del color, al que Antonioni se vuelca por primera vez, es tan deslumbrante en El desierto rojo, sus composiciones son tan intensas, la duración de los planos tan perfectas, que hacen del film un objeto estético autónomo y desnudan de qué manera el cine se ha empobrecido desde entonces en sus modos de expresión. Hay algo que reafirma también en Il deserto rosso –como antes en L’avventura– la modernidad de Antonioni: el suyo es un cine abierto, liberado de la clásica estructura aristotélica, entregado al misterio del sentido, que ya no puede ser unívoco.
Roland Barthes escribió en 1980 un famoso texto titulado “Cher Antonioni”, una suerte de carta abierta donde elogiaba la visión que Antonioni tenía del mundo como artista, como poseedor de una sensibilidad capaz de expresar el espíritu de su época. En dicho texto, Barthes define los rasgos esenciales de la modernidad del cineasta: “Muchos toman lo moderno como una bandera de combate contra el viejo mundo, contra sus valores comprometidos; para usted, lo moderno no es el término estático de una fácil oposición; lo moderno es, por el contrario, una dificultad activa para poder seguir los cambios del tiempo, no sólo en el nivel de la gran historia, sino en el interior de esa pequeña historia de la que la existencia de cada uno de nosotros constituye la medida”.
En los primeros años ’60, Antonioni radicaliza su propio método, que había comenzado a esbozar en El grito: las acciones del relato son mínimas, los movimientos han sido casi eliminados y sus personajes parecen estar bloqueados. Cobran preeminencia las formas arquitectónicas y las figuras abstractas, al punto que su cine rompe definitivamente con uno de los elementos fundamentales de la poética neorrealista: la posibilidad de hacer coincidir lo real con lo visible. Como señala el crítico español Angel Quintana: “Antonioni demuestra cómo lo visible puede abrirse hacia dimensiones mucho más vastas que lo real. A partir de las figuras de la realidad, Antonioni construye un espacio fílmico cercano a la tela de un pintor racionalista abstracto. La geometría del mundo ha acabado eclipsando también a las personas, las ha anulado y las ha disuelto en el paisaje urbano”.
Como un artista plástico que pasa de una técnica a otra, después de haber probado el color Antonioni nunca más lo abandona. Y lo utilizará cada vez de forma más personal y expresiva. En Blow Up (1966), rodada en el swingin’ London de la época a partir del relato Las babas del diablo, de Julio Cortázar, Antonioni vuelve a tomarle el pulso a su tiempo y gana la Palma de Oro del Festival de Cannes. En Zabriskie Point (1970) se aventura en el desierto californiano, descubre los movimientos contraculturales que se agitan en la juventud universitaria de Estados Unidos e imagina el estallido de la sociedad de consumo. Y con El pasajero (1974), protagonizada por Jack Nicholson y Maria Schneider, consigue el que quizás sea su film mayor, el que mejor ha logrado atravesar la prueba del tiempo, una reflexión sobre la disolución –psicológica, histórica, social– de la identidad.
Paradójicamente, a partir de El pasajero –cuyo último plano, por su complejidad técnica y riqueza semántica, todavía sigue siendo objeto de estudio– el cine de Antonioni también comenzó a desaparecer, un poco como el personaje de Nicholson. Recién ocho años después se conoció el siguiente trabajo de Antonioni, El misterio de Oberwald (1980), una relectura de El águila de dos cabezas de Jean Cocteau, protagonizada por su amada Monica Vitti, que le sirvió como campo de experimentación para probar la textura y las posibilidades de un soporte por entonces relativamente nuevo, el video, al que le extrajo sus colores más rabiosos. Con Identificación de una mujer (1982), Antonioni se volvió autorreferencial: la historia de ese cineasta italiano que después de años en el exterior vuelve a filmar a Roma era un poco la suya, como también su inadecuación al mundo. El crítico francés Serge Daney fue quien mejor entendió la película: “Ya casi nadie sabe (o ve) hacer cine como Antonioni. Este film se hallará muy alejado del gusto actual y de su chatura o, al contrario, demasiado conforme al ‘Antonioni de siempre’, convertido ya en monumento histórico. No sería justo que tales cosas ocurran. A pesar de la belleza plástica de cada instante (digna de un Piero Della Francesca erotómano, digamos), surge del film un fuerte sentimiento de impaciencia, debido quizás al deseo de recuperar el tiempo perdido (dos películas y un video en diez años)...”
En 1985, un ataque cerebrovascular dejó a Antonioni con serios problemas de habla y movilidad, lo que no le impidió diez años después concretar su último largometraje, Más allá de las nubes, en colaboración con Wim Wenders y la participación amistosa de la pareja que había protagonizado La notte, Marcello Mastroianni y Jeanne Moreau. Salvo por algunos momentos aislados, no fue una experiencia feliz, lo mismo que su corto Il filo pericoloso delle cose, que integró el largo colectivo Eros (2004), con otros episodios dirigidos por Wong Kar-wai y Steven Soderbergh. Quienes estaban cerca de Antonioni –como el guionista Tonino Guerra, que venía escribiendo para él desde los años ’60– creyeron ver en Enrica Fico, su última mujer, que hablaba y decidía por él, una influencia negativa. Pero más allá de este triste final, el mejor legado de Michelangelo Antonioni parece vibrar hoy en la obra de algunos de los más radicales cineastas contemporáneos –Tsai Ming-liang, Apichatpong Weerasethakul–, como si la modernidad de su cine todavía no se hubiera extinguido, como si todavía pudiera ser capaz de interrogar a esa construcción que llamamos realidad.
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