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Sábado, 27 de mayo de 2006

VIDEO › “ENTRE BESOS Y TIROS”

Hollywood también ama a los ladrones

La ópera prima de Shane Black es una comedia adrenalínica, con diálogos disparados a la velocidad de un misil.

 Por Horacio Bernades

“Sí, perdón, ya sé que no debería volver atrás ni ponerme a dar vueltas, pero yo soy así”, dice el narrador, y entonces la película se detiene. Tanto que llega a verse la separación entre fotograma y fotograma. Entonces retrocede cuadro a cuadro, hasta permitirle al narrador retomar el hilo. De allí en más la proyección sigue normalmente. Si se pueden considerar normales las enrevesadas andanzas de un ladrón metido a actor, un detective gay que asesora películas de tiros y una aspirante a actriz, fanática de las novelitas policiales baratas. Todo sucede, como es obvio, en Los Angeles, a medio camino entre la reescritura de la novela hard boiled de los ’30 y ’40, la comedia (muy) negra y la más desfachatada de las autorreferencias. Se trata de Entre besos y tiros, ópera prima de Shane Black, reputado guionista especializado en comedias de hiperacción, cuya firma supo estar detrás de las cuatro Arma mortal. Y que confirma aquí que lo suyo es algo así como la comedia adrenalínica con densos diálogos, disparados a la velocidad –y con la potencia destructiva– de un misil aire-aire.

Robert Downey Jr. es Harry Lockhart, ladronzuelo neoyorquino que, escapándole a la policía, se mete en un local donde están tomando unas pruebas de actuación. Lo confunden con un aspirante y le ponen un guión en la mano. Como el guión hace referencia a una situación muy parecida a la que el tipo acaba de vivir, su actuación es la más “creíble” que pueda imaginarse. “Ya no hay quien actúe así”, le dice una profesora a otro, y éste asiente, con una referencia al Método del Actor’s Studio. De allí a Hollywood no hay más que un avión. Y dónde podría ir a parar un actor en Hollywood si no a una fiesta con parque, pileta y rubias nadando en bikini. Una de esas rubias resultará ser Harmony (Michelle Monaghan, la misma de Misión Imposible III), una chica de la que desde chico estuvo enamorado (sí, las casualidades están a la orden del día en Entre besos y tiros). “Se encamó absolutamente con todo el mundo, menos conmigo”, le confesará Harry un poco más tarde a Gay Perry, que se llama Perry y es gay. Detective gay, para más datos, que trabaja de lo mismo que Kevin Spacey en Los Angeles al desnudo: asesor cinematográfico. Y al que encarna un Val Kilmer inusualmente relajado, a pesar de su botoxeado rostro.

Basado en una novela escrita por un tercero, lo que sigue es una elevación a la enésima potencia de las retorcidas tramas de las novelas negras del período clásico. El relato se escancia en cinco partes, no casualmente tituladas como novelas de Raymond Chandler (recuérdese que Chandler confesaba no tener la menor idea de quién había matado a quién en alguna de sus novelas, de tan complicado que era el plot). Aproximadamente podría recapitularse que Hillary tenía una hermana, que la hermana era abusada por su padre, que para huir de éste se refugió bajo el ala de un poderoso empresario-hampón, que éste también abusó de ella y que por eso la chica terminó suicidándose. Pero no, momentito, parece que la que se suicidó en realidad era una doble de la chica, que la chica está viva y su padre también... Si no estuviera enteramente narrada con la actitud que los sajones llaman tongue-in-cheek (con ánimo jodón, se diría en criollo), la trama de Entre besos y tiros resultaría insoportablemente recargada, vueltera, imposible de seguir e inútilmente intrincada. Porque a quién le importa romperse la cabeza para develar una vuelta de tuerca, cuando a ésta la sucede otra y otra más.

Si los inescrutables laberintos de Kiss Kiss Bang Bang se siguen con gusto es porque la propia película deja claro que importa absolutamente tres belines si la muerta no es la muerta sino otra muerta. Lo que importa es el placer de narrar que Mr. Black transmite y que el espectador recibe. No sólo por las ocurrencias absolutamente gratuitas (cierto dedo cortado que va y viene) y por los guiños, digresiones y comentarios que el off le dedica en forma directa (“Quédese tranquilo, que yo también vi El señor de los anillos y no pienso darle 17 finales a este relato”, se ataja Lockhart), sino por la buena química que la película gestiona entre Downey Jr. y Kilmer (y que recuerda mucho a las mejores películas de Ron Shelton, como Los blancos no saben meterla). Y por el timing y acidez de unos diálogos que –tan sobreescritos como la trama– nunca dejan de chisporrotear. “Estaba transpirando más que Drew Barrymore en una disco”, dice Downey Jr. en un momento y el espectador no puede dejar de festejarlo, aunque no entienda bien por qué. Lo que le pasaba a Chandler con sus novelas.

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Entre besos y tiros, un film laberíntico, pero narrado con una notable frescura.
 
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