Sábado, 21 de enero de 2006 | Hoy
TEATRO
May (personaje de Julieta Díaz): Mi madre estaba desesperadamente enamorada del viejo. Estaba obsesionada a tal punto que no soportaba estar sin él ni un segundo. Lo buscaba de pueblo en pueblo. Seguía pequeñas pistas que él dejaba, una postal, o la caja de fósforos de un hotel. Nunca le dejó un número de teléfono o una dirección o algo así fácil, porque mi madre era su secreto. Lo rastreó durante años y él trataba de mantenerla a distancia porque cuanto más se acercaban esas dos vidas distintas, esas dos mujeres distintas, esos dos hijos distintos, él se ponía más nervioso. Lo aterrorizaba que esas dos vidas se encontraran y terminaran devorándolo. Que su secreto le saltara al cuello. Finalmente ella, mi madre, lo alcanzó, lo acorraló. Me acuerdo del día en que descubrimos el pueblo. Ella estaba encendida. “¡Es éste!”, repetía, “¡Este es el lugar!” Le temblaba todo el cuerpo mientras caminábamos por las calles, buscando la casa donde él vivía. Me apretaba la mano tanto que pensé que me iba a quebrar los dedos. Estaba muerta de miedo de encontrárselo por casualidad en la calle, porque sabía que estaba traspasando un límite. Ella sabía que estaba entrando en una zona prohibida, pero no lo podía evitar. Todo el día caminamos por ese pueblo chato, horrible. Todo el día. Lo recorrimos todo, mirando por cada ventana abierta, viendo todas esas familias estúpidas hasta que por fin lo encontramos. Era justo la hora de la cena y estaban sentados a la mesa comiendo pollo frito. Estábamos tan cerca que podíamos ver lo que estaban comiendo. Oíamos sus voces pero no podíamos entender lo que decían. Lo gracioso fue que cuando por fin lo encontramos... desapareció. Estuvieron juntos unas dos semanas y un día él se esfumó. Después de eso, nadie lo volvió a ver. Jamás. Y mi madre se encerró en sí misma.
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