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Martes, 17 de noviembre de 2009

CINE › OPINIóN

Un instante en la patria de la humanidad

 Por Juan Carlos Capurro *

Para disfrutar de la obra hay que pasar por el Purgatorio. Así debería rezar el cartel en la puerta de la sala donde se exhibe este extraordinario film de Alexander Kluge. Es que la categoría del Vaticano se convierte, de la mano de Kluge, en una lograda expresión artística. El nos dice: si quieren entender, van a tener que sufrir un poco. Afortunadamente, esta vez no será a la manera de Esquilo, sino como lo haría Aristófanes, sonriendo.

La película comienza con la ejecución de una pianista de vanguardia; luego, mientras ella hace lo suyo, una actriz lee fragmentos de El Capital. A partir de allí, la trampa está tendida: todos nos ponemos muy serios para asistir a una clase magistral, basada en los apuntes del gran Eisenstein para su futura obra maestra: llevar al cine el opus magnum de Marx.

El amistoso ardid de Kluge está bien urdido. A medida que corren los fotogramas, el espectador fatiga su trote intentando seguir el ritmo. Los minutos se hacen eternos. Los diálogos y monólogos alemanes se suceden alemanamente. Para mayor claridad de lo que se perpetra, todo está graficado en textos a la manera de un videoclip, mezclados con los carteles de la vanguardia rusa. Colores, imágenes, montajes bellísimos, que no logran disipar el estupor que va invadiendo, lentamente, a quien intente seguir el hilo de la obra.

Mientras las concentradas pianistas continúan ejecutando, se suceden los análisis de tramos descontextuados de Marx y de Eisenstein, logrando, si cabe, que sean aún más complejos. Actores del Berliner Ensemble, policías de la ex RDA, todos leen concertadamente, aumentando el desconcierto. “Deberíamos poder comprenderlo”, dicen los agentes del orden, luego de recitar a Marx.

Una joya absoluta es el comentario telefónico del “poema épico” de Brecht. El diálogo alcanza allí cumbres maravillosas, al remontarse a Homero, Lucrecio y la música de las palabras. La cáustica entrevista lleva a los interlocutores –uno de ellos el autor del film– a un estado de gracia, en todos los sentidos del término.

Cuando uno cree que ya ha logrado acomodarse en la butaca, irrumpe, intempestivamente, un film dentro del film, atribuido a un tercero, donde se describen, abrumadoramente, con precisión surrealista, las virtudes y miserias de la categoría mercancía. Esta estampa luminosa opera como pasaje de una narración en donde las góndolas de los supermercados dejan de estar repletas para hundirse en la soledad del vacío.

Luego de varias anotaciones de crítica al cine de propaganda, llegamos al desenlace, el momento en el que el autor descubre definitivamente su juego. Se trata del reportaje al obrero desocupado crónico de la ex RDA. El candor y la belleza en que se desenvuelve ese hecho cruel, paradoja de la unificación alemana, nos lleva a sentir indignada simpatía y no piedad por sus circunstancias. Se trata de un rompecabezas armado con precisión por Kluge: el “obrero” no es real y, sin embargo, es verdadero.

Esos altos destellos se hilvanan, caóticamente, con los apuntes de la crisis del ’29, sibilinamente vinculados con la actual. La forma en que se trata de llevar el Oro de Moscú para “comprar” al capitalismo es una de las tantas líneas desopilantes de esta lectura de El Capital que no tiene desperdicio. Otro tanto ocurre con los numerosos “expertos” que opinan sobre los alcances del fallido intento de Eisenstein de llevar a término su obra, siguiendo el ejemplo –nada menos– del Ulises de Joyce. Un apunte: el Comité Central de la URSS aparece autorizando el guión del Octubre de Eisenstein. Realidad y ficción de inspiración marxista, incluyendo no sólo a Carlos, sino también a Chico, Harpo y Groucho.

La obra de Kluge parece tomar, de conjunto, algo que está en el aire de los tiempos. En momentos en que asistimos, en el campo de la creación artística local, a una sutil mirada del peronismo que parte de la Patria de la Felicidad, esta obra sobre lo sucedido en nombre del marxismo resulta, a su manera, una pregunta sobre la suerte de la Patria de la Humanidad. En ambos casos hay un pasado que nos interpela, desde sus propias singularidades, sobre un futuro incierto.

El film termina con una denuncia acerca del destino de la tumba de Marx; la de Highgate, en Londres, no es la verdadera. Esta inquietante revelación klugiana confirma, desde el Arte, que los fenómenos históricos se resisten a la paz de los cementerios.

* Artista plástico. Revista Estrella del Oriente (estrelladeloriente.com)

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