Miércoles, 6 de enero de 2010 | Hoy
MUSICA › OPINIóN
Por Luis Paz
Banfield es una pequeña localidad del sur del conurbano bonaerense, con unos 28 kilómetros cuadrados ocupados por no más de 224 mil habitantes, según el censo 2001. Pequeña, sí, pero no modesta: Cortázar vivió en Rodríguez Peña al 500; Dee Dee Ramone habitó la casa de una muchacha punk que conoció en El Tío Bizarro, de Burzaco; Piero jugaba en sus plazas cuando su viejo aún era rápido; el Les Luthiers Gerardo Masana, la actriz Gloria Carrá, el titiritero Sergio Mercurio y otros amados vivieron allí. También Gerardo Sofovich y el ex presidente Eduardo Duhalde, segundo gobernador bonaerense local, luego de Oscar Alende (a uno se lo recuerda hoy con un hospital en su nombre y al otro por sus escuelas de cartón, pero ésa es otra historia). Banfield tiene un club atlético campeón de Primera División. Y también sus ilustres muertos: el futbolista Garrafa Sánchez, el tanguero Julio Sosa, el genial Pepe Biondi y, ahora, a Sandro.
El Gitano vivió eternamente guarecido detrás de las piedritas pálidas que decoran el paredón altísimo que circunda su Graceland, en Beruti al 200, casi esquina Hipólito Yrigoyen. Cada 19 de agosto, la vereda se llenaba del color de sus nenas, esas que probablemente todos los 4 de enero que les queden deambularán sollozando o pataleando frenéticamente por la partida de un cantor que supo que no tendría que celarlas de ninguna estrella momentánea, que fueron y serán suyas (y que era poco probable que alguien las envidie). El lunes no le dieron color a la noche. No podían.
Andar esas calles hoy es entregarse a la melancolía, pero no siempre fue así. Caminar Beruti, Alem o Acevedo era dejarse llenar por un aire más fresco que el del resto de la localidad. Tan cerca y tan lejos, a cien metros del divagar continuo de autos y colectivos por Yrigoyen (la ex Avenida Pavón), sólo había garitas con guardias conocedores de cada nombre de vecino, árboles camino al centenario y un empedrado desparejo que la gente mantuvo vivo a fuerza de petitorios. Los edificios se quedaron allá, más cercanos al centro de Lomas de Zamora, la cabecera del distrito. El barrio era encantador, liberador y sigue siendo el más pudiente de una localidad que también cobija la pobreza extrema, a 30 cuadras; el paco, a 20, y las calzas blancas de las playeras de estaciones de servicio, a 10.
Vuelve a ser lunes, Sandro ya no está y en el bar frente a la estación ferroviaria, aggiornada con los coches nuevos que reemplazaron a los 552 trompudos y a los 548 destartalados, tres cuerpos contemporáneos a los del cantante celebran en cerveza las burbujas de oxígeno que, horas antes, habían abandonado los pulmones del varón banfileño. Y, tiempo fugaz, ahora es martes y la confitería Las Vegas está de luto. Hace rato que el Gitano no desayuna allí y más desde que dejó de encontrarse en el diario que le gustaba acompañar de café con leche y medialunas o tostadas, según el ánimo. Mozos y remiseros conocen a Olga, dicen que la amaba y protegía de un modo inexplicable. A veces atendían o conducían a la familia extendida de ambos, eran parte de la magia de la farándula por un instante fugaz.
Tal vez fue eso lo que alzó a Sandro a la cima del cariño popular. Pepe Biondi le había sido enajenado al barrio por la televisión, lo mismo la Carrá. Cortázar siempre trotó mundos, de los literarios y los geográficos, nunca fue propio más que en el mural del conservatorio Julián Aguirre, ese cercano a la distribuidora Nanque que ya prontó lavadero será. Celebrar a Duhalde es imposible. Alende es un viejo relato de los tíos abuelos.
Pero Sandro aparecía en lo de Susana, almorzaba con Mirtha, el Puma lo homenajeaba, el rock entero lo tributaba. El Gitano era para Banfield lo que Maradona fue para Fiorito: uno podía mirar un culo por televisión y que la misma cámara mostrara a tu vecino. Era el héroe banfileño, el que lo hacía posible (aunque nadie supiera qué), el hijo de todas y todos.
Y no los olvidaba. Regalaba cuadros autografiados a los de Remis Sur. Salía a saludar nenas al menos una vez al año. Aparecía de torso desnudo en el cine, cantando “Atmósfera pesada”, o se disfrazaba con un sobretodo negro, barba postiza y sombrero de policial negro, para caminar Yrigoyen hasta el Coto de Temperley; pero de una u otra forma, cuando alguien lo reconocía, estiraba brazo y abrazo. No se hacía desear, provocaba deseo.
“De lo de Sandro, tres cuadras”, podía decirte una chica en algún bar de la zona y la amarías por nombrarlo, aunque jamás te deje poner Beat Latino durante el rápido encuentro. Tu madre tendría la fantasía de cruzarlo al ir a pagar cuentas al Banco Provincia de Alsina y te lo admitiría. Tu tío podía contarte que le prestaba las camisas para sus primeros shows y le creías. Podías ostentar frente a un amigo que habías orinado en la vereda de Sandro como si fuera un gran logro. Podías pasar ratos enormes en la parada del 548, esperando a que de la salida de French del caserón Sánchez se escapase una limusina y doblase a toda velocidad hacia Capital. Si ibas al Güiraldes, podías alimentar la mística de tu primer beso diciendo que lo habías dado contra las rejas de esa salida, aunque hubiera sido en el McDonald’s cercano o en la Shell de la esquina. Y todo era posible porque habías crecido en Banfield, como él, como ese tipo al que le estrellaban bombachas contra la bata, ese que le daba picos a Susana. Ese, tu vecino.
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