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Aunque ya pasó algún tiempo (y muchos libros), cada uno de los consultados por Página/12 recuerda el momento del “click” en que decidió dedicarse a la investigación científica. Y, no por casualidad, todos tienen un mismo origen: la curiosidad. Golombek recuerda que en la facultad “apareció en las clases la fisiología y en particular un pedacito del cerebro que mide el tiempo. Un profesor dijo ‘hay tiempo del lado de adentro’, yo dije ‘guau’, y desde entonces me dedico a estudiar eso”, cuenta. En cambio, Cappozzo tuvo una definición más temprana, cuando a los “7 u 8 años” sus padres le regalaron dos libros de la serie de Divulgación Científica de la revista Life: El maravilloso mundo de los insectos y El mar. “Desde esa edad, estaba decidido a conocer los insectos y los animales del mar”, afirma. Edelsztein, por su parte, dice que su pasión nació de la pregunta de una profesora de química en la secundaria que la dejó pensando: ¿por qué los electrones no colapsan con el núcleo en el átomo? “Si los electrones son negativos y en el átomo hay protones... ¡Me acuerdo de que me quedé dura porque no lo podía resolver! Me pareció lógica la pregunta, y no entendía por qué nunca se me había ocurrido a mí. Fue decir ‘quiero entender qué es lo que está pasando’”, se entusiasma. Y Rojo sonríe al contar que su padre le explicó la teoría de la relatividad a los 11 años, “con trenes que se mueven y rayos de luz que van de un lado al otro”. “Luego traté de explicársela a un tío y me di cuenta de que no había entendido nada. Entonces me dije: ‘Yo quiero entender bien esto’.”
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