Viernes, 29 de septiembre de 2006 | Hoy
LITERATURA
No me sirven las novelas cuando estoy solo; necesito la ficción para ser otro, está bien en los aviones o en los trenes o en los bares o en las bibliotecas, está bien en los cines o frente al televisor, en el dvd de los ordenadores, mientras viajo en los transoceánicos y rebusco entre las imágenes la relación con la Tierra, o en los grandes barcos y se hace eterna la llegada a puerto, ahí están bien las novelas; las novelas con sus personajes de hueso o de cartón, incluso de sangre, espadachines o víctimas de los espadachines, autores que lo saben todo diciendo lo que saben de la gente o de los paisajes, con su ruido y con su nomenclatura, este sabor de pasta hecha que sientes cuando las acabas de leer, el sentimiento de historia terminada cuando ya han acabado de existir sus personajes, bien hechos o hechos a pinceladas torpes o rotundas, personajes construidos para que tú creas que eres como ellos, o construidos para que tú sepas que nunca serás como ellos, ideales de la vida, o vidas sin ideales, seres que te atrapan o seres que se te resbalan como el jabón con el que se limpian los peces. Ahí están bien las novelas, empiezan y se acaban, se difuminan al final como si tú las hubieras soñado, soñado, soñado siempre, siempre soñando las novelas que tú has soñado, procedes de un sueño, siempre procedes de un sueño, como los hombres y como las novelas, y es como si estuvieras soñando también cuando las lees.
* Fragmento de Retrato de un hombre desnudo (Alfaguara).
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