Viernes, 24 de noviembre de 2006 | Hoy
LITERATURA › TEXTUAL
Uno puede imaginar por qué razones un confesor podría llegar a preferir la oralidad, la confesión dicha. La escritura supone cálculo (diseño de formas, palabras muy pensadas, estrategias) y en esa renuncia al arranque espontáneo se escurren también las mejores esperanzas en la sinceridad. Es mejor la palabra hablada, parecen decir los grandes confesores: los curas (porque así el que confiesa se entrega más), los psicoanalistas (porque así el que confiesa se reprime menos) y ahora también los jueces (porque así hay más chances de que el que confiesa se quiebre. Incluso la variante oprobiosa, la confesión bajo apremios, sólo tiene sentido en términos de oralidad –que el apremiado “cante”– y la única escritura que eventualmente cabe allí es la del propio nombre –que el apremiado firme una confesión que le han puesto–.)
Estas son, no obstante, en términos generales, las razones del confesor. El que confiesa elige por su parte, a menudo, la escritura (desde Rousseau en más, pasando por Neruda, que en sus memorias confiesa que ha vivido, y llegando a Borges, que en un poema apócrifo se suponía que confesaba lo contrario: que no había vivido). Muchas otras veces, sin embargo, y en verdad la mayoría, el que confiesa prefiere ser oral, oral y no escrito. Los motivos que tiene para proceder así no deberían ser los mismos que tiene el confesor, y de hecho no lo son. El que confiesa quiere dejar huellas, y la escritura deja huellas, la escritura es huella (lo digo en el sentido de Derrida, claro, como todo el mundo, pero también, más sencillamente, lo digo en el sentido de los policiales: uno podría, llegado el caso, no borrar las huellas de un crimen; pero las huellas de una confesión no pueden nunca quedar a salvo: a las huellas de la confesión hay que borrarlas sí o sí).
Por estas razones, que expongo sucintamente, admití participar de este ciclo de confesiones públicas, pero no de la posterior publicación en libro de los respectivos textos. Se supone que las confesiones son privadas, o incluso secretas, y por eso de hecho existe el “secreto de confesión”. En cambio, este espacio confesional es declaradamente público: se llama “confesionario”, pero funciona como un púlpito. De todas maneras, no es este carácter público lo que me desalienta, porque en tal caso me habría rehusado a participar del todo; sino la plasmación por escrito, que la palabra escrita quede. Tampoco es que el contenido de mis confesiones pueda resultar demasiado relevante, seguramente no lo será para nadie (para nadie excepto para mí, lo que demuestra que será una confesión absolutamente auténtica).
No presumo, entonces, de que mi confesión pueda ser importante. Si me niego a dejarla por escrita, no es por darle importancia a la confesión; a lo que le doy importancia es a la escritura. No me inhibe la confesión, me inhibe la escritura. Las páginas de las que estoy leyendo estas palabras serán, por lo tanto, destruidas de inmediato, no bien termine de leer y confesar, un poco como las cintas de aquella serie que veíamos cuando éramos chicos; y a la versión impresa del ciclo sólo pasará, eventualmente, este tramo introductorio, y no la confesión propiamente dicha, que leeré a continuación...
De Martín Kohan, en Confesionario, historia de mi vida privada (Libros del Rojas).
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