El cielo perdido
Por Mariano Ribas
Hubo una época, no muy lejana, en que el cielo nocturno todavía formaba parte de la vida cotidiana. Y en realidad así fue durante casi toda la historia de la humanidad. Todas las culturas, en todos los rincones de la Tierra, convivieron con ese magnífico techo natural: la Vía Láctea cruzando el cielo de lado a lado, como un gigantesco puente resplandeciente, y a su alrededor, por todas partes, incontables estrellas de distintos brillos y colores. La escena cobraba aún más dramatismo cuando algún cometa se descolgaba de las profundidades del espacio, y desplegaba una larguísima cola blanco azulada. O cuando una lluvia de meteoros iluminaba la noche y parecía presagiar el fin de los tiempos. Era un paisaje potente y sobrecogedor. Y su sola contemplación fue un ritual íntimo y silencioso que repitieron miles y miles de generaciones. Asombro, curiosidad, vértigo, miedo... todos, absolutamente todos nuestros antepasados sintieron esas mismas sensaciones. No es raro, entonces, que el cielo haya sido el gran escenario donde el hombre proyectó sueños y creencias.
Pero el cielo ya no es el mismo. Cada día nos parece más lejano, más ajeno a la experiencia cotidiana. En realidad, nada raro ha pasado con el universo: la Vía Láctea sigue estando, las estrellas siguen brillando y los cometas siguen pasando. Y sin embargo, casi no podemos verlos. ¿Por qué? Simplemente porque nuestras ciudades están sumergidas en enormes halos de luz artificial –muy mal utilizada– que estropean nuestra visión del firmamento. Hace poco se conocieron los resultados del primer estudio global sobre la “contaminación luminosa”. Y son verdaderamente preocupantes. Aun así, no es del todo tarde, todavía estamos a tiempo de recuperar el cielo perdido.
La contaminacion luminosa
El problema de la contaminación luminosa es bastante reciente. Tanto es así que hasta hace apenas unas décadas nadie hablaba de semejante cosa. De todos modos, sus raíces se remontan un poco más atrás. Todo comenzó hace algo más de un siglo, con la aparición de la luz eléctrica, sin dudas uno de los inventos más grandiosos de la historia. Pero todo gran invento puede ser mal utilizado. El impresionante crecimiento urbano a nivel mundial multiplicó por millones las lámparas hogareñas, los faroles de las calles y las rutas, los reflectores e, incluso, los enormes carteles publicitarios. El planeta se llenó de luz. Y buena parte de ella fue a parar, innecesariamente, hacia arriba. Y ése es el problema, porque esa luz no sigue de largo sino que se refleja y se dispersa en la atmósfera, en las gotas de agua en suspensión y en las partículas de polvo y de contaminantes que flotan en el aire (por eso, indirectamente, este problema también tiene que ver con la contaminación ambiental). Ese es, ni más ni menos, el mecanismo que provoca la contaminación luminosa. A principios del siglo XX, los astrónomos comenzaron a notar sus dañinas consecuencias. Los otrora oscuros cielos se estaban “contaminando”: un molesto velo luminoso envolvía las ciudades y sus alrededores. E incluso afectaba a zonas alejadas a cientos de kilómetros de cualquier urbe, llegando hasta los remotos sitios donde suelen ubicarse los observatorios astronómicos.
Por aquel entonces, los efectos de esa bruma artificial todavía eran muy sutiles, y sólo complicaban la observación por telescopio de los objetos más pálidos del cielo (especialmente a las nebulosas y a las galaxiasremotas). Pero llegó un momento en que la contaminación luminosa se hizo demasiado obvia: durante la década de 1930, la Vía Láctea y cientos de estrellas débiles dejaron de verse a simple vista en los cielos de las grandes ciudades del mundo (entre ellas, en fin, Buenos Aires).
Cielos pobres
Desde sus comienzos, la contaminación luminosa no ha hecho otra cosa que empeorar año tras año. Y hoy en día, en las ciudades, el brillo artificial del cielo no sólo es muy superior al de la Vía Láctea sino también al de la mayoría de las estrellas que en otras épocas podían verse fácilmente: en lugar de 2 o 3 mil estrellas, en las noches despejadas de Buenos Aires apenas podemos ver cien o doscientas. Y en otras ciudades del mundo, aun más grandes e iluminadas, apenas se pueden contar unas decenas. En los suburbios y en los centros urbanos más chicos, la situación no es tan mala, aunque deja mucho que desear.
Pero hay algo más: ese maldito smog luminoso no sólo nos está privando del paisaje estelar y galáctico. También ha estropeado dos de los mejores espectáculos de la astronomía a simple vista: los cometas y las lluvias de meteoros. En las grandes metrópolis, la polución lumínica ha convertido a los cometas más brillantes en deslucidos visitantes, que casi siempre pasan desapercibidos. A principios de 1996, el cometa Hyakutake, uno de los mejores del siglo XX, pasó varias semanas sobre los cielos argentinos. En las ciudades sólo fue un pálido manchón de luz. Sin embargo, para los habitantes de las zonas rurales o montañosas, o para quienes se alejaron de los centros urbanos para verlo, el Hyakutake fue una experiencia inolvidable. Sin ir más lejos, hace apenas unas semanas hubo un cometa bastante interesante (el Linear / 2000 WM1) que podríamos haber observado a simple vista durante la noche desde esta parte del globo. Pero, por culpa de la contaminación luminosa, eso fue imposible. Algo similar ocurre con las lluvias de meteoros, que se producen cada vez que nuestro planeta se zambulle en los polvorientos ríos de polvo dejados por los cometas. La reciente lluvia de meteoros de las “Leónidas” fue un gran espectáculo (con cientos o miles de estrellas fugaces por hora) sólo reservado a áreas rurales, montañosas o desérticas, pero no para las ciudades y sus zonas aledañas. De a poco, y casi sin darnos cuenta, estamos perdiendo nuestro balcón al universo.
Cuantificando el problema
La contaminación luminosa existe, pero hasta ahora nadie la había cuantificado. Sí se habían tomado varias fotos satelitales, mostrando los distintos continentes durante la noche, salpicados por las luces de las ciudades. Y eso permitió tener una idea cruda de la extensión del problema. Cruda, porque para tener un panorama claro de la contaminación luminosa a nivel global y regional no alcanza con fotografiar las luces de las ciudades desde el espacio. También hay que considerar la otra pata de la polución luminosa: la reflexión y la dispersión de la luz artificial generadas por la atmósfera. Y eso es precisamente lo que hicieron los italianos Pierantonio Cinzano y Fabio Falchi (ambos de la Universidad de Padua) y Chris Elvidge, una investigadora de la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica de los Estados Unidos. Los tres científicos trabajaron con varias imágenes nocturnas de los continentes (tomadas por satélites norteamericanos), las combinaron con sus propios modelos de reflexión y propagación de la luz en la atmósfera, e introdujeron los datos demográficos de casi todo el planeta. Y así construyeron el “Primer Atlas Mundial del Brillo Artificial del Cielo Nocturno”, que recientemente fue publicado en la revista británica Monthly Notices, de la Royal Astronomical Society. Las conclusiones no son nada alentadoras.
Implicancias culturales
La Vía Láctea ya no está. La mayoría de las estrellas tampoco, y sólo hay que conformarse con las más brillantes. Los cometas pasan sin pena ni gloria. Y las lluvias de meteoros no se lucen. Son cielos pobres, que no dan cuenta de todo lo que verdaderamente existe allí afuera. Y esa falsa impresión tiene profundas implicancias culturales e intelectuales: para buena parte de la humanidad, la visión del universo se ha hecho miope y muy poco tentadora. Y eso, sin dudas, achata nuestra perspectiva, nuestra visión de la realidad y hasta nuestros sueños. “La contaminación luminosa no es un problema de los astrónomos, en realidad es algo que perjudica a todos por igual, porque estamos perdiendo la percepción del universo”, dicen los autores del citado estudio. Y con respecto a la “desaparición” de nuestra galaxia en buena parte de los cielos del mundo, agregan: “La Vía Láctea no es algo extraño, es simplemente el lugar donde vivimos”.
Desde siempre, el cielo ha sido la fuente de inspiración para incontables relatos e interpretaciones acerca del origen del mundo y del universo. Y sin importar las épocas, las culturas o las razas, la contemplación de un firmamento negro y repleto de estrellas ha sacudido las fibras más íntimas de nuestra especie. Su inmensidad nos golpea, nos emociona y nos asusta. Ubica nuestra existencia en un mar de tiempo y espacio en el que parecemos perdernos. Esas sensaciones fueron el germen para generaciones y generaciones de científicos, filósofos, poetas, músicos, pintores y exploradores. Pero un cielo pobre, vacío y grisáceo, salpicado de unos pocos puntos mortecinos, difícilmente pueda estimular las mentes de cientos de millones de chicos que están creciendo en medio de enormes urbes bañadas de luz.
Una luz de esperanza
Recuperar el cielo perdido no significa quedarnos a oscuras o volver a la prehistoria. Sólo se trata de iluminar mejor y no desperdiciar la luz “iluminando las panzas de los aviones”, como suelen decir los astrónomos aficionados. Es curioso, porque la contaminación luminosa también es un serio problema económico: las tres cuartas partes del brillo que vemos en el cielo de las grandes ciudades, por lo menos, corresponde a luz artificial desperdiciada. Son millones de lámparas, faroles y reflectores mal diseñados, que encandilan, que derrochan luz y que no se limitan a iluminar lo que tienen que iluminar (calles, plazas o estadios) sino que “tiran” más de la mitad de su luz hacia arriba. Según un informe de la International Dark Sky Association (IDA) –la principal organización mundial que lucha contra la contaminación luminosa, con sede en Tucson, Arizona, y que cuenta con miles de socios en más de 70 países–, sólo en Estados Unidos se gastan 1500 millones de dólares por año en luz que va a parar al cielo. Y este despilfarro, doblemente dañino, también ocurre en el resto del planeta.
Pero hay una solución, bastante sencilla, que gracias a la acción de la IDA y asociaciones similares en otras partes del mundo ya se está aplicando con mucho éxito en varios lugares. Simplemente hay que instalar sistemas de iluminación diseñados para que la luz vaya hacia abajo, donde realmente haya que iluminar. Son lámparas y faroles que usan escudos, techitos y rebordes que impiden la fuga de la luz hacia arriba. Y así, aprovechando bien la luz, se pueden utilizar lámparas de la mitad de la potencia –y consumo– que las que llevan los faroles comunes. Si este uso razonable de la luz eléctrica se extendiera masivamente a los edificios, los comercios, las calles, las avenidas, las rutas, las plazas, los parques, los estadios y las fábricas, las cosas podrían cambiar. Se ahorraría energía y se cuidaría el cielo. La ecuación no puede ser mejor.
Vale la pena, entonces, hacer correr estas ideas. Es mucho lo que está en juego, porque el cielo es un patrimonio natural, un inigualable paisaje a proteger. La contaminación luminosa lo está arruinando. Y nos está robando un sentimiento primario, esencial y tan antiguo como nuestraespecie: la fascinación por el universo. Es una experiencia necesaria. Y profundamente humana.