ANTIGUAS (Y DIVERTIDAS) TEORIAS SOBRE LAS PIEDRAS
Rocas vivas
Por Mariano Ribas
Créase o no, hasta hace apenas unos siglos mucha gente pensaba que las piedras tenían vida, comían, crecían, e incluso, que tenían distintos sexos y podían reproducirse. Hoy, estas ideas pueden parecernos absurdas (y muy divertidas), pero en su momento fueron tomadas muy en serio. A continuación, un breve muestrario de lo que, en conjunto, bien podría llamarse “la teoría de las rocas vivas”.
Durante el siglo XVI, varios científicos europeos se dedicaron al estudio de las piedras. Uno de ellos fue Girolamo Cardano (1501-1576), un famoso médico, matemático y filósofo italiano. Examinando minuciosamente gemas y otros minerales más comunes, observó que algunas tenían diminutas cavidades, finos túneles y rayas borrosas. Y concluyó que esos detalles revelaban “formas muy simples de aparatos digestivos”. Claro, Cardano y sus seguidores pensaban que las rocas crecían gracias a la absorción de nutrientes, que entraban por sus poros y luego circulaban por todo su “cuerpo” a través de conductos.
“Seres privilegiados”
Más cerca en el tiempo, nos encontramos con el naturalista francés Jean Baptiste Robinet (1735-1820), que no sólo compartía las ideas de Cardano, sino que las profundizó. En su obra más célebre –De la Nature– afirmaba que las piedras tenían órganos internos que les permitían filtrar y transportar el alimento “hasta todos los puntos de su sustancia”. Y eso no es todo: llegó a decir que los minerales también pueden sentir hambre, y que cuando no comen durante días “se debilitan y sufren mucho”. Robinet aceptaba que las piedras no podían moverse (menos mal), pero aclaraba que las plantas y las ostras tampoco lo hacen, y sin embargo se alimentan: “las piedras no necesitan moverse para buscar su alimento, porque éste viene hacia ellas”, justificaba el científico. Y arriesgando aún más, las calificaba como “seres privilegiados, porque con menos recursos cumplen idéntica finalidad”. En realidad, Cardano y Robinet no fueron los primeros que se ocuparon de este pétreo asunto. La cosa viene de mucho más lejos: varios autores de la antigüedad también decían que las rocas tenían vida y que surgían de semillas o de los relámpagos. E incluso, había quienes creían que nacían en la superficie de la Tierra, o en su interior, por obra y gracia del calor y la influencia del Sol y los planetas.
El sexo de las piedras
Si las piedras eran seres vivos, entonces deberían reproducirse de algún modo, y probablemente habría piedras masculinas y femeninas. Así razonaba, hace 2300 años, el filósofo griego Teofrasto. Y así lo escribió en su voluminosa obra Historia de las piedras (que dicho sea de paso, fue el primer tratado de mineralogía). En la misma línea teórica estaba Plinio, el gran escritor romano del siglo I que, entre otras cosas, fue un gran estudioso de las rocas y los minerales en general. Y llegó a una sorprendente conclusión: según él, todas las piedras tenían una raya que definía su sexo. La raya de los “machos” era más gruesa, y la de las “hembras”, más fina y sutil. Las ideas de Plinio y Teofrasto sobre el sexo de las piedras sobrevivieron durante mucho tiempo, y fueron retomadas, entre otros, por John Mandeville, un naturalista inglés del siglo XVI. En una de sus obras, escribió: “La unión de los dos sexos en los minerales lleva a la creación de nuevos individuos, al menos en el caso de los diamantes”.
Otras veces, estas alucinantes teorías no partían de malas interpretaciones, sino de simples confusiones: muchas de las “piedras” a las que se referían los autores de la antigüedad eran conchillas petrificadas o huesos fosilizados. Así, por ejemplo, había quienes pensaban que las Glossopetras (unas supuestas piedras chatas y triangulares) crecían en el aire y caían a tierra durante las tormentas. Por suerte, las Glossopetras no caen del cielo, y no son otra cosa que los dientes fosilizados de tiburones. Y las “piedras masculinas y femeninas” de Plinio eran los restos de distintos crustáceos que vivieron hace millones de años. Interpretaciones apresuradas, comparaciones absurdas, confusiones al por mayor y generosas dosis de imaginación: es un cocktail que muchas veces ha mareado a los científicos. Es que la ciencia funciona, pero de tanto en tanto tropieza... con alguna inoportuna piedra.