Viernes, 28 de agosto de 2015 | Hoy
CINE
La utilidad de un revistero, sofisticado objeto audiovisual de Adriano Salgado que se despliega desde la –aparentemente– casual conversación entre dos mujeres.
Por Marina Yuszczuk
De vez en cuando (es decir, casi nunca) aparece una película tan extraña como La utilidad de un revistero, la opera prima de Adriano Salgado que ganó el premio a Mejor película argentina en el 28º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, y una se desconcierta. En ese mismo festival, su director recibió el premio DAC a Mejor Director Argentino en Competencia, y aunque la simplicidad engañosa de La utilidad de un revistero podría hacer que a primera vista ese premio resultara inexplicable, dos horas le bastan a Salgado para dar a entender que poner una cámara frente a una mesa y dos actrices podrá parecer algo así como simplificar el cine hasta su grado de máximo simpleza, pero no: esta película, aunque consista básicamente en un plano fijo donde dos actrices intercambian acciones y palabras, es un objeto altamente sofisticado, mentiroso como cualquier ficción, lleno de trucos. La única razón por la cual la de Salgado parece una película más simple que el promedio es que estamos acostumbradxs a narrativas cargadas de temas, tramas y tonos que suben el volumen hasta que se hace imposible no sentirse afectadx, o al menos involucradx.
La utilidad de un revistero, en cambio, juega con gracia pero también con descaro a hipnotizar a lxs espectadorxs apenas con la charla de dos mujeres que se sale en contadas ocasiones del tono casual, amigable, un poco tonto (con esa tontedad propia de la supervivencia, aclaro, de la charlita sobre el clima en el ascensor sin la cual no podríamos soportar el simple hecho de compartir con extrañxs un espacio), de las conversaciones cotidianas. Todo sucede cuando Miranda (Yanina Gruden) llega al departamento donde vive Ana (María Ucedo) para una especie de entrevista de trabajo informal, que se prolonga bastante y en un momento incluye una cena con empanadas. Pero la película ya había empezado antes que la acción: Salgado quiere hacer del espacio un elemento que participe explícitamente de lo que se ve en lugar de limitarse a ser un fondo, y no sólo Ana arma la escena corriendo objetos de la mesa, sino que le adelanta a su invitada que la casa está llena de goteras, dando la clave de las operaciones que el director va a hacer durante toda la película. Porque la escena es porosa, tiene filtraciones, el hermetismo sólo es aparente en La utilidad de un revistero.
Ana es escenógrafa de teatro y necesita una persona que la ayude con el diseño de vestuario y otros detalles para una obra que es una versión moderna y urbana de Caperucita Roja. Para ilustrar lo que va a ser el trabajo, coloca sobre la mesa una maqueta de la escenografía y le cuenta el argumento a Miranda, al mismo tiempo que lo ilustra poniendo frasquitos en el lugar de los personajes. El momento, que suspende la película porque la luz se apaga y una linterna va iluminando las distintas partes de la obra, es mágico y pone de relieve la ilusión que constituye al espectáculo. También es el primero de varios recursos que hacen de la puesta en escena, y de la película toda, un objeto prismático, donde varios dispositivos sonoros, visuales, verbales, narrativos (como las conversaciones por teléfono, las fotos que se saca Miranda con el celular, un video que se sustrae a la mirada del espectador, un biombo, un espejo, por nombrar sólo algunos) envían luz en otras direcciones, abren nuevos espacios, dan lugar a pequeños relatos diferidos o actuados que dejan abierta la posibilidad de que mucho de lo que se ve, o se oye, sea mentira. Lo bueno es que si toda esta batería de recursos y las reflexiones que disparan no ahogan la ficción es porque están montados sobre la naturalidad de Yanina Gruden y María Ucedo (una actriz elegante que debería aparecer más seguido en las pantallas), brillantes en esa especie de proeza de dos horas de duración, y entonces se puede pensar sobre las condiciones propias de todo cine o se puede simplemente sentirse encantadx.
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