Jueves, 31 de diciembre de 2015 | Hoy
RESCATES
Anna Göldin (1734 - 1782)
Por Marisa Avigliano
Una nena de ocho años encuentra una aguja en su plato de comida. Más agujas en su tazón de leche. El hallazgo del tesoro punzante la desvanece en fiebre, mucha fiebre. A diario escapan de su boca las flechas del mal. La nena de ocho años escupe el metal filoso y tiembla. La nena de ocho años está embrujada. El dueño de casa, Johann Jacob Tschudi, médico y padre de la nena, decreta pacto diabólico y culpa a una mujer. Esa mujer se llama Anna Göldin y es la criada. Anna es la bruja y nadie lo duda aunque nadie haya visto las agujas en el pan ni en la sangrante boca de la convulsionada nena. La denuncia se convirtió en arresto, el arresto en tortura y la tortura en una declaración de culpabilidad falsa que rebanó su cabeza inocente. La hoguera vestida de guillotina tuvo antes del tajo final sus días de cacería. Un séquito trampero en el estado evangélico de Gladis, el cantón suizo donde la mataron, fue tras la cabeza de Anna. El identikit de la búsqueda (con pago de recompensa incluido) advertía que se podía ver al diablo a través de sus enfermos ojos grisáceos y también oírlo en el susurro de su dialecto de Sennwald. El 18 de junio de 1782, el pueblo de Mollis celebró ver a la bruja degollada. Doscientos veinticinco años después el mismo cantón la exoneró asumiendo que fueron la superstición y el abuso del poder los responsables del asesinato judicial de Anna Göldin (la n final feminiza el apellido Göldi tal como aparece en su partida de nacimiento). Las agujas inventadas no tenían otra razón que la de silenciar el abuso sexual al que el doctor Tschudi sometía a Anna. Había que esconder las escenas de adulterio de cocina obligada que tanto complacían al médico de familia. Callarla y evitar el escándalo lo justificaban todo. Todo, también las convulsiones –no sabemos provocadas cómo– de su hija ni las escenas escalofriantes que debió narrar la nena delante del juez elegido.
Los asesinos castos avivaron el fuego, el tribunal ilegal escuchó la palabra culpable en boca de un hombre poderoso y la cabeza de Anna rodó en suelo religioso hambriento de clamor injusto. Una bruja más, una mujer menos. Anna era pobre y había enterrado sola hijxs propios recién nacidxs antes de trabajar en la casa del doctor Tschudi y de asumir mutilada una culpa que no tenía.
Siglos después sus pasos de peregrina errante se convirtieron en piel del mundo como anhelaban las sombras en las pinturas de Robert Motherwell y el anonimato mudo se hizo voz en las Annas que con otros nombres desafían las mismas violencias.
Los años del destiempo la privaron de ser quizás un personaje en uno de los cuentos de A manual for cleaning women, de Lucia Berlin, pero le dieron el protagónico en una biografía-novela, Anna Göldin, die letzte hexe (La última bruja), de Eveline Hasler, una película con igual nombre dirigida por Gertrud Pinkus con guión de Hasler, varios documentales, el nombre de una calle pueblerina y hasta un museo propio donde se exhiben las actas del proceso y los instrumentos de tortura con los que la laceraron para que asumiera sus “pactos con el diablo”. Se escucha una voz, es la de Abigail de Miller que grita “Quieren esclavas, no personas como yo”, todavía no le toca salir a escena, debe estar pasando letra.
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