Viernes, 22 de enero de 2016 | Hoy
CINE
Una madre y un hijo confinados a un espacio mínimo aprenden a convivir con sus fantasmas urdiendo un final que consigue ver la luz.
Por Marina Yuszczuk
Parece un argumento de ciencia ficción: una madre joven y su hijo, que acaba de cumplir cinco años, viven confinados en una sola habitación estrecha en la que despliegan su mundo. No hay exterior, o al menos ellos no tienen acceso a ningún otro espacio, y entre esas cuatro paredes cocinan, comen, van al baño, duermen, se bañan, cuelgan la ropa y hacen gimnasia para mantenerse más o menos flexibles. Pero atender las necesidades básicas no es suficiente para sostener la vida de nadie y entonces se instala una creencia, una especie de mito que la madre, Joy (Brie Larson) le transmite a Jack (Jacob Tremblay): que no hay más mundo que el que tienen a mano y a la vista, que no hay nada más allá de esas cuatro paredes, que solamente ellos dos son reales y el resto son figuras planas hechas de colores como las que muestra la tele. Con el libro de Lewis Carroll sobre el país de las maravillas arriba de la mesa, la mamá incluso le busca a Jack una comparación con algo que conozca diciéndole que ellxs están ahí como cuando Alicia se cayó en el pozo, aunque la escena circundante sea más sórdida, más deprimente.
Pero el demiurgo de semejante universo no es otro que un tipo oscuro al que llaman Old Nick, un hijo de puta que varios años atrás secuestró a Joy cuando todavía era una adolescente, la confinó en un cuartucho al fondo de su casa y la violó sistemáticamente hasta que ella tuvo un bebé. Después, la presión para mantenerla bajo su poder vino por medio de convertirse en el único proveedor para la madre y el hijo, mientras los mantenía encerrados. Sin embargo el apuro por tomar la historia como un retrato extremo para cualquier caso de violencia doméstica se debe refrenar, en primer lugar, porque el director Lenny Abrahamson sigue muy de cerca a la novela de Emma Donoghue del 2010 en que se basa la película (de hecho la autora de la novela participó en el guión), y el relato se mantiene todo el tiempo pegado al punto de vista de Jack, a las palabras que él consigue ponerle al mundo en el que vive, tan cotidiano para él y tan extraño como cualquier otro.
Así, de la mano de un nene de cinco años que vive sin horror lo que para los espectadores es terrible, la película consigue sortear una serie de riesgos que la hubieran hecho naufragar en un dramatismo lleno de golpes bajos: el énfasis excesivo en la obvia culpa del secuestrador, el regodeo en los abusos sexuales a la madre, la grandilocuencia en el momento de la liberación y el reencuentro con el exterior y la familia. Jack solamente tiene miedo y rechazo cuando la madre le revela que el mundo es más de lo que hasta el momento le hizo creer, cuando lo entrena para convertirlo en el recurso principal de un plan de escape. Y como Room, pegada a los cuerpos y a ese nudo todavía estrechísimo y primario entre el hijo y la madre, fue tan hábil en hacernos sentir a lxs espectadorxs lo vital de esa cotidianeidad artesanalmente construida y frágil, nos desvivimos por ellos y cuando llega la secuencia del escape, nos quedamos con el corazón en la boca. A unx puede importarle o no la historia que cuenta Room, pero es una película tan buena que sabe cómo plantear su aventura y hacer que de ella dependamos todxs. En temporada de premios y de histeria colectiva, cuando los dramas se llenan de gestas heroicas a cargo de minorías, enfermos terminales y genios no reconocidos cuyas hazañas se viven al son de orquestas estridentes, Room es un oasis, una película tan sobria y segura de sí misma que vela lo más tremebundo (violaciones, golpes, intentos de suicido, delitos), mantiene a su demiurgo en la oscuridad y pone en primer plano la dificultad para salir al mundo de una madre y un hijo justo en el momento en que el lazo primordial se rompe (“lo siento hijo, acá ya no hay más nada”, le dice ella cuando él le pide teta) y empiezan los reencuentros.
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