Viernes, 29 de enero de 2016 | Hoy
PANTALLA PLANA
Un diagnóstico del estado actual de las telenovelas argentinas a partir de Los ricos no piden permiso y La Leona, las tiras que El Trece y Telefe estrenaron en el prime time de este verano. Ficciones industria nacional que apelan a los estereotipos más remanidos y los hacen convivir con intentos de representar más de cerca a la “gente común” y su forma de hablar, con mansiones europeas que dominan desde el centro de las estancias de provincia el imaginario sobre las clases poderosas y los laburantes que comen choripanes mientras celebran en las calles una fiesta tan popular como alguna vez fue el Carnaval, con tímidas sirvientas uniformadas que dudan entre plegarse o no a los deseos de los patrones y dulces maestras que sonríen bajando los párpados al patrón-niño-rico-con-tristeza y minas bravas que se transan al tipo que les gusta contra un paredón, envalentonadas por el ardor de un vino a bajo precio.
Por Marina Yuszczuk
Casualidad o no, en un verano de contradicciones y despidos, de autos lujosos que ahora pueden comprarse sin descuento y empresarios exitosos que dirigen nuestra economía mientras nos indican cuántas pizzas o taxis de menos –es decir, lujos- estarán a nuestro alcance como consecuencia de sus medidas, los dos canales más vistos se disputan nuestra atención con ofertas casi opuestas. No sólo por los mundos que representan: en Los ricos no piden permiso hay, como es de imaginarse, ricos, poderosos y dueños de una estancia, y las tensiones pero también los cruces se dan con las personas que trabajan para ellos, desde las muchas mucamas de trajecito impecable, la cocinera (Leonor Manso) que sabe todo pero lo dice en voz baja, el capataz semi-letrado (Luciano Castro) y la maestra de la ciudad (Araceli González), que se refugia en el campo para escapar de un marido violento. La Leona, por su parte, situada en un ámbito urbano, retrata la oposición de clases en términos de empleados y patrones y hasta pone su centro de atracción, que es nada menos que la calentura entre María Leone (Nancy Dupláa) y Franco Uribe (Pablo Echarri), en la difícil negociación de los trabajadores de una empresa textil con el gerente de Recursos Humanos que interpreta Echarri, un tramposo de saco y corbata contratado para declarar la quiebra fraudulenta y dejar sin indemnización a los trabajadores.
La tensión de clases está por todas partes como tópico de telenovela ya instalado, imprescindible para que los amores sean prohibidos o, para modernizar un poco el término, “jugados”. Pero las tiras se diferencian también en la factura más clásica de Los ricos no piden permiso frente a la más moderna de La leona, y en los ámbitos en que transcurren la mayor parte de sus dramas y escasas alegrías: Los ricos no piden permiso, dedicada a impresionar con tomas aéreas de la estancia Villa María, tiene lugar en un casco de estilo tudor-normando rodeado por un campo liso, prolijo, y su imagen domina las escenas como el castillo de hadas de un imaginario sobre la riqueza en versión argentina. En realidad, como es de esperar, la casa es un nido de víboras y ya en el primer capítulo, a la pelea por el testamento del dueño fallecido se sumó el asesinato de su viuda, una Norma Aleandro que se divirtió durante unos minutos haciendo de mala malísima. Los empleados domésticos –o servidumbre, como le gusta decir a la cheta con que se casó Agustín (Gonzalo Heredia)- ocultan su trabajo en el subsuelo o se mueven por las habitaciones silenciosamente, aunque la separación de clases arquitectónica no da resultado: consecuente con la hermosa ficción que sustenta este mundo telenovelesco según la cual el amor es la fuerza que atraviesa toda diferencia, Agustín ya se prendó de Elena (Agustina Cherri), una de las mucamas, porque le parece que tiene cara de buena y lo puede ayudar a superar su alcoholismo y su vida sin sentido. Antonio, su hermano mayor (Juan Darthés), anda rondando a la maestra Julia Monterrey (Araceli González), y la hermanita loca que interpreta Sabrina Garciarena está loca, esta vez de amor, por el capataz (Luciano Castro), que escribe con faltas de ortografía y se declara bruto.
Los tres hermanos aparecen como víctimas de una familia que se pasa de disfuncional, tanto que la tristeza los lleva al alcoholismo (Heredia), el malhumor (Darthés) o los intentos de suicidio (Garciarena). Por otra parte, da la impresión de que el contacto con el dinero no hubiera producido en ellos ninguna ideología particular, y decididamente no comparten el desprecio familiar por mucamas y peones. Es de esperarse que, a modo de recompensa, el amor de los subordinados pueda salvarlos y darle un poco de sentido a esa vida lujosa que no tiene ninguna alegría. Los ricos de La leona son distintos porque son empresarios y no cargan con ese aire de alcurnia que tienen los Villalba, por más que Diana Liberman (Esther Goris) se vista como una dama de la nobleza y se la pase soñando con las plantaciones de gusanos de seda que tuvieron sus padres, fundadores de la textil Liberman. Pero mientras ella casi se disfraza de Eva Perón para hablarles a los empleados desde una especie de balcón en la fábrica, en un giño tan Nac&pop como cinematográfico, su marido, Klaus Miller (Miguel Angel Solá) escupió con desprecio que los empleados parecían monitos cuando los vio festejar desde lo alto de su oficina.
Como sea, no hay otra cosa que paternalismo o desprecio de parte de los ricos hacia los que trabajan para ellos, ya sean mucamas, peones o empleados. Pero a esa actitud, La Leona le opone un mundo propio, una cultura incluso, mientras que los empleados de Los ricos no piden permiso aparecen tan subordinados a la vida de los patrones que da la sensación de que si los echaran de la estancia, podrían desvanecerse en el aire. Nada que ver con los trabajadores de Liberman, que sienten a la fábrica como propia porque le ponen el cuerpo todos los días pero también, la viven a su manera. Y se la disputan al patrón: así los mostró el primer capítulo, peleando porque no los dejaban festejar el Carnaval en la calle.
La leona se instaló desde el principio, con nostalgia y un relato a cargo de Nancy Dupláa que simulaba acompañar algo así como una filmación en Super 8, en una ideología del trabajo que le debe mucho a la identidad peronista pero que acá, sólo la alude en la estampita de Eva Perón: los padres de María Leone se conocieron en la fábrica inaugurada por un inmigrante que llegó a Argentina persiguiendo un sueño, y soñaron ellos también. Con el terrenito, con la casa propia, con los hijos. Las vacaciones pagas y otras conquistas sociales ya estaban aseguradas, no por las luchas obreras ni el gobierno de Perón sino por un patrón que había traído de Europa “ideas de avanzada”. De esa amalgama que es la de muchos argentinos, teñida por la nostalgia, surge la figura de la Leona, inclinada sobre una máquina de coser Singer y dándole al pedal (si es que todavía quedan costureras que usen Singer a pedal) con el pie descalzo, el escote profundo, los anteojos bien calzados.
Cuidadosa de retratar la lucha obrera sin remitir a la escena política local, La leona es una construcción anacrónica porque convoca un repertorio de imágenes del pasado que en ella funcionan todas a la vez y pugnan por ganarse un lugar en el presente: la laburante, la ama de casa que de noche cose para afuera, la arrabalera, la mina de barrio, la madre del tango y también la mina del tango, la de la cumbia. Todo al mismo tiempo, en un personaje que es madre de dos chicos, esposa de un marido al que ya no ama pero le tiene cariño, cabrona, luchadora cuando se trata de defender sus derechos y además, el mejor culo de la fábrica, según le dijo un compañero a Uribe (Echarrri).
Ponerla al lado de las mujeres de Los ricos no piden permiso –que, fiel al concepto de revivir la telenovela más tradicional, no puede más que manejarse con estereotipos- es la mejor manera de revelar lo zarpada que es, porque las mucamas y maestras de la estancia Villalba entornan los ojos pudorosamente, suspiran agitadas como hizo Elena (Cherri) después de que el patrón pasó al vuelo por la cocina para encajarle un beso, fingen embarazos para mejor atrapar al marido o son pura seda temblorosa, como Araceli González que parece retrotraída a las épocas de Nano. Por su parte, en el primer capítulo la Leona bailó cumbia con un vestido apretadísimo, miró a Franco Uribe con deseo y después se lo transó en una esquina. En el segundo le dijo “Te cogería ahora mismo” pero no se lo cogió porque le desconfía; después de todo, él juega para los patrones. Como si viniera decidida a arrastrar un vendaval de mujeres fuertes a su paso, el personaje de Dupláa tiene pegadas en la pared de su casa fotos de Eva Perón, Frida Kahlo, Amy Winehouse, y el cartelito de Ni una menos diseñado por Liniers, y no le parece que para ser tomada en serio haya que prescindir de los escotes y las polleritas. Al contrario, es una bomba sexual detonada en el cuerpo de una obrera. Por más que el de la Leona y la tira que lleva su nombre parezca por momentos un feminismo demasiado programático (que ya planteó la violencia de género en una chica golpeada que interpreta Andrea Pietra), y que lo popular intelectualizado esté filtrado por una mirada progresista que no lo deja de idealizar (la Leona explicó el carnaval como “fiesta pagana” en la que todos somos iguales, por ejemplo), esa mujer tiene futuro.
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