Viernes, 29 de enero de 2016 | Hoy
CINE
En Burnt, el foco está puesto en la comida pero la trama se aleja de las cacerolas para mostrar la desesperación por el éxito de un chef canchero.
Por Marina Yuszczuk
Comer no alcanza: a la comida ahora hay que mirarla, fotografiarla, describirla, reverenciarla. Son unas pocas criaturas elevadas –chefs con estrellas Michelin, dueños de restoranes caros, jueces de concursos culinarios- los que pueden distinguir entre lo verdaderamente exquisito, perfecto, y lo pretencioso que no llega a ser nada. Mientras tanto, miles y miles de fotos de comida en Instagram dan la idea de que lo gourmet está al alcance de todxs. Y detrás de todo eso, muchos de nosotrxs todavía almorzamos milanesas compradas y servidas con un vil puré. Pero gran parte del atractivo de todo este circo, más allá del drama que cada programa de televisión o película pueda agregarle a la cocción de un pescado, tiene poco que ver con el acto de comer y está más cerca del placer por ver cómo se hacen las cosas, por esa magia cotidiana que lleva un puñado de ingredientes a convertirse en otra cosa: algo nuevo, una sorpresa.
Cuando empieza Burnt, la nueva “película sobre comida” después del éxito de Sin reservas (2007) o Chef (2014), el foco está puesto en el trabajo de las manos, unas que no paran de abrir ostras. Son las de Adam Jones (Bradley Cooper), que después de arruinar su carrera como chef de dos estrellas Michelin en París, rehabilitarse del exceso de drogas y alcohol que tenía encima y pelar un millón de ostras, quiere volver al ruedo para conseguir su tercera estrella. Adam va a Londres y no le cuesta nada conseguir que un amigo dueño de un restaurante (Daniel Bruhl) lo ponga a la cabeza de su cocina. Lo primero que hace es investigar la cocina popular comiendo en food trucks, libreta en mano, unos sanguches maravillosos y abundantes que dan la idea de que estamos frente a una película suculenta. Pero después, la comida rica pasa a segundo plano frente a esos platos que son un desparramo de cositas coronadas por un par de flores, y ya nadie come en Burnt.
A la película le importa otra cosa: por un lado, mostrar el interior de esas cocinas de las que supuestamente salen los mejores platos del mercado y en las que también se cuecen odios, rivalidades, adicciones, exceso de trabajo y alguna que otra vez, solidaridad. Por el otro, construir un relato sobre el camino al éxito del exitista Adam Jones que en algún momento pretende dar un giro humanista pero que no deja de ser una glorificación del triunfo. Ahí está Adam entonces, dispuesto a armar el mejor equipo para que lo acompañe en su intento por alcanzar una estrella (al menos la de una guía de restaurantes), tan canchero en su campera de cuero, sus lentes y su moto que resulta un poco repulsivo. Todo fluye demasiado en la primera parte de la película: el dueño de The Langhman (Bruhl) está secretamente enamorado de Adam y no tiene reparos en entregarle su cocina, salvo hacerle un antidoping periódico a cargo de una psiquiatra amiga (Emma Thompson). Grandes cocineros quieren trabajar con él, incluida una rubia hermosa a la que Adam de todas formas le hace perder su otro trabajo, y hasta su archirrival tiembla cuando sabe que Jones está de vuelta.
Después vienen los problemas, y la película empieza a amontonar tópicos como la rivalidad tipo Mozart-Salieri, el pasado que acosa bajo la forma de dos matones a los que se les debe plata, el click de comprensión que debe hacer Adam frente a una empleada que tiene una hija, el chef que no sabe trabajar en equipo, el empleado que traiciona, etc., mientras todos cocinan vertiginosamente, y nunca vemos mucho de lo que están haciendo ni a nadie le importa. Burnt quiere abarcar mucho y todo bien trillado, como un guiso; quizás hubiera sido mejor simplemente apelar a los sentidos y dejar que podamos sentir algo en lugar de enrostrarnos de nuevo la misma y abstracta lección esquizofrénica: que hay que triunfar a toda costa pero sin dejar de ser humanos. ¿Y la comida? Nada, por hoy confórmense con sus milanesas.
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