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Viernes, 27 de mayo de 2016

URBANIDADES

Desbocadas

 Por Marta Dillon

La consigna era revisar la propia experiencia para encontrar en sus pliegues los rastros de la violencia machista, esa que denunciamos, esa frente a la que nos rebelamos aunque nuestra rebeldía les erice los pelos del lomo a los ejecutores como se los eriza a las bestias el olor del miedo. No para lamernos las heridas, aunque también lo hacemos cuando es necesario. Aunque cada vez menos, cuando se pueden contar esas heridas ya han cerrado, cicatrizado torpemente, guardando a veces bajo la superficie una infección que cada tanto supura. Y de lo que se trataba era, justamente, de contarlo. Poner en común esas huellas que deja socializarse como mujer, tener un cuerpo que por leerse femenino se traduce apropiable, deseable sin la distancia del cortejo, sin ninguna distancia, con la inmediatez del hambre; como si hubiera algún hambre. Sobre todo -y de eso dieron cuenta los testimonios que se compartieron el miércoles pasado en las redes sociales- cuando todavía se es niña y entonces la voz propia pareciera menos contundente. Al menos así nos enseñaron, así nos enseñan todavía demasiados fallos judiciales, demasiados abusadores impunes. Y entonces nos callamos, entonces no supimos que a la compañera de banco en la escuela, y a ese chico tan amanerado, y la vecina de enfrente y a la que jugaba con nosotras en la plaza; no sabíamos que les había pasado lo mismo o parecido. Que nos trataron de sucias, de que nos gustaba lo que no queríamos -y tal vez, en algún lugar, una sensación desconocida pero caliente se mareaba entre el asco y la culpa por eso, por sentir-, que algo había diferente en cada una para merecer lo que nos estaba pasando. O demasiadas tetas para la edad, o demasiada curiosidad, demasiadas altura, un culo deportista, lo que fuera. Cada una con su historia, cada una con su herida, cada una con ese secreto que algunas veces llegaba a la garganta como una arcada o un exabrupto, un andate a la mierda fuera de tiempo y a quién no le correspondía, cada una en su isla.

El miércoles pasado no nos callamos. Una a otra nos fuimos alentando, la acción se llamó “tuitazo”, aunque no sólo comprometió a Twitter porque esa red en nuestro país tiene una lógica propia y aunque se acumularon más de 12 mil tuits en una hora, lo cierto es que los relatos inundaron facebook generando tanta empatía como rabia, tanta certeza de que es necesario volver a salir el 3 de junio para decir otra vez Ni Una Menos como rabia, rabia de la buena, la que dice Basta, la que grita que nos queremos vivas y que cuando decimos vivas no estamos registrando los signos de la vida orgánica sino nuestras muchas conspiraciones, los diseños posibles para el goce que encuentra eco, del consuelo de los abrazos, de la determinación para que sobre nuestros cuerpos Nunca Más.

Entre las muchas cosas que pasaron el año pasado durante el 3 de junio, todas ellas sucedidas en las calles y en las plazas, la más conmovedora para quien esto escribe es haberse sentido parte de una marea en la que el coro de voces que modulaba palabras que hacía tiempo pugnaban por salir acunaba tanto como la espuma de las olas en verano. Ahí era donde queríamos estar. Ahí queríamos quedarnos. El miércoles que pasó, algo empezó a gestarse otra vez. No es que quisiéramos quedarnos en la memoria de la herida, ni transitar la cicatriz hasta volver a abrir su costura. Fue descubrir otra vez la potencia de lo que se pone en común, dejar de sentir miedo alo que duele, sacarse de encima el miedo de que duela a otras, a otros. Porque lo que importa, otra vez, es que sobre nuestros cuerpos nunca más. Y que de una manera o de otra, nos tenemos. En esta voluntad de seguir ocupando la calle, nos tenemos. En la demanda a la responsabilidad del Estado, nos tenemos. En el abrazo virtual y la seguridad de que no estamos solas, nos tenemos. #VivasNosQueremos #NiUnaMenos

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