Viernes, 15 de julio de 2016 | Hoy
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Por Marta Dillon
Es en la armoniosa combinación de zapatos y polleras cortadas al mismo, exacto, nivel, los guantes blancos que apenas se separan de las mangas de camisa cortando las figuras a la mitad donde aparecen las bocas de los finísimos caños de las FMK3, ametralladoras de industria argentina que tal vez ni siquiera disparen pero están ahí, abiertas para escupir una amenaza que vela su fuego en los dedos extendidos por fuera del gatillo. Tan abiertas las bocas que escupen balas –aun en su escasa circunferencia- como cerradas las piernas seguramente enfundadas en medias invisibles por no exhibir jamás una carrera. Firmes las chicas, impolutas, nada que sorprenda en un desfile militar, rectas las rodillas, las espaldas, igual de rectas que las líneas que usó la primera dama en sus abrigos del look bicentenario, con grandes hombreras que disimulen, si la hubiera, la curva de la fatiga o del aburrimiento. Esa blandura no está permitida, aunque se suelte cada tanto un mechón de cabello que juega sobre la boca de la esposa del presidente, sobre sus dientes blancos de buena familia y alimentación balanceada, la sonrisa no abre más juego que los cañones de las FMK3, está ahí para poner el límite, la distancia necesaria contra el cuerpo magro, firme, longilíneo, vestido en color tierra en el norte a tono con la piel de las nativas de allá, celeste para la ciudad y la misa donde todo se blanquea con naturalidad europea y tocan las bandas militares de Francia en la Recoleta y de Italia en La Boca, según contó el diario de la oligarquía en días previos a los festejos y en cada línea de la nota que anunciaba el desfile militar y el sonido de fanfarrias que pronto se escucharían parecía advertirse el sabor de la adrenalina expectante que anticipa la alegría.
Fueron muchas las imágenes ominosas que circularon cuando la semana empezó a quitarse de encima la resaca de los tres días de feriado y todavía el hígado no llegaba a procesar la cantidad de bilis inoculada en esos días. Las peores, al juicio de esta cronista, las que daban cuenta del reconocimiento como héroes de quienes participaron en el Operativo Independencia, ese laboratorio de crímenes de lesa humanidad que ahora mismo están siendo juzgados y que se anticipó en el exterminio a la dictadura militar. El rostro de Aldo Rico disfrazado de militar –como bien apunta Ileana Arduino en una nota en la revista Anfibia, fue dado de baja y ya no le corresponde usar el uniforme- y con su máscara de hombre duro subido al carro de los héroes de Malvinas, el Falcon verde cruzando las calles de Junín como parte de los pertrechos emblemáticos de las Fuerzas Armadas, el uniforme de coronel de Emilio Nani, juzgado por los crímenes y desapariciones perpetrados durante la recuperación del cuartel de La Tablada. Esta de las mujeres firmes, sus taquitos militares, su ametralladoras portadas como carteras de mano, parece inofensiva, parece poco más que cotillón castrense, el cupo necesario de piernas bien torneadas. Pero en su armonía, en ese disloque del arma portada con guantes que no de cirujana si no más bien parecidos a los de cocina aunque sin su característico color naranja, cuenta desde el margen esta época en la que la violencia es un veneno que se va inoculando prolijamente, sin desvíos, sin que se corran las medias ni se manchen los guantes blancos. Pongámosle de banda de sonido no la marcha marcial si no la propaganda oficial para celebrar la independencia que nos trata a todos y a todas como adolescentes que nos vamos de la casa materna con el dolor de una emancipación no deseada pero que con esfuerzo augura un logro individual, la que sólo habla de la relación con otrxs para cargar “camiones y camiones de donaciones”, camiones que se van bien lejos con eso que sobra, allá lejos donde estarían quienes las necesitan y a quienes no se necesita mirar. Pongámosle de fondo el “querido rey” que instala el colonialismo sin fisura y el dolor de ya no ser tan blancos como se pretendía. Que se recuerde sobre esa construcción de feminidad bien armada el desmantelamiento de un programa central para desarticular la violencia machista como la Educación Sexual Integral, el aval para las detenciones arbitrarias que no en vano se ejecutan con saña contra esas malas mujeres que ofrecen sexo en la calle. Releamos la sentencia absolutoria para los acusados de la masacre de Villa Rosario, en Catamarca, ejecutada detrás de un argumento que tan bien conocemos las mujeres, ese de poner la responsabilidad en las víctimas, porque esa masacre se concretó durante un gobierno votado por la amplia mayoría del pueblo, y perdón por la palabra pueblo, porque esa no entra en esta lógica de la méritocracia, el esfuerzo personal que pone el hombro para el enriquecimiento de bancos, estancieros y empresas extractivistas. Entonces, la imagen cuenta. Habla de sobriedad, de disciplina, de orden y de amenaza, que no por estar enfundada en guantes blancos es menos aterradora.
Y sin embargo, casi en sincronía con esta profusión de imágenes que parecen querer pisotear con taquito militar el desborde popular de otras manifestaciones, la del 24 de marzo o la del 3 de junio, con su masividad descompuesta de líneas rectas, animada por cuerpos que no se sujetan a ninguna disciplina y desarman hasta las columnas de las organizaciones que pretenden cerrarse; la renuncia de Darío Lopérfido puso una nota disruptiva. No sólo porque su renuncia no es tal si no porque fue expulsado por una creatividad desbordante que se metió en lugares insospechados como la feria ArteBa y el teatro Colón donde la etiqueta se manchó de caretas y cantos líricos para denunciar al negacionista. Si no porque la perseverancia en la denuncia contra quien se creyó que podía profundizar el discurso del curro de los Derechos Humanos diciendo que el número de desaparecidxs se arregló en una mesa de negocios para pedir subsidios habla de la buena salud del pacto que nos constituye como pueblo: un Nunca Más que se forjó en una resistencia de largas décadas, que derribó la teoría de los dos demonios y se despojó de los relatos de las buenas víctimas, que avanzó también sobre el ejecutor único y aprendió a nombrar a la última dictadura como cívico militar. Ese síntoma de vitalidad que consigue una unidad a prueba de desfiles militares en contra de la impunidad de los crímenes del Terrorismo de Estado es capaz de abrir grietas de luz en la oscuridad. Hay un punto de quiebre, un punto límite, una zona de lo que nos constituye como pueblo que no será fácil de traspasar. Contra la disciplina que cuenta esta imagen y a la que se intentó asimilar la idea de Nación el último fin de semana, está la memoria inmediata de las acciones sostenidas contra ese personaje tal vez poco importante del elenco macrista pero que permite seguir imaginando otras resistencias contra la violencia que se inocula a diario, prolijamente, escondiendo el veneno detrás de los guantes blancos de las donaciones y el esfuerzo individual.
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