Sara Lorusso tiene 21 años, vive en Bolonia, Italia, y estudia cine y fotografía en la Academia de Bellas Artes de esa ciudad, una de las mejor conservadas de Europa, dicho sea de paso, con el segundo casco medieval más grande del continente. Pero, lejos de capturar la bonitilla urbe, la muchacha –que se autodescribe como “una chica tímida con piernas largas y pelo rosa”– dedica su copioso gatilleo a retratar el cuerpo femenino como lo que, a su consideración, es: “una obra de arte en sí mismo, con sus curvas y montañas, y colores, que amerita ser mostrado sin filtros”. De allí que, armada con una cámara analógica, la tanita dedique uno de sus más recientes –y viralizados– proyectos a explorar positivamente la sexualidad femenina, con “imágenes que son metáforas, como si nos trasladásemos a una realidad paralela, a un mundo idílico hecho a base de flores, frutas, entre otras bondades”.

“Todas las mujeres deberían sentirse libres de manifestarse sexualmente sin miedo a ser juzgadas”, anota la joven Lorusso, que –según celebra cierta crítica especializada– “juega a hacer trucos con sus composiciones, ayudada por espejos, frutos comestibles y flores fálicas”. En efecto, desde calas y cactus, papayas y purpurina, o, por qué no, un par de huevos fritos, están presentes en su exploración. Que evidentemente recuerda a las obras pictóricas de Georgia O’Keeffe, aunque, por el modo de sumergirse en las mecánicas de la percepción, también tenga ciertos ecos en las fotografías de la enorme Florence Henri. “Mis artistas favoritas son Nan Goldin y Rineke Dijkstra”, sumará Sara a la lista de referentes; recomendará además la lectura de The photograph as contemporary art, de la británica Charlotte Cotton, y se dará a la difícil tarea de definir su obra en tres palabras: “sensibilidad, intimidad y delicadeza”. Bañadas, eso sí, por luz natural.

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