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Viernes, 4 de junio de 2004

SOCIEDAD

Zona de exclusión

A pesar de que Argentina ha firmado tratados internacionales, con jerarquía constitucional, en relación a la situación de prostitución, en el ámbito de la ciudad de Buenos Aires se siguen discutiendo proyectos de reforma del Código de Convivencia que contradicen aquellos tratados y que contemplan la creación de una zona roja. Lohana Berkins explica los riesgos de estos intentos.

Por Soledad Vallejos

Entre 1875 y 1880, una vez regulado el ejercicio de la prostitución, el espacio público de Buenos Aires se reconfiguraba a golpes de lobby y moralidad. “La ordenanza (...) caracterizaba a las prostitutas como mujeres que vendían favores sexuales a más de un hombre. Podían vivir solas o mudarse a los burdeles, pero todas tenían que someterse a exámenes médicos los miércoles y los sábados (...) Desde el principio, la policía se sintió agraviada por la intervención de los concejales y de los médicos en el control de la prostitución, dado que hacía peligrar sus anteriores alianzas con los vecinos. Reaccionaron a las nuevas leyes sobre la prostitución con la violación de las ordenanzas, castigando a los negocios más que a los clientes, por considerarlos promotores de los comportamientos escandalosos (...) Ciudadanos iracundos que querían eliminar a las prostitutas de sus barrios (...) colaboraban con la policía. A los vecinos no les importaba que se pagaran los impuestos; les preocupaba más la inmoralidad que supuestamente debían soportar sus familias en un barrio habitado por prostitutas (...) De este modo, la persecución de mujeres inaceptables se convirtió en una caza de brujas en la medida en que el comportamiento de las jóvenes daba lugar a la expropiación de sus negocios o los de su familia o a la expulsión de sus viviendas.” La gran aldea liberal que pinta Donna Guy en el clásico El sexo peligroso tenía bastante menos orden y progreso que el que habían soñado los legisladores y gobernantes al modelar una serie de reglamentaciones para acotar la circulación y el uso de ciertos cuerpos en nada asociados al ideal de los salones y la urbanidad que empezaba a construirse. Pero, (¿)asombrosamente(?), tiene bastante que ver con dos textos de lo más contemporáneos que dan vueltas desde hace unas semanas en los ámbitos legislativos de la ciudad de Buenos Aires, ocupados en defender la autonomía cotidiana de vecinos y vecinas acechados por el Código de Convivencia Urbana. En el tratamiento de las reformas legislativas que terminarán por convertir ese reglamento en un “Código de contravenciones”, se debaten –entre proyectos que prevén convertir en letra oficial uno de los must de la campaña de Mauricio Macri: la obligación de solicitar permiso para realizar manifestaciones y marchas en el espacio público– dos iniciativas que proponen regular, de distintas maneras, el trabajo sexual.
Y es que “la ausencia de reglación del trabajo sexual basada en los derechos humanos permite la violación de los derechos fundamentales de las personas dedicadas a esta actividad. No se respeta la dignidad de estas personas, tratándolas como delincuentes”, fundamenta Helio Rebot (Compromiso para el Cambio). Es precisamente obedeciendo a ese mandato de protección de quienes viven de la prostitución que Rebot solicitó la creación del “Registro de trabajadores sexuales de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires”, un afán que culmina –de acuerdo al proyecto– con la implementación de “zonas, lugares y comportamientos” necesaria y estratégicamente ubicadas a más de “trescientos metros de viviendas,establecimientos educativos o templos, así como tampoco en cualquier localización u horario que pueda resultar lesivo para la sensibilidad de los niños, niñas y adolescentes”.
Dentro del mismo partido –y este es el otro texto posible que en estos momentos está siendo sometido a consensos interpartidarios–, Rodrigo Herrera Bravo pretende ir un poco más lejos: para el legislador, al que “siglos de experiencia” han demostrado que las sanciones no producen variaciones en la prostitución, algo que “significa que es una actividad ligada con la propia naturaleza del hombre”. La titánica y abrumadora cifra de “10.800.000 contactos sexuales en un año producto de la actividad de la prostitución” y el hecho de que las enfermedades de transmisión sexual pueden afectar a los clientes (“los derechos sexuales se reconocen como parte integral de los derechos humanos”) empujan a Herrera Bravo a una solución integral: la creación de un circuito de casas de citas autorizadas emplazadas en zonas específicas y alejadas de viviendas, escuelas o templos, un cuerpo de Policía Profiláctica (con funciones de inspección), una libreta sanitaria obligatoria (“parece absolutamente ilógico que en un bar donde existen prostitutas en actividad los mozos, lavacopas, etc., deban poseer libreta sanitaria y aquéllas no”) y “una consulta médica mensual arancelada” que incluye la obligación de un análisis de HIV cada tres meses (aun cuando el uso médico estipule en 6 meses el período mínimo entre análisis). Así las cosas, en caso de prosperar, estos proyectos pueden deparar un futuro capaz de hacer las delicias de vecinos y vecinas bienpensantes. No hay más que imaginar, por ejemplo, un neobarrio cerrado en el que la membresía se demuestre portando un carnet (por el que se ha pagado) capaz de identificar a quienes están en situación de prostitución con pelos, señales y hasta seudónimo, pero alejado de escuelas, viviendas y templos religiosos.
Tal vez estas iniciativas no resultarían excesivamente llamativas si la Argentina no figurara entre los países que –como firmante del Convenio para la Represión de la Trata de Personas y de la Explotación de la Prostitución Ajena de la ONU, de 1949– orientan su accionar en torno del abolicionismo: no reglamentar la prostitución y tampoco prohibirla, sino procurar no estigmatizarla mediante instrumentos legales, al tiempo que buscar maneras de erradicarla, subsanando las situaciones que la estimulan. Desde 1936, además, en Argentina rige la ley 12.331, que prohíbe la existencia de casas de citas o tolerancia (un tema especialmente sensible para la opinión pública del momento, conmovida como estaba por el tráfico de la Zwi Migdal), y el artículo 127 del Código Penal pena el proxenetismo, aun cuando no considera el comercio sexual como delito.
–Sin embargo, a nosotras si se aprueban estos proyectos nos van a crear un apartheid, un lugar donde vamos a morir, donde tendremos que pedir permiso para vivir. Y mientras esto está en tratamiento la sociedad y la Legislatura no reaccionan de la misma manera que, por ejemplo, reaccionó con el asesinato de Axel Blumberg. Por la muerte de ese joven, marchan 120 mil personas. Pero a nosotras ya nos mataron 115 travestis en el último tiempo, la última fue hace poquito en Mar del Plata y nadie repudió eso -dice Lohana Berkins, presidenta de al Asociación Lucha por la Identidad Travesti-Transexual (Alitt).
¿Uds. hablaron con los legisladores que presentaron estos proyectos, pudieron plantear sus argumentos y escuchar los de ellos?
–Nosotras hace dos semanas pedimos una entrevista a la diputada Michetti para hablar con ella como presidenta del bloque de Compromiso para el Cambio, que es el partido que presenta estos proyectos. Pero se negó a recibirnos o, mejor dicho, ni siquiera contestó la carta en que pedíamos la entrevista. Nos dijo que nos iba a recibir el diputado Rebot, pero cuando le dijimos que no queríamos habar técnicamente del proyecto sino en términos políticos no obtuvimos respuesta. Habíamos pedido, también, entrevista con su jefe político, con Mauricio Macri, pero por supuesto la negativa fue rotunda. Ante nuestra insistencia hubo unsilencio absoluto. Esto demuestra cómo construyen ellos la política: avasallando los derechos de las minorías, porque ni siquiera nos dio la posibilidad de recibirnos para escuchar nuestra campaña. Sin embargo, después salen a decir: “Nosotros debatimos con toda la sociedad”, y es mentira, allí está la discriminación, porque estoy convencida de que otros vecinos sí fueron recibidos. A mí me sorprende el caso de la diputada Michetti, porque creo que, como mujer, de discriminación conoce bastante y debe saber lo difícil que es para las personas que somos discriminadas insertarse en esa sociedad. Sin embargo, acá también hay una cuestión de clase: no todos los discriminados y las discriminadas pertenecemos a la misma clase social.
¿Como representante de Alitt, cuál es la lectura que hacés de estos nuevos proyectos?
–Veo que no sólo es un problema grave de las travestis, las trabajadoras sexuales y de la gente de la calle, que van a ser las damnificadas directas, sino que también es un avance tremendo sobre nuestros cuerpos, sobre los cuerpos de quienes no tenemos nada. Acá se está defendiendo la propiedad privada frente a quienes no tenemos propiedad privada, porque lo único que tenemos las travestis y las prostitutas es el espacio público. Ese espacio público es de donde comemos, y donde, entre comillas, nos realizamos. Nosotras, en gran mayoría, vivimos en hoteles, o alquilando, no somos propietarias. Entonces, el único espacio de supervivencia que tenemos es el espacio público, como también le pasa a los cartoneros, a los vendedores ambulantes, a los piqueteros, grupos que han hecho del espacio público el espacio de demanda y política. En términos de la Constitución de la ciudad, que es garantista, esto es un retroceso.
La regulación porteña que en estas semanas se busca modificar regula, en su artículo 71, la relación que el Estado municipal mantiene con la prostitución de manera relativamente laxa, y por cierto eufemística: el comercio sexual está explícitamente prohibido sólo en el caso de que altere la “tranquilidad pública”. Si a la tranquilidad la dejan tranquila, en cambio, no hay infracción alguna. Sin embargo, ese laissez faire decontracté se torna rígido a la hora de debatir. Si el eje de la cuestión son los usos del espacio público, lo visible y lo que debe permanecer ajeno a las miradas aun cuando se conozca de su existencia, si se trata, como plantea Lohana, de la invisibilización política de ciertas minorías capaces de resignificar el término del conflicto y evidenciar la necesidad crítica de la diferencia, pocas voces oficiales lo dicen. Sin embargo, cuando la intervención excede el susurro, puede llegar a desatarse, como sucedió hace unas semanas, cuando el legislador Ariel Schiffrin declaró casi en pie de guerra: “Está comprobado que la oferta de sexo se da igual, por más prohibiciones que se hagan, pero lo importante es que quienes la ejerzan no nos impongan sus costumbres, sino nosotros a ellos”. Pero, más allá de sutilezas, el hecho es que una reglamentación capaz de instalar un registro sanitario, establecer zonas rojas e inaugurar una policía específica resulta, de entrada, poco coherente con el marco legal.
–Nos oponemos a las zonas rojas porque no son otra cosa que guetos, y porque van a generar otros problemas. Por empezar, es una gran mentira que las zonas rojas en otras partes del mundo están legisladas: en ningún lugar una zona roja fue puesta por el Estado, sino que eran lugares donde ellas ya trabajaban y quedan ahí. Pero el asunto es, en términos prostitucionales: ¿cómo va a funcionar esa zona? Muy simple: la policía va a elegir a una, dos travestis, o a algún fiolo, y les va a decir “vos me dominás esta zona”. Así es como funciona en términos concretos la zona roja. Y la otra cosa evidente –y que ya pasó en Mar del Plata– es que van a decir “se pelearon por un arbolito”, “se pelearon por un cliente”, “fue muerte pasional”, y nunca se va a investigar nada. Entonces, instalar zonas rojas es darle carta blanca a la policía. Porque hay algo que seolvidan cuando hacen estos proyectos: no se traza la diagonal entre la ley, quienes padecemos la ley y quienes aplican efectivamente la ley.

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