EXPERIENCIAS
No tan locas
El Programa de Rehabilitación y Externación Asistida permite a quienes participan reconstruir sus lazos con “el afuera”, una perspectiva que puede ser amenazante cuando se han pasado años dentro de instituciones psiquiátricas que ordenan desde los hábitos hasta las relaciones. Hasta ahora son mujeres –según la Organización Mundial de la Salud, más vulnerables que los hombres en lo que hace a salud mental– las que protagonizan esta experiencia en la que se inspiró el unitario Locas de amor.
Por Soledad Vallejos
Las tazas de café vacías se van amontonando en la mesa a la que están sentadas desde hace un par de horas. Es de tarde, es un bar en provincia de Buenos Aires en el que el ruido de los autos entrando por la puerta compone melodías extrañas con la música de Crónica TV de fondo, y hace rato que estas dos mujeres que rondan los cincuenta abandonaron la timidez formal del testimonio. Prefieren, en cambio, desplegar relatos de rutinas, minucias cotidianas, sabores recuperados y chismes de entrecasa. Una de ellas tiene un nombre que quiere resguardar porque, todavía hoy, hay en su familia quienes jamás supieron de sus crisis y prefiere por discreción, por cuidar la relación que de a ratos esforzados reconstruye con su hija, no innovar. En esta entrevista elige llamarse Juana Duval, el nombre de la bailarina que fuera pareja de Baudelaire y con la que, curiosamente, tiene cierto parecido. Juana, entonces, mira a los ojos y explica lo más sencillo del mundo:
–Yo no tengo problemas en sentarme con vos y decirte “mirá, estuve 7, 8 años internada en un psiquiátrico”. El problema es cómo lo tomás vos.
Sugiere que, tal vez, pueden haber sido más años los que vivió entre las paredes del hospital que la Argentina higienista y partidaria de la teoría de la degeneración construyó en Temperley a principios del siglo XX y que, ahora, guarda los esplendores de sus pabellones rodeados por parques tras un paredón larguísimo en pleno barrio residencial, una barrera que sólo se interrumpe en la puerta de entrada presidida por un cartel: Hospital Interzonal Esteves. Juana fue alguna vez parte de las casi dos mil mujeres internadas por motivos psiquiátricos en la provincia, y sabe que el fantasma quedará flotando en el aire alrededor a pesar de que para ella eso haya quedado atrás hace cuatro años, cuando un programa de externaciones asistidas (que inspiró, este año, el ciclo televisivo Locas de amor) le abrió las puertas de una casa que convirtió, con ex compañeras del hospital, en un hogar. Le bastó vislumbrar la posibilidad de volver “al afuera”, esa entelequia que puertas adentro del neuropsiquiátrico se teje con los hilos de lo fabuloso y lo atemorizante, para decidir que quería estar en ese sitio del que todas llegan y al que muchas no regresan, no tanto por diagnósticos desfavorables como por falta de una familia que espere, reclame y sostenga. En el afuera habían quedado una madre que al día de hoy no termina de comprenderla y una hija pequeña que ya es toda una adolescente. Juana tiene una voz grave que juega a hablar en serio para bromear la mitad del tiempo, y que dice:
–Yo me acuerdo que cuando estaba internada decía todas las noches: “acá adentro no me pienso morir”, ¡y ahí adentro no me morí!... por ahí en la esquina me mata alguien de un garrotazo, pero de muerte natural adentro del psiquiátrico no me morí.
Y ella y María, la mujer de 49 años y aura de niña jovial (que para la entrevista también vela su nombre) que conoció en el tiempo de internación y con la que ahora comparte la casa, llenan la tarde con miles de carcajadas. Saben que sus casos son, en realidad, excepciones a la regla: no todas las internadas por motivos psiquiátricos logran sortear los escollos de una internación desvalida, esa que se produce cuando no se tiene familia, amigos ni una casa a la que ir cuando el diagnóstico médico lo permite. Las estimaciones de profesionales y funcionarios del área de salud mental dicen que alrededor del 20 por ciento de las internadas en psiquiátricos está en condiciones de “volver al afuera”, pero que se ven impedidas de hacerlo por su situación económica y social. Otro tanto podrían alcanzar esas mismas condiciones con apenas alguna preparación más intensiva. Y, sin embargo, el programa que cobijó a Juana y a María es el único que funciona en este momento en el país en el sector público, mientras que en la ciudad de Buenos Aires, con la Ley de Salud Mental aprobada por la Legislatura en el 2000 y reglamentada en abril de este año –una demora que viola el principio de que el Poder Ejecutivo no tome más de 180 días para reglamentar cualquier ley–, recién ahora empiezan a proyectarse iniciativas similares.
“En muchas poblaciones con carencias de atención las mujeres tienen considerables necesidades en salud mental, (...) Cuando en estas poblaciones se afrontaron asuntos de salud de la mujer, las actividades se focalizan en asuntos relacionados con la reproducción –como la planificación familiar y el cuidado de los niños–, mientras que la salud mental ha sido descuidada”, señaló la Organización Mundial de la Salud en Mujeres y salud mental (2000). Sin embargo, continuaba el informe, el riesgo de padecimientos psíquicos es mayor para las mujeres que para los hombres por varios motivos: a los mandatos de cuidar al otro (asociados con el papel de esposa y madre) y el peso de agradar y acomodarse en modelos tradicionales de sociabilidad, se suma la incorporación masiva a un mercado de trabajo precarizado y flexibilizado que, por motivos económicos (históricamente, las mujeres perciben salarios menores a los de los hombres), suele feminizarse en tiempos de crisis. Trastornos de ansiedad y depresión (de acuerdo con la OMS, un estudio realizado por el Banco Mundial en 1993 indicaba que la depresión era la causa del 30 por ciento de los desórdenes psiquiátricos entre las mujeres del Primer Mundo), efectos de violencia doméstica, consecuencias de la violencia sexual y en menor grado el abuso de drogas son los problemas más presentes a la hora de hablar de salud mental femenina, y la cuestión de género se agrava al cruzarse con otro indicador nada menor: el económico. Las mujeres de escasos recursos son las más expuestas a atenciones deficientes o insuficientes, y en ocasiones, tanto por falta de infraestructura del sector de salud como por imposibilidades propias, porque, a veces, pagar un boleto de ida y otro de vuelta puede hacer la diferencia en la comida del día.
En la Argentina, la descentralización del sistema de salud mental (que implicó la desaparición de la Dirección de Salud Mental del Ministerio de Salud en 1990) y la desregulación de las obras sociales (en 1994) desarticuló toda posibilidad de contar con estadísticas y políticas centralizadas. La responsabilidad de las iniciativas que se apliquen, de sus evaluaciones y continuidades, entonces, recae sobre los gobiernos locales y sus respectivos presupuestos a la hora de tomar decisiones. En la ciudad de Buenos Aires, por ejemplo, a cuatro años de aprobada una Ley de Salud Mental –la 448, que fue reglamentada sólo en abril de este año— acorde con las tendencias mundiales en psiquiatría a evitar la cronificación (pacientes que logran la externación pero al poco tiempo vuelven a sufrir descompensaciones y, por tanto, vuelven a ser internados) y los efectos a largo plazo de la institucionalización, y destinada a transformar el manicomio en hospital (el camino que lleva del encierro al espacio terapéutico), recién empieza a ser posible el diseño de proyectos para externaciones y rehabilitaciones asistidas. El doctor Ricardo Soriano, director de Salud Mental de la Secretaría de Salud de la ciudad, explica que son dos los ejes que contempla la iniciativa: por un lado, el alquiler de nueve casas de medio camino, y, por otro, la construcción de seis casas de convivencia.
–Hay una diferencia importante entre el concepto de casas de medio camino y el de casas de convivencia. Las de medio camino son casas de pre-alta, en las que los pacientes que han estado internados terminan de hacer su proceso de rehabilitación y resocialización para, después, obtener el alta definitiva. La estadía en estas casas es limitada –proyectamos que permanezcan allí seis meses–, porque son para terminar un proceso terapéutico, para recobrar los hábitos cotidianos que hacen a la vida de todos los días, es decir que no es una residencia sino una instancia para completar el proceso de recuperar los hábitos perdidos de convivencia social y familiar que, se supone, se vieron alterados por el período de internación. Las casas de convivencia, en cambio, son para pacientes que están en condiciones de ser externados pero que no pueden hacerlo por causas sociales: no tener medios, no tener sostén económico, no tener contención familiar, estar desocupados. Estas casas albergarían a estas personas que están en condiciones de salir desde el punto de vista médico, y esperamos que la construcción empiece el año próximo.
Del total de 2770 internados psiquiátricos en Buenos Aires (poco más de 1500 son mujeres), 770 personas (entre hombres y mujeres) estima Soriano, están en este momento a la espera de recuperar una vida fuera del hospital en los términos en que, por ahora, sólo un puñado de hombres de los 1100 internados en el Borda puede hacerlo. Sin embargo, el presupuesto destinado al proyecto alcanzará a cubrir, al menos en una primera instancia, seis casas de convivencia para alojar hasta 15 personas cada una, es decir, serían 90 los y las beneficiados (las vacantes serán cubiertas, en forma equitativa, por hombres y mujeres). Nada se sabe del destino de los restantes 680.
Los días de semana alternan horas de trabajo con charlas demoradas por el mate que avanza de mano en mano. Algunas previsoras, por tener más tiempo libre al volver, se levantan prácticamente al alba y apuran tareas domésticas que no terminan de agradarles: planchan, cocinan algo para la tarde, se esmeran para lograr cabellos relucientes y, tal vez, alguna sorpresa para las otras “convivientes”. Conocen a alguna usuaria que investiga sobre los derechos de los pacientes y escribió alguna presentación que fue exhibida en un encuentro europeo sobre salud mental. Juana lee, lee mucho, “y releo mucho también”, pero hace poco tuvo que sosegar la pasión por Lovecraft y Kafka porque estaba teniendo pesadillas. Ahora, dicen, las cosas marchan solas y no esperan más sorpresas que las de ver avanzar los cambios por los caminos que algunas de ellas retoman para volver a vincularse con familiares que creían perdidos. Los primeros tiempos, en cambio, el entusiasmo de volver a tener una llave propia, una cama, una mesa que ofrecer a amigas, no era suficiente porque del hospital las que salen se llevan más que recuerdos. Sin notarlo, por ejemplo, se externan en ellas las marcas que imprimen los años de vivir en una institución multitudinaria y con una capacidad apabullante para volver anónimas las historias singulares. Porque una cosa es externarse físicamente y otra muy distinta hacerse a la idea de que se ha dejado atrás el horario supervisado por médicas y regido por enfermeras, el espacio acechado por otras y la necesidad de proteger como talismán cada pertenencia.
–Quedan manías –dice Juana–. Vos en el hospital tenés un placard que tiene llave, tenés que tener cuidado de no perderla porque te lo pueden abrir y robarte todo. Se te pegan muchas cosas, y esas cosas las seguís viviendo por bastante tiempo.
Cuando la casa de convivencia que Juana y María comparten con Paula y Mora (nuevamente, los nombres son de fantasía) era una novedad y no el lugar al que volver cada noche, ellas acababan de atravesar la primera etapa del Programa de Rehabilitación y Externación Asistida (PREA) de la provincia de Buenos Aires: el Dispositivo Escuela, la instancia en la que profesionales de la salud y pacientes se reúnen para trabajar sobre la ausencia y convertirla en habilidades.
–Ahí se hacían cosas que vos, a lo mejor, decís “¿y hacen esto?”, y sí, hacemos eso. Se habla de la higiene, de cómo llevar una casa, te enseñan a manejar el dinero, se hacen salidas al supermercado con grupos grandes, conocés las máquinas que tienen ahora los colectivos para cobrar el boleto. Digamos que te recapacitan para la vida. Obviamente que cuanto más grande es el tiempo que permaneciste en la institución, perdiste más cosas. Porque la vida fluye, las cosas siguen su rumbo.
–Yo –acota María–, cuando me comentaron que iba a empezar este programa no tenía nada. No tenía casa, no tenía dónde ir, no tenía familia, nada, y no tenía trabajo tampoco. En la primera reunión, me acuerdo que nos dijeron que todo iba a ser posible en la medida en que nosotras nos fuéramos animando. Entonces, teníamos que ir sacándonos los miedos, el miedo de salir, de cruzar una avenida, de tomar un ascensor, cosas que hacía años que algunas de nosotras no hacíamos. Teníamos que empezar a tomar conciencia del otro, que hacer un montón de estrategias, así las llamaban, para tratar de conocer más a nuestras compañeras. Me acuerdo que, por ejemplo, nos decían: “hagan como que van por la calle”. Entonces nosotras caminábamos y nos parecía cómico, nos reíamos, ¿pero para qué tenemos que caminar por la calle? “Porque ustedes ahora pasan y por ahí se saludan, por ahí no, ¿y cuando vayan por la calle qué van a hacer, si ven a un conocido lo van a saludar?” Sí, lo vamos a saludar. “Bueno, hagan de cuenta.” Y así con otras cosas que nos habíamos olvidado. Entonces, de pronto, nos encontramos de nuevo, un poco en broma y un poco en serio, practicando estas escenas. Ya pasando un poco más el tiempo tuvimos charlas con profesionales, apuntando a nuestra desmanicomialización. O sea, a perder ese manicomio que teníamos enquistado dentro.
Por uno de esos azares del destino, el PREA beneficia mayoritariamente a mujeres (alrededor de 40 usuarias del programa viven actualmente en casas de convivencia dependientes del Esteves) y cuenta, también, con una abrumadora mayoría de trabajadoras mujeres, entre médicas, enfermeras, asistentes sociales y acompañantes comunitarias. Juana y María vuelven a pisar el hospital de tanto en tanto, pero por motivos más que puntuales: van a retirar su medicación, prescripta por sus psiquiatras y provista por el sistema de salud. El hospital, por su parte, sale beneficiado económicamente hablando: mientras que por cada paciente internada los costos trepan a unos 1300 pesos, cada mujer externada le insume 350. El PREA lleva adelante, además del Dispositivo Escuela, talleres recreativos y de capacitación (para aquellas internadas que precisen adquirir un oficio, o algún saber práctico con el que conseguir un trabajo), encuentros para permitir asociaciones entre usuarias (que resultaron en microemprendimientos productivos, con subsidios otorgados por el Ministerio de Desarrollo Social provincial), y reuniones mensuales de convivencia (en las que las habitantes de cada casa se encuentran con una psicóloga o una enfermera para conversar sobre la dinámica doméstica) que se realizan en el Centro de Día Libremente, un espacio en pleno centro de Temperley que se habilitó para que la comunidad también participara en la reinserción de las usuarias. Y la comunidad participó: en el 2000, el primer año de funcionamiento, concurrieron 2000 personas completamente ajenas al hospital. Al poco tiempo de haber comenzado en el Esteves, se llevó la experiencia al hospital de hombres Cabred, pero la iniciativa no prosperó. Aprobado por la resolución ministerial 001832 en 1999, entre sus consideraciones dispuso que fuera de implementación obligatoria en todos los hospitales monovalentes (especializados en psiquiatría) de la provincia, aunque el doctor Ainstein, actual director de Salud Mental del Ministerio de Salud bonaerense (asumió su cargo en el 2002) haya asegurado a Las/12 que se trata, meramente, de un “plan piloto” que, tal vez, en el futuro se pueda extender a más instituciones.
–En la sociedad sigue existiendo el miedo a la locura y la discriminación a las personas con trastornos psiquiátricos. Ese miedo y esa discriminación estaban justificados cuando no se conocía científicamente la temática, ni había respuestas posibles para esas personas. Entonces, se trataba de que estas personas desaparecieran de la vista de los normales, que fueran a lugares donde no molestaran, y así se construyeron los psiquiátricos –remata Ainstein.
Desde el año 2002, la cantidad de casas de convivencia que el Estado alquila para las pacientes en condiciones de externación que participan del PREA no se modificó: ni una casa fue dada de baja, pero tampoco se incorporó ninguna nueva.
De a ratos, la voz de Juana sube, como impulsada por algún deseo inmenso de superar las interferencias y, de hecho, tiene bastante éxito. De a ratos, cuando reconoce que hace eso, también se ríe, se acuerda de una enfermera que le decía: “Cuidá la voz, que yo te escucho, es algo que produce el hospital y que todavía no te lo podés sacar”.
–Y parece increíble pero es cierto, todavía no lo logré. No lo logré. Es que en el hospital a veces tenés que gritar para hablar. Mi mamá me dice que cuando llamo a casa se sientan en el comedor y dejan el teléfono lejos, para escucharme, se mueren de risa todavía.
Juana dice que cuando la externación era un futuro inmediato sintió miedo. Que esa felicidad que le daba, al comenzar su rehabilitación, pensar en una casa en “el afuera” temblaba ante nubarrones y recuerdos: cómo volver a ser la que era, cómo reencontrarse con ella cuando era la profesional universitaria dueña de montones de libros codiciados por sus colegas.
–Había pasado muchos años metida ahí adentro, como que estaba manicomiada. Estaba acostumbrada a ese baño diario, a tomar la leche a una hora, a que me dieran la medicación. Además, yo sufrí mucho en la vida, tuve una pareja muy psicópata, una madre que cuando me enfermo deslinda toda responsabilidad y no me acompaña, que cuando iba a ver a los profesionales se peleaba con todos. Yo espero que no pase, pero creo que si un día a mi hija le pasa algo, yo la voy a acompañar hasta lo último, viste. La anteúltima vez que estuve en casa le pedí perdón. Le dije: “Te pido perdón porque no te di un padre, porque no te di una casa, no te di un hermano, y no te di casi una madre”. Yo estaba un poco emocionada, como ahora, y me dijo “está bien, ma, está bien”. Yo tenía una biblioteca muy importante, con libros buenísimos, y cuando cumplió 10 años, yo ya estaba internada, y le pedí a un médico que me acompañara a verla en un bar enfrente, no quería que entrara al hospital, no es lindo. Estaba sentada con ella y le dije: “Mirá, yo no te voy a poder dar nunca plata, pero te puedo dar cultura. Todos mis libros te los regalo, hacé, deshacé lo que quieras”... la cultura, la cultura, ¡y es más tragalibros que yo!
Los primeros días en su casa, cuando comer volvió a ser un hábito privado que perfectamente puede ser diseñado por el capricho y el placer, el menú se había vuelto fijo. “Papas fritas, huevos fritos, milanesas, ¡no queríamos saber nada con comer sano! Es que hacía mucho que no comíamos eso”, dice María antes de rescatar un detalle nada menor: ellas volvían al afuera cuando el afuera se estremecía.
–Ese primer año fue lo más fuerte de la crisis. Cuando pasó lo de diciembre de 2001, estábamos en la casa, justo, justo. Teníamos miedo: ¿qué pasaría con la casa?, ¿qué pasaría con el programa?, ¿qué pasaba con la gente, nos seguiría apoyando?, ¿tendríamos que ir a vivir a otro lado? Estábamos ahí, tratando de pisar fuerte y nos encontramos con eso, así que vos hacéte una imagen de lo que era para nosotras estar afuera.
A fines de ese diciembre, en plena psicosis de los saqueos en la provincia, las habitantes de otra casa, amigas de Juana y María, sentían temores muy parecidos. Para defender sus cosas de los fantasmas, los vecinos de la cuadra, los hombres, estaban armados, montando guardias desde los techos cuando llegó una enfermera del PREA para ver si ellas necesitaban algo. “Vaya tranquila –le dijeron detrás de las armas–, a las chicas las cuidamos nosotros.”
Juana: –A veces, sentís cierta exclusión. ¿Sabés lo que pasa? El chiflado no está en condiciones de generar riqueza, entonces se lo margina, y pasa a ser el loco, el señalado por el dedo.
María: –No vota.
Juana: –No.
María: –No habla.
Juana: –No... ¡porque no nos conocen a nosotras! Pero éste es un tema tabú, y dentro de la sociedad los locos no tienen cabida porque no están capacitados para hacer nada. Yo conocí a una chica en el hospital, una chica que estaba internada. Ella estudiaba enfermería, y en donde estudiaba nunca dijo que había estado en un psiquiátrico. Yo tampoco, te aclaro, yo en donde trabajo jamás largué el rollo de dónde había estado metida. Esta chica estudiaba enfermería y una vez tuvo que venir a hacer una práctica al hospital, y cuando llegó con todos sus compañeros las internadas la empezaron a saludar. Así se enteraron en la escuela de enfermería, y todavía hoy, a pesar de que tiene muy buen puntaje y es muy capaz, no consigue trabajo.
–¿Ven televisión?
María: –Juana quiere estar informada de todo, al mango. Cuando nos instalamos, dijo: “Acá, películas, novelas, todo eso está bien, pero los noticieros son fundamentales, porque no podemos estar desconectadas de la realidad”. ¡No hay nada peor que una loca desconectada de la realidad!
Juana: –Y vos sabés que al principio yo veía el noticiero y me ponía a llorar. Y los noticieros los veíamos a la hora de la cena, ¡así que llorábamos comiendo!
–¿Vieron Locas de amor alguna vez?
Juana: –No estamos despiertas hasta tan tarde, en parte porque estamos cansadas y en parte por la medicación, que hace que tengamos que dormir determinada cantidad de horas. Lo que te voy a decir lo sé solamente por los avances, porque no lo vi: de esas publicidades de Locas de amor, a mí hubo cosas que me molestaron en lo personal. Una vez, parecía que el psiquiatra estaba enamorado de la paciente, y entonces en un sueño tenía relaciones con ella. Era el sueño del psiquiatra, pero lo ideal hubiera sido que fuera el sueño de la paciente, me parece, no me cierra.
María: –Bueno, pensemos una cosa: el psiquiatra derecho a tener un sueño tiene. Sobre el sueño no decimos “voy a acostarme, voy a soñar tal cosa”, no es que no me puedo desviar de la línea recta de la moralidad. Vos no sabés si algún médico tuvo un sueño erótico con vos...
Juana: –¡Que me lo cuente!