RESISTENCIAS
Cuatro historias de mujeres: Tomar la palabra
Cuatro historias de mujeres que decidieron comenzar desde el abc a estudiar siendo adultas separadas por 30 años de historia argentina. Todas descubrieron el poder de leer y escribir –unas antes de la dictadura, otras después de diciembre de 2001– al mismo tiempo en que la sociedad tejía nuevas redes.
Por Silvana Santiago
Treinta años y dos crisis separan la experiencia alfabetizadora de cuatro mujeres, que decidieron librar la batalla de apropiarse de la palabra. Con una primera victoria, en Neuquén de 1973 y una segunda, en el Gran Buenos Aires de 2004, todas lograron conquistar una independencia que hasta ese entonces, les había parecido un imposible. Leer y escribir, a pesar de todo y de todos.
Las cuatro historias de estas mujeres que decidieron comenzar sus estudios siendo adultas, están separadas por treinta años de historia argentina. Las primeras dos, tuvieron lugar poco antes de que se desatara la peor crisis institucional en 1976, mientras que las dos restantes se sucedieron a partir de 2001, luego de la más grave caída económica que haya sufrido el país.
Tivina Borquez y Ana Salazar son dos neuquinas que en 1973, fueron parte de una breve experiencia alfabetizadora en Villa Obrera, Centenario (a unos 15 kilómetros de la capital provincial), que murió a poco de comenzar como muchas cosas que se truncaron por esos años. “La verdad, yo no sabía nada. Y aprendí mucho. Y hoy en día me defiendo con eso. Ahora trabajo en el parque de frutas, soy clasificadora, y bueno, ya estoy por jubilarme”, dice Borquez hoy.
Esas palabras fueron recopiladas en un video documental del colectivo de directores Mascaró (todos egresados de la Universidad de Madres de Plaza de Mayo), al cumplirse 30 años de aquel proyecto alfabetizador en el que se cita otra película, filmada en blanco y negro, tres décadas atrás.
Raúl Rodríguez, uno de los impulsores del plan en Villa Obrera –vinculado a la intendencia que administraba la ciudad en esos años– consiguió una cámara prestada del realizador Jorge Prelorán y filmó las clases de la escuelita neuquina en la que los fratachos se acomodaban cerca de los lápices y el cuaderno.
Ana Salazar, que se sentó en torno a esa mesa escolar en la que iban y venían los mates, cuenta que por ese entonces, había olvidado lo poco que sabía y que por eso se acercó a estudiar: “Y fue una bendición, porque hoy en día, eso me saca adelante. No le digo que sé mucho, pero no me parten a la mitad como antes, que me hacían lo que querían y yo me quedaba. Ahora no, ahora defiendo mis derechos”.
Sin embargo, y a pesar de haber cambiado definitivamente el destino de la mayoría de los obreros del barrio, el proyecto tuvo corta vida e incluso los organizadores fueron amenazados de muerte, como consecuencia de distintas internas en el partido peronista provincial. “Terminó terrible, no esa experiencia, terminó terrible el país”, concluye hoy Elsa Palavicini, maestra en la escuelita de aquellos años.
Inesperados educadores
Tres años atrás, cuando todo parecía desmoronarse y el ex presidente Fernando de la Rúa partía en helicóptero con destino incierto desde el techo de la Rosada, se hicieron visibles nuevas organizaciones que también se involucraron, entre otras acciones, con el problema del analfabetismo.
De las organizaciones piqueteras, Alicia Cantero (42) conoció en San Justo a Barrios de Pie. Ella nunca había estudiado y no saber leer ni escribir le había costado la pérdida de un trabajo e incluso una internación por depresión en un hospital: “Ante el primer traspié, yo me deprimía y me encerraba. Tenía miedo de que alguien me diera un folleto y me pidiera que lo leyera. En lugar de decirles ‘mirá, no sé, explicame’, prefería no salir de casa”, comenta.
Con mucha vergüenza empezó a asistir a las clases. Siempre buscaba un rinconcito donde no la vieran, porque sentía que lo lógico era que la gente dijera, según recuerda, “¡terrible vieja y no sabe leer!”. Lo primero que aprendió fue el nombre de sus hijos: “¡No sabés lo que me costó!”, se ríe hoy. “Es que tengo ocho, ¿viste?”
Antes necesitaba ir acompañada para hacer las compras y si iba sola “agarraba lo que venga, total era lo mismo”. Tenía que esperar a su marido para mirar los cuadernos que los chicos traían de la escuela con la dificultad, de que a veces “llegaba cansado y no tenía ganas de mirarlos”.
Hoy todo cambió. Ya no se enojaría, como lo hizo tiempo atrás, cuando el juez con el que tramita la adopción de su sobrina, le pidiera que lea un escrito antes de pedir una audiencia para hablar con él. Tampoco tendría miedo cuando su patrona le dejase por escrito la lista de tareas para hacer. Siente que creció muchísimo y que tiene otro carácter. Abrió un comedor en su barrio que bautizó “Color esperanza”. Allí alimenta a 300 personas al tiempo que ensaya –como puede– su vocación soñada de maestra: “Si yo, que soy re-dura, pude salir ¿No va a salir otro?”
Otra organización, visible a partir de la crisis de 2001, fue el movimiento de fábricas recuperadas. Allí se desarrollaron planes de educación secundaria (en IMPA, por ejemplo), de agrupaciones originadas en la Facultad de Filosofía y Letras, que funcionan en red con otras facultades a la vez que en distintos proyectos.
Uno de ellos es el que desarrolla planes de alfabetización bajo el formato de una ONG, El Telar, en el barrio de Bancalari –en Torcuato– que es donde hoy estudia Julia Romero (46). La iniciadora de Romero en el mundo de las letras había sido la más chica de sus cuatro hijos: “Con ella aprendí el abecedario, a sumar y a restar. Hasta que llegó un día que dije, no, tengo que enseñarle yo, pobrecita”.
Y decidió enfrentar en la escuela el mayor de sus miedos: la división. “Cuando nos dijeron que íbamos a aprender a dividir por una cifra, se me hizo un nudo en la garganta. En mi casa miraba las cuentas y me decía ‘yo puedo’. No podía creer que a los 46 años estaba intentando hacer eso. Y finalmente yo –que me había asustado con la división y nunca más había querido ir al colegio por el puntero de la maestra– ¡me vengo a dar cuenta que era una pavada! Si encontrara a aquella maestra de tercer grado, no sé qué le diría”.
Ahora dice que “hace lo que quiere y decide por ella”, pero todo este tiempo, tuvo que vérselas con la imposibilidad de ir al baño cuando las puertas tenían palabras en lugar de imágenes de referencia, firmó papeles que no debería haber firmado y hasta le cambió el nombre a sus hijos sin saberlo. “Mi hija la mayor, se llama Romina Gisella, pero cuando fui aanotarla al registro civil me preguntaron si se escribía con u, y yo que no sabía cuál era la diferencia, dije que sí. Y así fue como que le quedó Guisella”. Hoy se reúne todos los domingos con los sobrinos para hacer la tarea y soñar con el futuro: “¿Qué me gustaría hacer? Me encantaría enseñar”.