VIDA DE PERRAS
Pobres y locas
Por Soledad Vallejos
Les dijeron que era por seguridad, que una casa en las afueras del conurbano no era un buen lugar, a pesar de que ellas vivían en ese barrio obrero desde hacía más de cuatro años y habían aprendido a tejer lazos cotidianos con sus vecinas y vecinos. En ese entonces, eran cuatro las que compartían en esa casa el desafío de volver a un mundo que antes había resultado demasiado hostil, y entre todas se daban ánimos para enfrentar los fantasmas personales que pudieran quedar puertas adentro. Con el tiempo lo fueron logrando: una de ellas se mudó a la Capital por su cuenta, otra formó pareja y se mudó para convivir con su media naranja. Dos de ellas quedaron. En ese barrio obrero empezaron a sacarse de encima las huellas de años de internación en el hospital psiquiátrico Esteves, de Temperley, y volvieron a aprender que podían desenvolverse en “el afuera” sin necesidad de que alguien más vigilara cada uno de sus pasos y regulara cada una de sus palabras. Habían llegado a esa casa gracias al Programa de Rehabilitación y Externación Asistida, que en 1999 fue aprobado en la provincia de Buenos Aires por la reglamentación ministerial 001832, la misma que disponía que el PREA fuera de implementación obligatoria en todos los hospitales monovalentes de la provincia, de manera tal que el Estado se comprometiera activamente en garantizar los derechos de ciudadan@s de quienes –por falta de lazos sociales o recursos económicos– los veían vulnerados. Eso, sin embargo, nunca sucedió, y la experiencia más consolidada fue (y es, todavía) la llevada adelante por cerca de 40 mujeres externadas del Esteves y un grupo cada día más reducido (no por deseo propio) de profesionales del hospital. Hace sólo dos meses (el 1º de octubre), una nota de este suplemento daba cuenta del funcionamiento del PREA tras entrevistas con algunas de las protagonistas y con el responsable del área de Salud Mental del ministerio, el dr. Ainstein, quien prefería desconocer la relevancia oficial del PREA al afirmar que se trataba, apenas, de un “plan piloto”. Quizá esa falta de respaldo haya sido responsable de que las enfermeras asignadas a mantenerse en contacto con las mujeres externadas tengan que hacerlo fuera de su horario de trabajo y pagando de su bolsillo los viáticos. Tal vez, eso también explique el que desde el año 2000 el Estado provincial no haya alquilado ni una casa más para que otras mujeres en condiciones de externarse (que las hay en lista de espera) puedan volver a tener una vida digna, como ciudadanas que son. Es probable, quién sabe, que ese desinterés oficial por atender los derechos de mujeres pobres tenga algo que ver con el hecho de que las pacientes todavía internadas (sin nadie afuera que reclame por ellas) en este momento vean peligrar su alimentación y se quejen por condiciones de higiene que se deterioran cada día. Lo cierto es que todas las usuarias externadas deben pagar actualmente los servicios de sus casas, aun cuando el artículo 2 del contrato que ellas y profesionales del hospital elaboraron a modo de compromiso con el Estado afirme que eso sólo sucedería cuando ellas vieran mejorada su situación económica. En los casos más afortunados, estas mujeres cuentan con ingresos de $ 150. Ser mujer, pobre y loca en la Argentina no es fácil. Dos de las mujeres externadas acaban de vivirlo –por enésima vez– en carne propia: sin que ellas pudieran hacer nada al respecto, la casa que compartían en el barrio obrero fue “evacuada” porque la zona no es “segura”, y una voluntad omnipotente las separó para reubicarlas en otras casas, en lugar de preservar su propio espacio y aprovechar su experiencia para dar la oportunidad a dos de las mujeres que todavía esperan ser externadas. Temo lo que pueda pasarles. En estos días, una de ellas está en peligro de descompensación.